sábado, 28 de agosto de 2021

LA ALCALDADA



La polémica suscitada por la decisión de la alcaldesa de Gijón de no renovar la concesión para que sigan corriéndose toros en la centenaria plaza de El Bibio se inscribe en la tradición totalitaria española, difícil de erradicar en una sociedad infantilizada que acostumbra a transigir sin aspavientos con la pérdida paulatina de libertades, pero no soporta la crudeza inherente al arte de lidiar reses bravas. La excusa alegada sobre la nomenclatura de los toros que se lidiaron la última tarde de la Feria de Begoña no hace sino aderezar con la ignorancia propia del regidor democrático aspirante a déspota, una decisión que desconoce el significado totémico de la figura del toro en el rito taurómaco, liturgia concebida para la reverencia de uno de los pocos animales de la fauna ibérica que es tratado con la dignidad correspondiente a su naturaleza indómita. Esa es la razón por la que si un toro se apellida Feminista, es difícil concebir en ello motivos de escarnio y ofensa, sino más bien de ensalzamiento y en cualquier caso, una intención marcada por los usos ganaderos y el talento mayor o menor de cada cual para poner un nombre, tal le ocurrió a los progenitores de la tía de la regidora cuando la bautizaron como Gervasia.

Más allá de la anécdota, el problema reside en el caldo de cultivo que hace posible concebir siquiera la eventualidad de que un responsable político decida prohibir la tauromaquia en su feudo particular, en un país que tiene leyes que la protegen como patrimonio inmaterial, histórico y cultural de todos los españoles y ordenan a los poderes públicos garantizar su conservación y promover su enriquecimiento. El hecho de que el Tribunal Constitucional se haya pronunciado ya en dos ocasiones declarando nulas las leyes autonómicas que prohibían absolutamente las corridas de toros o las desnaturalizaban hasta convertirlas en espectáculos incruentos, reafirmando la obligación del Estado de salvaguardar sus características nucleares y su estructuración tradicional en tres tercios que deben culminan en la muerte del animal, no parece haber calado en algunos representantes públicos que se arrogan la condición de oráculos de la voluntad popular, sin más consulta que a sus veleidades particulares. 

La fechoría encuentra fácil acomodo en una sociedad en la que la llamada cultura de la cancelación y otras formas de censura pública prescinden a diario de las vías legales y judiciales para proscribir personas o arrinconar costumbres tras el veredicto del tribunal de lo políticamente correcto, pero se ve favorecida por las corruptelas que anidan en los estamentos taurinos y ensombrecen poco a poco la condición de ejemplo y espejo de valores que siempre proyectó la tauromaquia. Por eso sobran los discursos vacíos y las baladronadas sin fuste de quienes tienen en sus manos la regeneración de la fiesta pero siguen embarcados en una estrategia de inacción cómplice de esta deriva. La realidad es que una política española se propone perpetrar esta alcaldada y la contestación social no pasa de manifestaciones minoritarias, efímeros escarceos tuiteros y rifirrafes estultos en los minutos basura de las tertulias televisivas. Todo ello habla claro sobre la debilidad de la tauromaquia de este momento, que tiene su origen en la domesticación progresiva del toro de lidia y su conversión en un animal de apariencia y comportamiento inofensivos, cuyo sacrificio ritual en igualdad teórica de armas pierde el sentido y mueve a las buenas gentes a la sensiblería y a una alcaldesa a la arbitrariedad.

Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas, decía Juan Ramón, pretendiendo llegar al conocimiento a través de la poesía. La sobrina de Gervasia no ha entendido nada.





