viernes, 19 de mayo de 2017

EL GATOPARDO

Cuando en el otoño del año pasado, se anunció que Simón Casas sería el nuevo mandamás de Las Ventas, la afición conspicua se llevó la mano a la cartera de las esencias, temiendo que el histrión que lleva dentro el empresario francés arramblara con los últimos restos de seriedad que quedaban en la primera plaza del mundo. Sus manifestaciones públicas en contra de los veinte o treinta integristas defensores de la pureza del rito a los que quería expulsar de los tendidos y a favor de una tauromaquia concebida como producción cultural cimentada en los pies de barro del toro artista, iban en la dirección contraria de las necesidades de fortalecimiento de la fiesta que demandaba la nueva era por iniciar en el destino de la plaza.


El innegable talento publicitario de Casas se puso a trabajar desde el principio, organizó grandes eventos para llegar al vulgo pero también se ocupó de cuidar a la afición selecta y recorrió sus cenáculos proclamando la buena nueva de su apuesta por el toro de Madrid. La profusión de actos, anuncios y performances sobre la nueva temporada obró el efecto de poblar los tendidos de manera sorprendente, incluso en las novilladas programadas para abrir boca, verdaderas corridas de toros en las que acarteló a los habituales aspirantes a la gloria cuyo oficio no fue suficiente para evitar que estrellaran sus ilusiones en la irrelevancia o en el hule. Se desconoce qué pensaría Simón de sí mismo después de haber cargado no hace siquiera un año contra las novilladas organizadas por la anterior empresa a las que truculentamente había calificado como crímenes contra la humanidad.

En cuanto a los festejos mayores, si los gestores precedentes agasajaban al sufrido abonado con la contemplación de una corrida de Victorino de Pascuas a Ramos, el francés se estrenó en el Domingo del Hosanna con un encierro de los de la A coronada, y mantuvo el interés de la programación con dos duelos mano a mano del gusto de la cátedra en Resurrección y en la Goyesca, y sólo le faltó la suerte de culminar su apuesta con un triunfo de relumbrón, para sacar nota en esta primera evaluación del curso. Así las cosas, antes de anunciarse los carteles de San Isidro el abonado se frotaba los ojos sin terminar de creerse si era posible que la regeneración de la fiesta viniera de Francia. El espejismo duró lo que duran dos peces de hielo en un cubata servido en uno de los chiringuitos que Simón ha multiplicado por todos los rincones de la plaza, lo que dura la contemplación de un mes de toros diseñado conforme al patrón ya conocido de Taurodelta, las ganaderías de interés arrinconadas en la última semana de feria y hasta entonces el reinado absoluto del momoencaste Domecq, decadente corona de flojera y estulticia con algunas incrustaciones en Núñez y Atanasio, para satisfacer la cuota habitual de los Lozano y los Fraile. En fin, lo de siempre. La revolución francesa sigue sin llegar a Madrid y el gatopardo Simón nos la ha vuelto a colar con su lampedusiano sentido del espectáculo, mientras el pueblo satisfecho se solaza al final de cada tarde cantando vivan las caenas en el tablao de los bajos del nueve.

Con estos mimbres ganaderos, era previsible este inicio de feria en la que andamos enredados en un eterno deja vu de descaste y sosería, y pese a todo, en cada tarde, aparece algún garbanzo negro con la casta suficiente para que un torero con la hierba en la boca dé el paso adelante y pise los terrenos adecuados para convertir la plaza en un volcán. Lo intentó Morenito con un burraco del Ventorrillo que se venía de lejos con alegría. Cuando el de Aranda parecía que iba a redimir la tarde y se animó a citarlo en la distancia larga, ni siquiera encontró el ánimo para aguantar la embestida en el primer embroque y luego se perdió en un esteticismo hueco que aún le alcanzó para demostrar la teoría sobre cómo cortar una oreja en Madrid siendo desbordado en cada pase.

Seguramente el gatopardo Simón hubiera querido para su revolución venteña muchos carteles de relumbrón con las figuras dando la cara en Madrid varias tardes con el toro de respeto. A la hora de la verdad sólo Talavante le respondió como es debido, y su Julián, su Jose Mari y su José Antonio le contestaron que a la regeneración de la fiesta ya le podían ir dando y que ellos se pedían ir a la feria una o ninguna tarde, que como mucho se dejarían también anunciar en esas corridas extraordinarias que antaño brillaban más que el sol y ahora son el coto privado de cuatro privilegiados. Por eso, el francés tuvo que confiar en que alguno de los toreros del gusto de la afición madrileña, eternos aspirantes a la gloria que nunca aciertan a tocar con los dedos, dieran un zambombazo que maquillara el invento y los puso antes y al principio de la feria, pero no hubo tal. Ureña no revalidó la grata impresión que dejó en la goyesca frente a un agresivo toro de Victoriano del Río pues al enfrentarse al toro flojo lo hizo sin comprometerse, seguramente abducido por esa cantinela de los taurinos que recomiendan no atacar al animal descastado para que no acabe de venirse abajo y rajarse. Urdiales, como tiene dicho el gran José Ramón Márquez, representó una vez más el papel de Antonio Vico en la película Mi tío Jacinto de Vajda contándole a Pablito Calvo esa gran faena que sólo existe en su imaginación, compuesta de los retales de series sueltas, ayudados y trincherazos de indudable clase que nunca tienen la continuidad necesaria para alcanzar el triunfo definitivo. Otro tanto podría decirse de Curro Díaz que sigue despeñándose por la senda de la falta de compromiso a medida que aumenta su oficio. Su segundo toro de Montalvo le ofrecía la gloria en su pitón izquierdo y a por ella se lanzó sin probaturas mas aplicando un trasteo frío y despegado, toreo por las afueras basado en el empleo del pico, con la pierna contraria retrasada como bandera. Tales mañas dividieron enseguida las opiniones y el de Linares se empeñó en seguir traicionándose a sí mismo alargando en exceso la faena hasta terminar desbordado por un toro que no había sido dominado en momento alguno.


