jueves, 27 de junio de 2019

TODO ES PEOR



Dentro de veinte años, las predicciones anuncian que España se convertirá en el país con mayor esperanza de vida en el mundo. Un estudio de la Universidad de Washington calcula que el españolito medio llegará entonces a los 85,8 años de edad, casi tres años por encima de la previsión actual. Pero ahí no acaba la cosa. En 2040, los científicos más audaces nos prometen que los avances tecnológicos en inteligencia artificial estarán en condiciones de retrasar el envejecimiento de tal manera, que los que lleguen en forma a ese puerto improbable, podrán seguir navegando hacia la inmortalidad. A mí no me encontrarán en ese barco.

¿Se imaginan la eternidad con la matraca independentista insistiendo en sus falacias “sine die”? ¿Es soportable vivir para siempre comiendo la porquería de pan que se vende en los supermercados? ¿Hay quien aguante a perpetuidad las sandeces de los animalistas? ¿No es preferible morir a seguir escuchando reguetón?

Hace tiempo que venimos acostumbrándonos a las cesiones que nos exige el sistema. La protesta airada del principio se va orillando después en un reducto del cerebro donde descansa el recuerdo de cuando aparcábamos gratis en la calle y los electrodomésticos duraban para siempre. La combinación de las promesas de inmortalidad con la obsolescencia programada nos conduce a un escenario inquietante en el que más de uno optará por el suicidio antes de verse abocado a comprar el vigésimo quinto microondas de su existencia.

¿Y qué me dicen de la presión impositiva que soportaríamos para sostener las pensiones de un futuro sin fecha de caducidad? Si en el presente nos hacen pagar por comprar una casa, por tenerla, por venderla y por heredarla, no quiero ni pensar en las nuevas mordidas a nuestro bolsillo que el gobernante de turno se inventaría para sustituir los ingresos del impuesto de sucesiones, con tal de no hincarle el diente a las sociedades patrimoniales y a las grandes fortunas. Y es que no morirse no tiene por qué significar la renuncia al paraíso… fiscal.

Si has sustituido las relaciones humanas por compaginar quince grupos de whatsapp, si tienes menos predicamento con tus hijos que el “influencer” que los adoctrina, si acabas comprando por internet hasta los calzoncillos con cuya venta iba sobreviviendo la tienda de tu calle, si el ejercicio de tus derechos se reduce a despotricar de un mal servicio en el oído de un teleoperador, dará lo mismo que la vida sea eterna pues tu existencia se irá estrechando al compás del algoritmo que maneja tus datos, esa fórmula siniestra que dirige tus pasos convirtiendo en fantasía tu libertad de elección.

Si al menos la sociedad avanzara por el camino del sentido común y el entendimiento, se disiparía la tentación permanente de ingresar en el corral de los quietos para dejar de escuchar tanta estupidez seguida. Los ofendidos de la corrección política, aquéllos que quieren convertir la libertad de expresión en un espejismo en donde reinen la intolerancia y la autocensura, utilizan a diario las redes sociales como tubo de ensayo en donde fabrican etiquetas de fascista y las reparten a todo el que ose apartarse un poco de la moral oficial y piense por su cuenta. Salvo que aceptemos escribir al dictado del “mainstream” en este mundo sin final, los que de vez en cuando nos da por juntar cuatro letras en el campo de batalla del papel tenemos la suerte echada, sin el consuelo siquiera de un día poder redactar el epitafio de nuestras lápidas.  

Si para que un tomate sepa a tomate es necesario comprarlo a precio de solomillo, no merece la pena seguir. Todo es peor.



lunes, 17 de junio de 2019

SAN ISIDRO V: LA FERIA DE LA ESPERANZA

El triunfo


Y al final, la pureza. La última semana de San Isidro transcurría anodina por los senderos trillados de la ausencia de bravura en el toro y el adocenamiento habitual de los toreros. El aficionado no encontró refugio en el Ventorrillo, ni sació su sed en Fuente Ymbro, llamó a la puerta de Cuadri sin hallar respuesta y en Valdellán se encontró con Carasucia, como clavo ardiendo de casta al que agarrarse. Y entonces llegó Ureña. Tapadito entre dos figuras, cuidado por la empresa que lo apodera, recibido entre algodones por la plaza que sabe de su calvario en búsqueda del triunfo. La corrida de la cultura no evita con su pretenciosa denominación, la decadencia de los dos primeros actos. Castella muestra una versión cada vez más indolente de sí mismo y Roca naufraga al no poder aplicar a un toro de Victoriano del Río que hace hilo al final de cada pase, las recetas revenidas del toreo moderno. Paco Ureña se abre de capa en el tercero y, de inmediato, entramos en otro mundo, el de la verónica reunida, la suerte cargada, la defensa del terreno ganado hacia los medios. Juan Francisco Peña vuelve a picar en el sitio y con la intensidad adecuada y Paco se recrea de nuevo a la verónica en su turno de quites. Roca Rey ejerce su derecho y le replica por chicuelinas del montón, a las que el lorquino responde aquí estoy yo con tres delantales de ensueño y una media abelmontada que todavía están golpeando en las sienes del recuerdo. Después de tanta intensidad, Ureña se amontona en una faena sin unidad con detalles aislados de calidad, acaso marcada por el desgaste del toro en los primeros tercios y por el volteretón que sufre el torero cuando el animal lo encuna por sorpresa y le pega fuerte en las costillas. El pinchazo que precede a la estocada lo deja todo en una petición insuficiente y en una vuelta al ruedo sin protestas, un triunfo menor como tantas veces, tras el que pasa a la enfermería. Desde allí, nos llegan noticias de posibles fracturas pese a las cuales, el torero saldrá a matar su toro en sexto lugar bajo su exclusiva responsabilidad. En esa espera, el resto de la corrida se vuelve plana de nuevo, entre los esfuerzos vanos del francés por retomar un sitio que ha perdido y la incapacidad del peruano para sujetar a un toro rajado. La mayor ovación de esta fase de la corrida la recibe Ureña, cuando vuelve a la carga por el callejón. El quinto que hace sexto se llama Empanado, vaya nombre para la lírica. Paco lo recibe de capa con el mismo planteamiento de la conquista de terreno al animal. El toro anuncia cosas grandes y Pedro Iturralde lo ahorma con cuidado en el caballo. Ureña comienza el trasteo en el siete por estatuarios muy ceñidos que resuelve en una conmoción de trincherillas, pases del desprecio y el de pecho que ponen la plaza en pie. Otra vez los rugidos de las Ventas marcan la diferencia entre la baratija de tantas tardes y el toreo caro de hoy. La faena es un monumento al toreo al natural. Ureña tarda en ver que el pitón izquierdo es el mejor y nos deja una serie de derechazos de buen tono pero la emoción irrumpe como un fogonazo cuando se echa la mano a la izquierda y surge la verdad desnuda del hombre enfrentado a su tragedia, el cuerpo abandonado a merced del destino, la figura erguida y el compás abierto a lo profundo, dibujando muletazos como quien respira, olvidándose de la técnica, sin otra opción que la consagración por la pureza. El torero lo sabe y se lanza a matar dejando el alma en el encuentro para demostrar que los huesos golpeados no duelen más que el fracaso y que un solo ojo puede ver más que dos. De tanto ímpetu, la estocada llega un punto contraria y el toro se amorcilla en las tablas en una eternidad de veinticuatro mil miradas empujando para que doble el toro. Cuando por fin lo hace, las dos orejas llegan exactas como lógico final a la emoción unánime, la puerta grande como bálsamo a tanto dolor.

