Cuando en el otoño del año pasado, se anunció que
Simón Casas sería el nuevo mandamás de Las Ventas, la afición conspicua se
llevó la mano a la cartera de las esencias, temiendo que el histrión que lleva
dentro el empresario francés arramblara con los últimos restos de seriedad que
quedaban en la primera plaza del mundo. Sus manifestaciones públicas en contra
de los veinte o treinta integristas defensores de la pureza del rito a los que quería
expulsar de los tendidos y a favor de una tauromaquia concebida como producción
cultural cimentada en los pies de barro del toro artista, iban en la dirección
contraria de las necesidades de fortalecimiento de la fiesta que demandaba la
nueva era por iniciar en el destino de la plaza.
El innegable talento publicitario de Casas se puso a
trabajar desde el principio, organizó grandes eventos para llegar al vulgo pero
también se ocupó de cuidar a la afición selecta y recorrió sus cenáculos
proclamando la buena nueva de su apuesta por el toro de Madrid. La profusión de
actos, anuncios y performances sobre la nueva temporada obró el efecto de poblar
los tendidos de manera sorprendente, incluso en las novilladas programadas para
abrir boca, verdaderas corridas de toros en las que acarteló a los habituales aspirantes
a la gloria cuyo oficio no fue suficiente para evitar que estrellaran sus
ilusiones en la irrelevancia o en el hule. Se desconoce qué pensaría Simón de
sí mismo después de haber cargado no hace siquiera un año contra las novilladas
organizadas por la anterior empresa a las que truculentamente había calificado
como crímenes contra la humanidad.
En cuanto a los festejos mayores, si los gestores precedentes agasajaban al sufrido abonado con la contemplación de una corrida de
Victorino de Pascuas a Ramos, el francés se estrenó en el Domingo del Hosanna
con un encierro de los de la A coronada, y mantuvo el interés de la
programación con dos duelos mano a mano del gusto de la cátedra en Resurrección
y en la Goyesca, y sólo le faltó la suerte de culminar su apuesta con un
triunfo de relumbrón, para sacar nota en esta primera evaluación del curso. Así
las cosas, antes de anunciarse los carteles de San Isidro el abonado se frotaba
los ojos sin terminar de creerse si era posible que la regeneración de la
fiesta viniera de Francia. El espejismo duró lo que duran dos peces de hielo en
un cubata servido en uno de los chiringuitos que Simón ha multiplicado por
todos los rincones de la plaza, lo que dura la contemplación de un mes de toros
diseñado conforme al patrón ya conocido de Taurodelta, las ganaderías de
interés arrinconadas en la última semana de feria y hasta entonces el reinado absoluto
del momoencaste Domecq, decadente corona de flojera y estulticia con algunas
incrustaciones en Núñez y Atanasio, para satisfacer la cuota habitual de los
Lozano y los Fraile. En fin, lo de siempre. La revolución francesa sigue sin
llegar a Madrid y el gatopardo Simón nos la ha vuelto a colar con su
lampedusiano sentido del espectáculo, mientras el pueblo satisfecho se solaza
al final de cada tarde cantando vivan las
caenas en el tablao de los bajos del nueve.
Con estos mimbres ganaderos, era previsible este
inicio de feria en la que andamos enredados en un eterno deja vu de descaste y sosería, y pese a todo, en cada tarde,
aparece algún garbanzo negro con la casta suficiente para que un torero con la
hierba en la boca dé el paso adelante y pise los terrenos adecuados para
convertir la plaza en un volcán. Lo intentó Morenito con un burraco del Ventorrillo que se venía de lejos con
alegría. Cuando el de Aranda parecía que iba a redimir la tarde y se animó a
citarlo en la distancia larga, ni siquiera encontró el ánimo para aguantar la
embestida en el primer embroque y luego se perdió en un esteticismo hueco que
aún le alcanzó para demostrar la teoría sobre cómo cortar una oreja en Madrid
siendo desbordado en cada pase.
Seguramente el gatopardo Simón hubiera querido para su
revolución venteña muchos carteles de relumbrón con las figuras dando la cara
en Madrid varias tardes con el toro de respeto. A la hora de la verdad sólo
Talavante le respondió como es debido, y su Julián, su Jose Mari y su José
Antonio le contestaron que a la regeneración de la fiesta ya le podían ir dando
y que ellos se pedían ir a la feria una o ninguna tarde, que como mucho se
dejarían también anunciar en esas corridas extraordinarias que antaño brillaban
más que el sol y ahora son el coto privado de cuatro privilegiados. Por eso, el
francés tuvo que confiar en que alguno de los toreros del gusto de la afición
madrileña, eternos aspirantes a la gloria que nunca aciertan a tocar con los
dedos, dieran un zambombazo que maquillara el invento y los puso antes y al
principio de la feria, pero no hubo tal. Ureña
no revalidó la grata impresión que dejó en la goyesca frente a un agresivo toro
de Victoriano del Río pues al enfrentarse al toro flojo lo hizo sin
comprometerse, seguramente abducido por esa cantinela de los taurinos que
recomiendan no atacar al animal descastado para que no acabe de venirse abajo y
rajarse. Urdiales, como tiene dicho
el gran José Ramón Márquez, representó una vez más el papel de Antonio Vico en la película Mi tío Jacinto de Vajda
contándole a Pablito Calvo esa gran faena que sólo existe en su imaginación,
compuesta de los retales de series sueltas, ayudados y trincherazos de
indudable clase que nunca tienen la continuidad necesaria para alcanzar el
triunfo definitivo. Otro tanto podría decirse de Curro Díaz que sigue despeñándose por la senda de la falta de
compromiso a medida que aumenta su oficio. Su segundo toro de Montalvo le
ofrecía la gloria en su pitón izquierdo y a por ella se lanzó sin probaturas
mas aplicando un trasteo frío y despegado, toreo por las afueras basado en el
empleo del pico, con la pierna contraria retrasada como bandera. Tales mañas
dividieron enseguida las opiniones y el de Linares se empeñó en seguir traicionándose
a sí mismo alargando en exceso la faena hasta terminar desbordado por un toro
que no había sido dominado en momento alguno.