viernes, 13 de agosto de 2021

OLIMPIA EN EL SALÓN



La pasión olímpica es ese territorio mágico en el que, cada cuatro años, el españolito aferrado al sillón-bol es capaz de alcanzar logros increíbles como vibrar con una exhibición de katas sin entender nada de artes marciales, introducir en su vocabulario cotidiano términos como pileta, presea o tatami y madrugar en agosto para contemplar de nuevo la derrota de una selección española de baloncesto contra el omnipotente amigo americano. Fue en Los Ángeles cuando nuestra inocencia adolescente se topó con la realidad de Michael Jordan y treinta puntos de diferencia para amargar la madrugada, pero aquella ilusión primera de un baloncesto sin triples en el que todavía no sabíamos qué era el “pick and roll”, aún latía en el resorte que nos hizo levantarnos a las seis de la mañana casi cuarenta años después para comprobar si el Chacho, Ricky y Sergi conseguirían vengar a Corbalán, Epi y Fernando Martín, para regalarle a Pau el oro en su último baile en Saitama. Cuando la mejor selección de la historia del deporte español se puso once arriba y parecía que la excelencia de Pekín, Londres y Río no tendría techo, apareció Durant y mandó parar, y uno podía imaginar en la resignación de Scariolo, la certeza de que el triunfo verdadero no precisa de medallas.     

No tengo claro en qué momento se instaló Olimpia en el salón de mi casa. Entre la bruma de mi primera infancia salta Bob Beamon adelantándose a su tiempo y cae en una piscina de la que emerge el rostro bigotudo de Mark Spitz. A Nadia Comaneci ya la recuerdo combando la cintura entre las barras asimétricas, antes de salir despedida en pos de un mar de dieces. El fulgor icónico de sus piruetas fue tan grande que todavía se ve en algún gimnasio una bolsa de deportes con el logo de Montreal 76. Tras las olimpiadas del boicot, salimos todos andando raro por la calle, remedando el contoneo de Jordi Llopart cuando entraba rutilante en el estadio olímpico de Moscú, ya que no estuvo nunca a nuestro alcance imitar al hijo del viento cogiendo el testigo de Jesee Owens cuatro años después.

Creo que fue entonces cuando surgió esa pasión por contemplar las competiciones de atletismo, algo perfectamente compatible con odiar la carrera continua con la que nos martirizaba en el colegio el maestro de gimnasia. Era más fácil entregarse al halo hipnótico del óvalo rojizo en la pantalla, espectáculo de varias pistas en donde las emociones fuertes de asaltar en un récord los límites humanos se alternaban con nuestra atracción atávica por los lanzamientos y la belleza alada de los saltadores. Hay un hilo invisible que cose nuestra afición y empieza en Mariano Haro, sigue por José Manuel Abascal y llega hasta Fermín Cacho y su cabalgada inolvidable en Barcelona, sus miradas reiteradas de incredulidad hacia los rivales africanos que le perseguían eran las nuestras sobre su triunfo y la unidad de un país que ya sólo en las grandes ocasiones deportivas es capaz de darse tregua y aplazar el debate sobre su identidad.

Como si el recuerdo de aquel espíritu de felicidad colectiva del 92 permaneciera intacto en cada cita olímpica, durante estas dos semanas de pausa se aplazan las querellas nacionales para bajar con Maialen y su serenidad de madre vasca dominando las aguas bravas del cainismo patrio. Aprender a tolerar la frustración es fácil si se escucha a Adriana Cerezo, una chiquilla de diecisiete años que tras su derrota en la final de taekwondo reconoce sin excusas la victoria de su rival decidida por un solo punto. En el armisticio de cada olimpiada, el brillo del metal se impone incluso al color de la piel y el racismo convive sin estridencias con el triunfo de la negritud incubada en Galicia y hasta con el hecho irreversible de que el futuro del medio fondo español esté en manos de unos chavales cuyos padres llegaron a España en patera. En la tregua olímpica, ocurren prodigios como la conversión del fútbol en un deporte más, rebasado en nuestro interés por los demás deportes de equipo que pierden el foco cuando el pebetero se apaga, rebajado incluso a la categoría de espectáculo prescindible en donde la protesta es la norma, la simulación queda impune y la pasividad no se sanciona.

El paréntesis es pasajero y sin respeto por la paz olímpica que en el origen duraba hasta el retorno de los participantes desde Olimpia a su salón, el mercadeo del deporte rey se impone de nuevo y el llanto de su máximo exponente se resuelve en amplia sonrisa cuando llega al trono de París. Como las olimpiadas dentro de tres años. Allí volveremos a gozar y a pelear por las finales y los podios, y a reabrir el debate sobre si nuestro puesto en el medallero está a la altura de nuestra importancia como país, sin caer en la cuenta de que el presupuesto para todos los deportistas españoles en cada ciclo olímpico es inferior al contrato de Messi correspondiente a un solo año.