Ureña al natural

Al día siguiente, la corrida de la prensa, esa tarde final que casi todos habíamos desechado para alcanzar el merecido descanso dominical y que tras el ambiente que dejó Pablo Aguado en la corrida de Montalvo del inicio de feria, todos nos apresuramos a comprar para no perdernos la torería del sevillano. Que Aguado colocara el no hay billetes con apenas una docena de tardes como matador de alternativa dice bastante del impacto que causó su aparición ante la cátedra, aunque siempre habrá alguno que dirá que el lleno lo provocó el populismo del Fandi, o la posibilidad de que López Simón abriera su sexta puerta grande. La corrida de Santiago Domecq se movió con nobleza en las telas y su boyantía general presagiaba una tarde triunfal que no acabó de concretarse. El acto central de la función fue la actuación de Pablo Aguado que se hizo presente en un quite por chicuelinas lentísimas abrochado con una media apenas insinuada. La faena de muleta estuvo acompañada de ese peculiar silencio que ya es seña de identidad del ritmo de este torero, tocado por la varita de la vocación de naturalidad en todo lo que intenta, una pulcritud en sus formas definidas por la sencillez y la despaciosidad. Así surgieron los primeros pases de la faena, y los primeros olés envolvieron la profundidad de un ayudado por bajo y la levedad de un armonioso cambio de mano. El cuerpo del trasteo se desarrolló con menos encaje que otras veces, pero siguió habiendo momentos brillantes en un trincherazo que fue un cartel de toros y en los naturales de frente finales que precedieron a la suerte suprema en la que fue cogido por no vaciar adecuadamente la acometida del toro con la mano izquierda que es la que mata. Herido en el muslo derecho, se mantuvo en la plaza hasta dejar una estocada de la que dobló el toro al borde del tercer aviso, pese a lo cual saludó una ovación antes de irse por su propio pie a la enfermería con la misma parsimonia con la que se mueve el agua por el Guadalquivir. Quedó así la tarde como vacía, una cuesta empinada sin la esperanza de encontrar al deseado en la cima y con la perspectiva de tener que tragar tres indigestas raciones más de toreo moderno. Si López Simón había sido aplaudido con tibieza por su colección de trapazos al manejable segundo, su labor con el quinto no halló ni una palma para la misma propuesta, la comparación con la pureza de Aguado había hecho su efecto. Lo de Fandila fue distinto, su espectáculo es otro y ya estamos acostumbrados a que desaproveche en la muleta toros de buena condición como el que abrió plaza, porque quien da lo que tiene no está obligado a más. Al menos cubrió con profesionalidad los primeros tercios, lidió a su lote con acreditada solvencia y hasta se gustó de manera vistosa en quites y galleos para dejar al toro siempre bien colocado ante el caballo, especialmente en el sexto que mató por Aguado, lo que propició un excelente tercio de varas a cargo de Manuel Bernal que se sobrepuso a la costalada que recibió en el segundo encuentro, con un tercer puyazo en la yema parando al toro por derecho. Antes, en banderillas, el matador se olvidó de su decadencia de los últimos años con los palos, y se esforzó algo más por encontrar el ajuste en el embroque a partir de que se oyera una voz en el tendido que le demandaba clavar en la cara como es debido. Eso que ganamos gracias al espectador que no hizo caso a ese lugar común de la prensa apesebrada que pretendiendo para las Ventas un público como el del tenis, reclama dejar las protestas para el final.