Luego está lo de Garrido, el único de los toreros de alternativa reciente que va funcionando por el escalafón, vaya a usted a saber por qué, quizá porque la crítica oficial lo ha acogido como la sistémica savia nueva que debe apuntalar la julianesca manera de torear que va pudriendo poco a poco el toreo moderno. A pesar de todo, a punto estuvo de cortar una oreja a un toro de Fuente Ymbro cuando al extremeño le llegó la voz de la andanada exigiéndole compromiso y desde entonces se quedó por fin en el sitio para extraer naturales estimables, eso sí de uno en uno que en la ligazón es más complicado aguantar de verdad y dominar la embestida. Este tipo de transfiguraciones que sufren algunos matadores cuando tiran de sus restos de amor propio y desoyen la matraca con que sus edecanes les atormentan cada día, la sufrió también Javier Jiménez con el encierro de la Quinta, el santacolomeño soplo de aire fresco que abrió la feria. Una corrida encastada necesita una lidia eficaz y toreros dispuestos para aprovechar las veinte arrancadas buenas que el toro suele ofrecer antes de comenzar a enterarse de lo que hay tras el trapo y buscarlo. Jiménez ofreció la versión cabal en el quinto, cuyo pitón izquierdo honró con varias series componiendo bien la figura erguida, aguantando las agresivas embestidas en el sitio de torear en dos o tres naturales extraordinarios, pero perdió la oreja por alargar una faena que ya estaba hecha. Antes y después, fue otro torero, retorcido y vulgar, y desastroso con la espada.


La tendencia de la moda de este año en la pasarela de Las Ventas es matar a la última, dejar el acero en cualquier sitio, rendir continuos homenajes a la benemérita haciendo guardia al animal, intentar descabellar tras un pinchazo hondo, coger de nuevo la espada al darse cuenta de que el toro no permite usar el verduguillo, soltar la muleta en el encuentro y salir por piernas del trance sin que el decoro exigido por la plaza y el oficio importen una higa. El mayor sainete a la hora de ejecutar la suerte suprema lo protagonizó David Mora, juguete roto a merced de las veleidades del público madrileño, acogido con calor al principio de su primera tarde por su historia de sangre y triunfo en esta plaza y agriamente hostigado al final, incapaz de acertar con el descabello como culminación de una corrida aciaga en la que pareció no estar recuperado para enfrentarse al toro de Madrid. Cuando sonó el tercer aviso, y David se retiró compungido hacia el callejón, el puntillero atronó al animal desde el burladero, como tantas veces se hizo en la historia de la plaza, y  se desató otra gran bronca con los bueyes de Florito ya en el ruedo. ¿Acaso creerían las buenas gentes que el eficaz mayoral de las Ventas, cuando tan sabiamente conduce a los toros devueltos a la oscuridad del chiquero, los cura amorosamente y los indulta en secreto?

Mora ofreció mejor impresión en su segunda tarde, e intentó sobreponerse a su condición física quedándose quieto ante un bonancible lote de Parladés y acabó cortando la oreja más barata que uno recuerda cuando al presidente Gómez Martín le dio por premiar una faena envarada y mecánica de más a menos de la que sólo cabe rescatar los buenos ayudados por bajo del inicio. Los desmanes del palco son ya habituales en esta plaza y el presidente Cano Seijo también hizo de las suyas la tarde anterior negándole al Fandi la posibilidad de un cuarto par en su primer toro, pero Fandila salió respondón en el segundo y puso cuatro palos en el tercer envite, dos al violín y otros dos, cuarteando tras el primer embroque. Después el granadino no tuvo la inteligencia suficiente para aprovechar el ambiente a su favor que esta controversia con la autoridad había ocasionado y le aplicó a un toro boyante su consabido trasteo despegado y ventajista, del que se vengó el presidente denegando la oreja pedida a pesar de todo por bastante más gente de la que sacó el pañuelo cuando se la regalaron a David Mora.
  
De tal profusión de palitroques, pronto no recordaremos nada. En cambio quedará en la memoria el par que Ángel Otero le sopló a un toro manso de El Pilar que apretaba un mundo hacia las tablas, al que dio todas las ventajas y citó de poder a poder, poniendo la plaza en pie cuando le ganó limpiamente la acción y clavó con exactitud en la cara, procurando a la afición el momento más emocionante de la feria.

           

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