Luego está lo de Garrido,
el único de los toreros de alternativa reciente que va funcionando por el
escalafón, vaya a usted a saber por qué, quizá porque la crítica oficial lo ha
acogido como la sistémica savia nueva que debe apuntalar la julianesca manera
de torear que va pudriendo poco a poco el toreo moderno. A pesar de todo, a
punto estuvo de cortar una oreja a un toro de Fuente Ymbro cuando al extremeño
le llegó la voz de la andanada exigiéndole compromiso y desde entonces se quedó
por fin en el sitio para extraer naturales estimables, eso sí de uno en uno que
en la ligazón es más complicado aguantar de verdad y dominar la embestida. Este
tipo de transfiguraciones que sufren algunos matadores cuando tiran de sus
restos de amor propio y desoyen la matraca con que sus edecanes les
atormentan cada día, la sufrió también Javier
Jiménez con el encierro de la Quinta, el santacolomeño soplo de aire fresco
que abrió la feria. Una corrida encastada necesita una lidia eficaz y toreros
dispuestos para aprovechar las veinte arrancadas buenas que el toro suele
ofrecer antes de comenzar a enterarse de lo que hay tras el trapo y buscarlo.
Jiménez ofreció la versión cabal en el quinto, cuyo pitón izquierdo honró con
varias series componiendo bien la figura erguida, aguantando las agresivas
embestidas en el sitio de torear en dos o tres naturales extraordinarios, pero
perdió la oreja por alargar una faena que ya estaba hecha. Antes y después, fue
otro torero, retorcido y vulgar, y desastroso con la espada.
La tendencia de la moda de este año en la pasarela de
Las Ventas es matar a la última, dejar el acero en cualquier sitio, rendir continuos
homenajes a la benemérita haciendo guardia al animal, intentar descabellar tras
un pinchazo hondo, coger de nuevo la espada al darse cuenta de que el toro no
permite usar el verduguillo, soltar la muleta en el encuentro y salir por
piernas del trance sin que el decoro exigido por la plaza y el oficio importen
una higa. El mayor sainete a la hora de ejecutar la suerte suprema lo
protagonizó David Mora, juguete roto
a merced de las veleidades del público madrileño, acogido con calor al
principio de su primera tarde por su historia de sangre y triunfo en esta plaza
y agriamente hostigado al final, incapaz de acertar con el descabello como culminación de una corrida aciaga en la que pareció no estar recuperado para
enfrentarse al toro de Madrid. Cuando sonó el tercer aviso, y David se retiró
compungido hacia el callejón, el puntillero atronó al animal desde el
burladero, como tantas veces se hizo en la historia de la plaza, y se desató otra gran bronca con los bueyes de
Florito ya en el ruedo. ¿Acaso creerían las buenas gentes que el eficaz mayoral
de las Ventas, cuando tan sabiamente conduce a los toros devueltos a la oscuridad
del chiquero, los cura amorosamente y los indulta en secreto?
Mora ofreció mejor impresión en su segunda tarde, e
intentó sobreponerse a su condición física quedándose quieto ante un bonancible
lote de Parladés y acabó cortando la oreja más barata que uno recuerda cuando al presidente Gómez Martín le dio por premiar una faena envarada y mecánica de más
a menos de la que sólo cabe rescatar los buenos ayudados por bajo del inicio.
Los desmanes del palco son ya habituales en esta plaza y el presidente Cano
Seijo también hizo de las suyas la tarde anterior negándole al Fandi la posibilidad de un cuarto par
en su primer toro, pero Fandila salió respondón en el segundo y puso cuatro palos en el
tercer envite, dos al violín y otros dos, cuarteando tras el primer embroque.
Después el granadino no tuvo la inteligencia suficiente para aprovechar el
ambiente a su favor que esta controversia con la autoridad había ocasionado y
le aplicó a un toro boyante su consabido trasteo despegado y ventajista, del
que se vengó el presidente denegando la oreja pedida a pesar de todo por
bastante más gente de la que sacó el pañuelo cuando se la regalaron a David
Mora.
De tal profusión de palitroques, pronto no
recordaremos nada. En cambio quedará en la memoria el par que Ángel Otero le sopló a un toro manso de
El Pilar que apretaba un mundo hacia las tablas, al que dio todas las ventajas
y citó de poder a poder, poniendo la plaza en pie cuando le ganó limpiamente la
acción y clavó con exactitud en la cara, procurando a la afición el momento
más emocionante de la feria.
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