El derribo
La corrida que antaño brillaba más que el sol se degrada más cada temporada, convertida este año en ese engendro extraño del festejo mixto, que al menos sirve para poder llegar a la plaza media hora más tarde y tomarse una cerveza en el ambigú mientras Diego Ventura despliega su espectáculo caballista tan ajeno al de la lidia a pie. El planteamiento de la corrida daba para hacer chistes fáciles sobre la posibilidad de que al Juli le echaran los toros despuntados para rejones, como suele pasar en provincias. A la hora de la verdad, sorteó dos toritos a modo de Núñez del Cuvillo, los dos inválidos, los dos muy justos de casta y no fue capaz de poner en marcha el ambiente festivo que había en la plaza a su favor. Con el jabonero que hizo quinto estuvo a punto de lograrlo pero el julipié zarrapastroso que suele perpetrar frustró el premio a una faena de líneas paralelas cuya técnica espuria justificarían luego sus palmeros como truco necesario para que el toro no terminara por claudicar.

Julián y Román, mentira y verdad

Diego Urdiales tenía esa tarde una oportunidad magnífica para confrontar con el poderoso su tauromaquia en las antípodas de la peste juliana que asola la fiesta, pero no terminó de sumarse a esa revolución que poco a poco se está larvando en el toreo y que apunta otras maneras dentro y fuera del ruedo. Sorteó el único toro encastado de la tarde, que ante la inhibición del sobresaliente, hizo hilo con Pirri a la salida del primer par de banderillas y le atravesó el glúteo cuando trataba de ganar el burladero. El arnedano se hizo el ánimo tras el percance y comenzó la faena en el tercio con derechazos mandones que consiguieron atemperar la embestida hasta permitirle cuajar una serie reunida de naturales. En el resto de su labor prefirió eludir el riesgo que hay en la ligazón y apuntarse a la estrategia del unipase, dejando eso sí, momentos bellísimos que le habrían conducido al trofeo si no llega a hacer guardia al toro a la hora de matar. El sexto fue un sobrero descastado de la Reina con el que Urdiales estuvo exprimiendo su último cartucho en la feria sin que nadie le hiciera demasiado caso. Para entonces, con la tarde vencida, la gente competía por hacerse notar en la dizque corrida más importante del año, ahora el botellón más concurrido, y se sucedían las últimas escaramuzas entre partidarios y detractores del Juli, que se libraron sin más derramamiento que el del alcohol de los cubatas que portaban los debutantes en el templo. Una cosa llevó a la otra y de los vítores al Rey presente en el palco, se pasó a los vivas a España extemporáneos de los patriotas de ocasión. Un viva la república disidente no obtuvo el refrendo imposible. La contestación a esta última proclama fue tan grande que es difícil comprender por qué el jefe del Estado se deja ver en esta casa tan sólo una vez al año. A su lado, el ministro Ábalos parecía contemplar complacido el espectáculo hasta que algún representante de la España que definió como casposa solicitó su dimisión.  

La afición agradecida
            
Después de la tormenta, llegó la corrida de Cuadri para despoblar los tendidos del ambiente lúdico del público festivalero. Todos los toros siguen el mismo comportamiento, difíciles de salida, cumpliendo en el primer puyazo, renuentes a tomar el segundo y parados en la muleta. Seis marmolillos de irreprochable presencia pero vacíos por dentro. Rafaelillo apechuga con el lote más peligroso pero sus maneras ratoneras no contribuyen a mejorar las condiciones de sus toros. Octavio Chacón parece metido en un socavón de ideas tras desperdiciar sus cuatro tardes de la temporada en Madrid. Hoy incluso se viene abajo su cartel de torero lidiador y poderoso, totalmente debordado por el sexto que saca genio en el capote. López Chaves es la única noticia positiva de la tarde. Animoso y clarividente en la cara del toro, exprime todo lo que tienen sus dos oponentes y llega a olvidar la tosquedad habitual de sus maneras en varias series de naturales al quinto que liga por el procedimiento de darle un tiempo a la embestida, provocarla casi en el sitio y prolongarla con el secreto del temple. El mal uso de la espada lo frustra todo pero el salmantino deja presentada su candidatura para ser un fijo en este tipo de corridas. 

Carasucia

Pese a la decepción de Cuadri, el pabellón de la causa torista lo había defendido dos días antes la ganadería de Valdellán que tomaba antigüedad en las Ventas, destacando los tres cinqueños de la tarde, más encastados que los de cuatro años, confirmando aquel aserto antiguo que reclamaba el toro de cinco y el torero de veinticinco. Cristian Escribano tiene tres años más, pero sólo cuatro festejos el curso pasado. Ese escaso bagaje se nota cuando le toca Carasucia, un cárdeno de 587 kilos, para desmentir que los kilos influyen en el juego cuando hay casta, el toro más enrazado que hemos visto en la feria, que aprieta recargando en el primer puyazo y simplemente cumple en el segundo. En descargo de Escribano debe decirse que una embestida tan vibrante hubiera descubierto las carencias del noventa y cinco por ciento del escalafón. El tren grisáceo del Santa Coloma pasa por las distintas estaciones que le propone el torero sin parar en ninguna, desbordado éste por el aluvión de casta que no le permite rematar con poder el muletazo y recolocarse para seguir mandando. Como mucho anda por allí acompañando un viaje ingobernable hasta que el toro termina por hacerse el amo. Escribano es un eficaz estoqueador pero la derrota en su pelea con el toro le pasa factura a la hora de matar y se deja el brazo atrás en el encuentro, llega un primer aviso que acaba por descentrarlo, luego intenta descabellar a un toro cuya bravura busca los medios y finalmente mata a la última de feo bajonazo, al límite del tercer y definitivo recado presidencial. El impresionante toro sexto de 656 kilos no arredra a la cuadrilla de Escribano, comenzando por el picador Adrián Navarrete que tira bien la vara en dos puyazos en buen sitio y siguiendo por Raúl Cervantes e Ignacio Martín que completan un brillante tercio de banderillas predisponiendo el final de la tarde a favor de su matador. Sin embargo, éste sigue hecho un mar de dudas y aunque este toro no se come a nadie, lo pasa de muleta con excesivas precauciones, sin dar nunca el paso adelante que hubiera posibilitado la redención tras el desastre precedente. Robleño encara su última tarde en el serial con ánimo y disposición, sabedor de que la afición espera con interés la repetición de su triunfo con un toro de Valdellán en los desafíos ganaderos del septiembre pasado. Sin embargo, el lucimiento no llega ni con el desentendido primero ni con el encastado cuarto, con el que no termina de entenderse en una larga faena a la búsqueda de un acople que no puede llegar en el sitio que pisa y sin la firmeza que demanda lo que los críticos del sistema llaman una embestida desordenada. Iván Vicente ni siquiera lo intenta. Pasa la tarde haciendo como que va a hacer sin hacer nada, un muletazo por aquí y se va de la cara del toro, otro por allá y se retira para ajustar el pico de la muleta, tira una línea al natural, y un respingo del toro lo descoloca, ahora un ayudado y vuelta a empezar. Se desconoce qué pretendía apuntándose a esta corrida y demostrando ante la misma tanta frialdad como la que pasó el aficionado en la piedra a cuarenta y dos de mayo y el verano y Manili sin venir.

Se acabó lo que se daba. Las treinta y cuatro tardes del serial taurino más largo del mundo llegaron a su fin, dejando por fin al abonado libre de su esclavitud más querida, la de comparecer cada tarde en la plaza de toros de las Ventas del Espíritu Santo a ver qué pasa. Ningún espectáculo del mundo obliga a sus seguidores a realizar un esfuerzo tan continuado. Los futboleros van al estadio cada quince días, los melómanos, al Real una vez al mes. El aficionado cabal no se pierde un festejo para tomar nota del estado diario de la cuestión taurina, ya se aburra o disfrute, se anuncien las grandes figuras o tres toreros sin apoderado, su sacerdocio le impide ausentarse y cuando lo hace es porque algún compromiso inaplazable le obliga a faltar.

Tras el esfuerzo, el descanso es grande, la añoranza también. Cuando llega el momento de cambiar la piedra de la andanada por el sofá de casa, la espalda lo agradece, pero el corazón se resiente. Ninguna pasión de las que nos esperan por delante supera a la emoción que puede llegar a sentirse cuando allí abajo, en la arena de la plaza, surge el toreo. 

El altar de Julián en la andanada




martes, 11 de junio de 2019

SAN ISIDRO IV: LA FERIA DE LA BERNARDA.

Joaquín Bernadó


De los productores de la feria del pase invertido, esta semana ha llegado a nuestras pantallas la feria de la bernarda, la del triunfalismo desbocado, la de las ovaciones a los desarmes y al toro que muere en tablas, a la montera que cae boca abajo y al torero que se descalza, a las estocadas caídas y al arrimón sin final. En las temporadas anteriores, el entusiasmo orejeril se desataba con el pase invertido, era ver al torero colocarse de espaldas al toro y presentarle la muleta por uno u otro pitón para hacerlo girar como triste animal de noria y la gente entraba en éxtasis. El año pasado, la cotización de esta suerte fue bajando en favor de las múltiples variantes del toreo “back” y lo que llevaba a las gentes al paroxismo eran los pases cambiados por la espalda y las suertes capoteras por ese palo que han expulsado a la verónica del repertorio clásico, pero este curso lo que privan son las bernadinas como salvoconducto para excitar las pasiones de las masas en los finales de las faenas vulgares, que si el maestro Bernadó llega a saber que iba a pasar a la historia por esta deconstrucción de la manoletina y no por la profundidad de sus trincherazos, hubiera sin duda dejado su creatividad para mejor ocasión.

La cuarta semana de San Isidro ha sido una travesía insufrible por el desierto del toro manso y descastado hasta que llegó el oasis dominical y la ganadería de Baltasar Ibán expulsó de la plaza toda esa bisutería barata que pasa por metal precioso el resto de las tardes. Los Ibanes convirtieron la fiesta de correr animales bravos en un espectáculo distinto al que propicia el toro dócil. La distancia entre Poeta, el tercero de la corrida de Garcigrande y Santanero I, el tercero del encierro de Baltasar Ibán, es tan grande que en realidad se seleccionan para sustentar rituales completamente diferentes. El primero está concebido para el mantenimiento de una fiesta alegre, casi incruenta, estructurada con el fin de que el hombre en el ruedo pueda minimizar el riesgo y el hombre en el tendido pueda merendar sin sobresaltos. El segundo, en cambio, no permite probar bocado, la tensión del peligro que trae la fiereza se transmite como una corriente eléctrica a la piedra y el chico de las almendras pasa como una sombra por la andanada más pendiente de las tarascadas que pega el bicho que de su cuenta de resultados. La pelea de Román con Santanero nos devolvió a ese tiempo lejano en el que de vez en cuando un torero poderoso imponía su ley a un marrajo cuando el público sensible no pedía más que un macheteo y una estocada en los bajos. El toro entra por primera vez al caballo y cuando el piquero se descuida lo derriba en una oleada como si tal cosa. La segunda vara es la única en la que se le castiga de verdad pero el matador cambia el tercio en una decisión que le pesará finalmente. En banderillas, el animal espera una barbaridad y los peones pasan un quinario intentando completar la exigencia de las cuatro banderillas reglamentarias que el presidente que le regaló la puerta grande a Perera no está dispuesto a relajar. Esa rigidez que se olvida con el poderoso está a punto de costarle al Sirio un percance serio cuando pierde pie en la cara del toro y los impresionantes pitones del morlaco pasan a centímetros de su rostro. Román brinda el toro en el micrófono televisivo a Emilio de Justo, al que sustituye en esta corrida, cogiendo al vuelo el gesto en lugar de buscar destinos más cómodos y rentabilizar con prudencia su último triunfo con los Adolfos. Román no ha venido a Madrid para arredrarse ante la empresa que tiene por delante, un cinqueño pasado que espera en cada muletazo, lo toma con renuencia y echa la cara arriba en el remate. La condición del toro aconseja el unipase pero el valenciano acepta la ligazón quedándose en el sitio, jugándose las femorales en cada envite, la muleta firme y por abajo, unas veces domeñando la implacable embestida, otras aguantando derrotes y parones, hasta que el toro se raja, vencido en la pelea. Pero aún queda un encuentro entre el hombre y la fiera en el que dada la trayectoria precedente del trasteo, todos sabemos que Román no va a aliviarse a despecho del tornillazo final que el toro se reserva. La cogida llega tan segura como que es imposible entrar con rectitud en la jurisdicción del toro y dejar la espada arriba sin perder en esa apuesta. Perder para ganar la gloria de la oreja, exigua recompensa frente al charco de sangre y la femoral partida, la sensación de tragedia es grande mientras el toro muere con una estocada en lo alto y el cuerno homicida ensangrentado hasta la cepa, mientras a lo lejos el héroe desaparece camino del respeto eterno de la afición.


La cogida

La conmoción reina en la plaza y parece imposible olvidarse del drama que en estos momentos se vive en el quirófano, pero la magia de Curro Díaz convierte la tragedia en arte con la gracia toredora de su capote alegre que se duerme en la media y nos da la vida en una larga de fantasía. El torerísimo gesto de irse a la puerta de la enfermería y dejar la montera clavada en la barrera en homenaje al compañero caído, derrama la emoción por la plaza entregada a la faena de Curro, la pinturería de su propuesta al servicio del corazón. En los medios traza el derechazo templado de su inconfundible marca, sabor y compostura y la pierna retrasada que resta verdad al trance, hasta que el toreo nuevamente se eleva en el cante grande de los remates, como ese pase de las flores improvisado del que sale andando con una torería que ya no se ve, pura inspiración. La estocada arriba llega a pesar de la ejecución defectuosa y la oreja se pide por la mayoría que así se sacude la preocupación por la suerte del torero herido. El sexto es otro toro bronco que hubiera justificado a Curro a tirar por la calle de enmedio en cualquier otra circunstancia, pero esta tarde el de Linares se viene arriba con responsabilidad y lo pasa de muleta en el sitio sin rehuir la pelea. Pepe Moral es la cara opuesta de la moneda, y desaprovecha las veinte buenas embestidas del segundo, al que aplica un toreo vacío y de acompañamiento, y no se confía con el complicado quinto acaso vencido por la suerte del compañero al que ha tenido que llevar unos minutos antes, envuelto en sangre, para que Padrós y su hijo le salvaran la vida.

La elefantiásica corrida de Las Ramblas repite un año más en la isidrada y su presencia reiterada sólo se explica por la necesidad de abaratar los costes de un ciclo sobredimensionado con demasiadas tardes de entradas pobres. Morenito no se confía con un mal lote. Sin embargo, el de Aranda es uno de esos toreros modernos que han descartado la opción del dominio en los trasteos, nunca se doblan por bajo, ni enseñan los caminos para  conducir la embestida, en lugar de darle al toro de comer, adelantando la muleta para traerse toreado al animal y vaciarlo detrás de la cadera, prefieren el medio pase con la pañosa retrasada y el atragantón del arrimón de cercanías. Juan del Álamo sortea al único con opciones, el segundo se mueve en la distancia larga y el planteamiento es en los medios pero cuando llega el encuentro, no hay reunión, ni temple, sino trapazos sin enjundia que despiden el toro hacia un lugar indeterminado entre el busto del Doctor Fleming y la estatua de Dominguín. En cambio, Tomás Campos tiene cosas. Una buena mano izquierda, una compostura especial que añade empaque a su propuesta,  pero escaso oficio para lidiar con dos toros con muchas teclas que tocar, el tercero que nunca humilla y desparrama constantemente su tremenda arboladura hasta enhebrar en dos ocasiones el vestido del torero, y especialmente el armario castaño salpicado de 610 kilos que hace sexto, al que pegan sin pausa en el caballo, pese a lo cual llega con fuerza a una muleta que no logra dominarlo en momento alguno del trasteo.

Ginés y Poeta

El baile de corrales vuelve a las Ventas la tarde de los Garcigrande, que con 800 vacas en el campo, no es capaz de completar una corrida para Madrid, con varios ejemplares anovillados y flojos, a los que se ha estado simulando toda la tarde la suerte de varas. Castella parece no encontrarse cómodo con la intrahistoria de los reconocimientos, pasa inédito ante el inválido de Buenavista que ha caído en su lote y tira por la calle de en medio a la primera dificultad que le ofrece el cuarto al que despena de un infame sartenazo. Álvaro Lorenzo se deja ir al buen segundo al que aplica una faena sin alma,  mecánica y mentirosa, un concierto despegado de muletazos sin fuste que no logra calentar la plaza a pesar de la buena disposición del público que le aplaude hasta los desarmes. Se va de la feria sin un solo detalle para el recuerdo después de haber lidiado seis toros, se dice pronto.

Ginés Marín está a punto de abrir la puerta grande por la consabida táctica de sumar una orejita barata en cada toro, aunque su estrategia se acaba frustrando porque el presidente José Magán no colabora. El tercero es un bombón muy justo de presencia de embestida dulcísima que es para llevárselo a casa y seguir toreando en el salón. No podía ser de otra manera porque se llama Poeta, pero Ginés sólo se acerca al lirismo en las verónicas de recibo que compone con ritmo y remata de manera muy vistosa con el envés del capote. Con la muleta, la rima aún se sostiene por la mano derecha mientras el toro da vueltas pero la faena no está a la altura de una boyantía extrema que pedía más encaje en los muletazos y no toreo superficial. La rima se vuelve ripio con la izquierda, aunque de ese socavón Ginés logra salir y recuperar las ovaciones del principio de la mano de adornos efectistas. Una buena estocada conduce a la oreja pedida por la mayoría. La faena del sexto se estructura de forma similar, la estética prevalece sobre la ética, la propaganda sobre la verdad, el torero vende bien el producto haciendo como que se cruza sin llegar a dar ni un pase en el sitio, sin la colocación sincera que conduce a la hondura. Cuando el toro se va parando, la faena se viene abajo y las bernardinas de marras son el artilugio perfecto para olvidar que todo ha ido de más a menos. Un pinchazo previo parece que hará imposible el Dorado de la puerta grande, pero una estocada final de rápido efecto enardece de nuevo a una parte del público que no son la mayoría de la plaza salvo que se abandone a partir de ahora el método de contar pañuelos y se haga caso al que vocea más fuerte. Lo de la extorsión infructuosa de los mulilleros para que el presidente Magán conceda el trofeo, fallando hasta dos veces a la hora de llevarse al toro nos deja pensando si lo próximo será que el buen usía se encuentre una mañana al despertar la cabeza de una de las mulas bajo el edredón.

La garrocha
El Puerto de San Lorenzo vuelve a las andadas con una mansada infumable. La ganadería charra consigue un pleno de toros abantos y rajados excepto el tercero que naturalmente enlotó López Simón. El torero de las cuatro puertas grandes de las que nadie recuerda gran cosa, es un consumado especialista en sortear a los mejores toros de cada tarde pese a lo cual construye sus actuaciones sobre las premisas del toreo moderno, incompetencia lidiadora con el capote, faenas pegapasistas sin estructura ni mando y una espada efectiva que cobra estocadas de cualquier manera, todo ello adobado con un tremendismo de atragantón y voltereta que suele conducir al trofeo seguro. Su labor en el tercero fue por ese camino con el único toro que se sujetó en la muleta. El toreo frío y mecánico que acostumbra necesitó un final por bernadinas para terminar de calentar al público y en él encuentra una feísima cogida de la que se levanta desmadejado para seguir intentándolo por el mismo palo con un estrambote final en el que se tira a matar sin vaciar la embestida con la muleta, dejándola caer y afrontando el topetazo del toro a cambio de una estocada que no aparece. Así por dos veces hasta que se diluye la posibilidad de oreja y todo queda en el patético invento de una nueva suerte que podría denominarse el volapié a la garrocha.

Antonio Ferrera volvía después del acontecimiento de su triunfo grande con la zalduendada pero los del Puerto no propiciaron la puesta en marcha de su particular espectáculo. Hoy no hubo muletazos sin ayuda, ni quites de fantasía o estocadas a larga distancia, porque no podía haberlos. Ferrera se pasó toda la tarde persiguiendo a sus toros, lidiándolos con facilidad, intentando enseñarlos a embestir y sólo lo consiguió al final de la faena al cuarto en una serie postrera de naturales muy reunida al abrigo de chiqueros. Dejó además detalles muy originales con el capote, como los dos lances que dio en el recibo al cuarto recordando al Pana y la torerísima forma que tuvo de sacar al toro del caballo por caleserinas en un palmo de terreno. Por su parte, Perera no se encontró en toda la tarde, en realidad lleva sin encontrarse desde que cortó las dos orejas más baratas de la historia reciente de la plaza. Toreó tan despegado que vino vestido de primera comunión y su traje impoluto blanco y plata, se fue inmaculado camino del hotel.

Antonio Ferrera

Para rematar la semana laborable, Alcurrucén mandó otra mansada justa de trapío. Ferrera sortea el único que embiste y lo hace con fuerza en chiqueros donde lo pasa de muleta acelerado y por fuera. Cuando el toro atempera el viaje, logra algo más de lucimiento pero el numerito de tirar la ayuda no es suficiente para hacer surgir una petición mayoritaria después de una efectiva estocada recibiendo. Al cuarto intenta hacerlo con paciencia, pero su embestida descoordinada impide cualquier proyecto de faena. Urdiales no se entiende con el zambombo segundo. El quinto tampoco es un carretón y el arnedano se va poco a poco confiando en una faena que luce más en el planteamiento que en los resultados. Labor aseada de pases aislados de impagable sabor clásico, tan alejada de los modos actuales que transcurre en clave secreta para la gente, desentendida de la pretensión de pureza del torero que culmina con una estocada arriba haciendo la suerte con rectitud. Ginés Marín completa su feria, hoy sin lucimiento ante un lote imposible. Al consentido de las figuras, le espera una larga temporada por delante sin Ibanes en el horizonte, mientras Román se recupera en el dique seco del hule ineluctable desde el cual sale un tuit en el que se lamenta de no poder cumplir con su siguiente compromiso en Vic-Fezensac. La vida. 

El hule


domingo, 2 de junio de 2019

SAN ISIDRO III: TRÍPTICO DE ALBASERRADA CON FERRERA AL FONDO

El futuro

La tercera semana de San Isidro comienza con resaca electoral. Los ecos de la pasada campaña resuenan aún en los oídos de la afición atribulada sobre el porvenir de los toros en la Comunidad de Madrid. Oye que si ganan éstos, los de la tauromaquia sin sangre, nos quedan cuatro días, no exageres, no van a ganar, ya pero si pactan con el que gane, el año que viene no hay feria, no ves que ha dicho el empresario que la plaza no cumple con la normativa de seguridad, ya tienen la excusa para cerrarla hasta que se terminen las obras, es decir, “sine die”, acuérdate de lo que te digo, la obra de El Escorial una broma al lado de ésta, y después la Comunidad se buscará cualquier pretexto animalista para no dar más toros en Madrid, claro que si ganan los otros seguirá habiendo festejos, pero harán las obras igualmente, modificarán el aforo, nos echarán del abono, reducirán el ruedo y pondrán la cubierta para ganar más dinero convirtiendo la plaza en un centro comercial, votes a quien votes, te dará por saco igual.

En estas disquisiciones se hallaba la afición conspicua, que diría Joaquín Vidal, cuando el poder de la casta se hizo presente en el ruedo de la mano de la ganadería de Don José Escolar y la añoranza del gran maestro de la crítica se hizo más intensa cuando tuvimos que leer en el principal portal taurino de internet que la corrida estaba baja de raza. Es lo que tiene preferir el toro de granja, el animal domesticado ya de salida, el que deja estar a gusto al torero y le permite disfrutar con la faena en serie que trae preparada de casa. Y es muy lógico que el hombre que está allí abajo no quiera pasar un mal trago y se apunte a las corridas que no molestan. Si al menos de vez en cuando, de esa imposible pelea con el toro dócil, brotara el toreo puro, eso que saldríamos ganando. A falta de esas alegrías, nosotros, los de la osamenta quebrantada en la piedra, los de las treinta y cuatro tardes seguidas esperando el advenimiento de ese maná, preferimos que el toro se haga presente en la plaza con pujanza, que remate en los tableros y se coma los capotes, que ponga en aprietos a los montados y persiga a los banderilleros, que venda cara su vida exigiendo a su oponente que lo domine en veinte pases y lo mate por derecho.

Toro de José Escolar

En esa línea del toro que nos gusta, el tríptico de homenaje al encaste Albaserrada ofrece sus colores más vívidos en la primera de las tardes, en la que todo lo que se hace a los toros de la corrida de José Escolar, tiene el mérito del reto de ponerse delante de un vendaval de fiereza en medio del vendaval de aire que recorre todos los rincones de la plaza. La mayoría de los toros se emplea en el caballo, y el nivel de los piqueros sorprende por su inusitada  corrección, destacando Luis Miguel Leiro, Juan Manuel Sangüesa y el Legionario. Mención especial merece la cuadrilla de Ángel Sánchez, que acredita a Iván García como el subalterno más completo del momento, por su eficacia en la brega y su brillantez con los palos, labor en la que Fernando Sánchez vuelve por sus fueros de majeza y exposición y Raúl Ruiz se asoma con verdad al balcón del tercero, dejando hasta el día de hoy, el par de la feria. La tarde transcurre con todos los intervinientes en estado de máxima concentración, sabedores de que los errores de otras corridas no van a ser perdonados en ésta.

Los toreros acartelados para despachar tantas dificultades salvan con nota el desafío. Fernando Robleño recibe al cuarto con un manojo de verónicas de sabor añejo al abrigo del seis. Pocapena es un tacazo de toro que a pesar de los augurios fúnebres de su nombre, es el que más se deja y admite una faena aseada de mejor compostura que colocación, en la que el torero se relaja por momentos si es que esa confianza es posible en un encaste que no admite más de dos muletazos seguidos porque al tercero ya se ha dado cuenta del engaño y busca al hombre si éste no allega la técnica necesaria para que la tela domine sobre el instinto del animal.

Gómez del Pilar ofrece la mejor versión de su tauromaquia en ambos toros a los que recibe de rodillas en toriles, bregando a continuación con eficacia para conducir el toro a los medios. Ejecuta una faena muy animosa al segundo, al que saca partido por el método de la ligazón basada en la rectificación mínima del terreno para ganarle la acción al toro y plantearle inmediatamente un nuevo envite sin que le dé tiempo a desarrollar sentido. Bastante tuvo con estar enfrente del quinto, Sevillano, un cinqueño muy serio por delante, con el que derrochó disposición y valor sin cuento.

Ángel Sánchez demuestra su clase con el tercero, un gran toro que le desborda totalmente de salida hasta que Iván García se hace con los mandos y va haciendo al toro. Le pega muy duro Leiro en el caballo y aún así llega con mucho motor a la muleta, donde Sánchez no vuelve la cara. El toro es de los que aprenden pase a pase, se traga los dos primeros muletazos y se cuela en el tercero, y aún así el chaval, cuatro festejos el año pasado, se planta con la mano izquierda en los medios y le saca naturales de mucho mérito y exposición, intentando dominar a un tiempo la embestida y la ventolera.

Emilio de Justo al natural

La tabla central del tríptico estaba reservada para los Victorinos, en honor a la historia del hierro de la A coronada marcada en esta plaza con honores de leyenda y con cal en el centro del platillo, para quien tuviera los redaños de pisar esos terrenos con un toro de Don Victorino Martín. Cuando salta al ruedo el primero es como si la corrida del día anterior aún no hubiera terminado, tal es el peligro que trasciende en cada lance interpretado por Octavio Chacón con gran dignidad, a pesar de que el animal simplemente pedía toreo a la antigua sobre las piernas. Naufraga sin embargo con el cuarto al que aplica un toreo vulgar, sin mando alguno, a merced de la evolución natural de su embestida, sin poder con ella cuando el toro hace hilo tras el remate del pase y centrándose algo más en una serie postrera de naturales con el toro más parado. Una nueva oportunidad perdida de mejorar su estatus en el escalafón.

Daniel Luque sortea el lote más manejable, y ofrece una imagen mejorada de sí mismo en el segundo, toreando con más verdad de la acostumbrada, con empaque y en el sitio. Por lo visto se trataba de un espejismo porque en el quinto vuelve a las andadas del toreo moderno echándose afuera el toro en cada pase y encarándose con el público cuando se lo censura. Sus toros pertenecen a esa otra versión de victorinos de serie B, a un paso de caer por el precipicio del descastamiento, en el que desde luego ya se halla el tercero de la tarde, cuya justísima presentación convierte la de la corrida en una escalera sin sentido.

El sexto, Director, número 66, cárdeno bragao meano, redime con su clase y bravura, la mediocridad del resto de sus hermanos. Emilio de Justo se da cuenta de su suerte desde las muy mecidas verónicas de recibo, rematadas con tres medias de cartel, en las que el toro canta sus virtudes siguiendo los vuelos del capote con un son especial. Como lleva haciendo toda la feria, Morenito de Arlés demuestra su poderío con los palos y Ángel Gómez lo lidia a la perfección excepto cuando va a cerrar al toro en el burladero de la segunda suerte y tropieza en la cara del animal que hace por él librándose milagrosamente de la cornada. Torerísima su forma de encorajinarse y coger de nuevo el capote para completar su labor. Emilio de Justo lo ve muy claro desde el principio y sin probaturas lo pasa en el tercio por el pitón izquierdo  en dos series de naturales muy templados y aguantando los parones del toro, con el remate del pase de pecho monumental marcado al hombro contrario. La faena se hace grande por el pitón derecho, en donde la verticalidad se acompasa con una muleta templadísima en la que se duerme la humillada embestida del buen Victorino. A la hora de matar, estocada muy bien ejecutada marca de la casa, cuya colocación deja el premio en una oreja.

Román

La corrida de Adolfo Martín remata el tríptico en tono más desvaído, en cada tabla se ha ido bajando un peldaño en la fiereza para subirlo en la toreabilidad. El lote de Manuel Escribano ha sido bonancible, pero el sevillano sólo se confía con el cuarto, Español, veleto hasta decir basta, cuya distancia descubre en banderillas y así lo entiende en una faena vistosa por el cite largo pero demasiado vulgar en su desarrollo. Su tendencia al encimismo le hace amontonarse con el toro, parte de la afición se lo hace notar con acritud y en medio de esa discrepancia cobra una cornada fuerte de la que sólo tiene la culpa el que está en la arena jugándose las femorales a cambio de la gloria del triunfo, nunca el público que tiene derecho a expresarse en el marco de una fiesta viva. Lo de las protestas al final, para el teatro.

Román no es un estilista pero pone verdad en todo lo que hace. Entra a quites y es todo voluntad con el complicado segundo y se destapa con el quinto, al que somete en muletazos poderosos por ambas manos, cargando la suerte y descarrilando al toro, aguantando parones con valor y una sonrisa en los labios. Se entrega tanto en la estocada que cae contraria. Merecidísima oreja. Como ésta no es una corrida de tantas y aunque los de Adolfo no se comen a nadie, siempre está presente la imprevisibilidad de su embestida, Roca Rey no ensaya el toreo “back” en toda la tarde. Muy técnico con el capote, se lo saca con limpieza a los medios sin entrar a quites. Precavido con el tercero que no es el toro obediente al que está acostumbrado. El sexto se deja más y admite el toreo moderno con el que Roca da una lección consumada, toreando al hilo, despidiendo al toro hacia Manuel Becerra, perdiendo pasos para ligar sin exponer. El temple es innegable y por momentos torea con despaciosidad, pero no pisa el sitio que pisó Román ni una sola vez, marcándose así la diferencia entre dominar a un toro o simplemente acompañar su embestida. La gente había venido a sacarlo a hombros y se va desencantada tras el pinchazo y la estocada caída que Gonzalo de Villa, acaso intimidado por las pancartas que le recuerdan al principio de cada tarde la necesidad de su dimisión, está correcto al no atender una petición de oreja que no es mayoritaria.


La trincherilla de Ureña
Cerrado el tríptico, la corrida de Alcurrucén nos devuelve a la cruda realidad del toro convencional por la parte de Núñez y su condición mansurrona deja estar a los toreros que sin embargo miran ir y venir las manejables embestidas dando un concierto de pegapasismo que deja tundido al toro y de paso, al aficionado. Vistas las facilidades, los tres toreros ensayan su versión de la gaonera, quite de moda que mire usted por donde no se le ocurrió instrumentar a ninguno de los actuantes de las corridas previas. David Mora sólo se acuerda de su clase de antaño en el inicio de su faena al primer toro, pleno de gusto y hondura, que ya no repite nunca más en el transcurso de la tarde. Álvaro Lorenzo, ni eso, empeñado en practicar los postulados de la escuela juliana a pies juntillas, diseña sus faenas con compás, no el que surge del ritmo y la hondura, sino el que se basa en procurar que la línea del viaje del toro describa un círculo lo más alejado posible de su anatomía. Paco Ureña parece contagiado del espíritu de la tarde y ensaya en el segundo una faena pareja a la de sus compañeros de cartel que no cala en los tendidos. Quizá pese en su ánimo que la última vez que mató un toro de la casa Lozano, perdió la visión del ojo en Albacete. En cambio, al quinto, un toro que en los primeros tercios sale desentendido de su cita con los engaños, consigue fijarlo en unos estatuarios iniciales muy ceñidos que remata por bajo con una trincherilla muy profunda que capta el favor del público para el resto de la faena. La labor sigue por el toreo fundamental con demasiados altibajos, sin orden ni concierto, sin unidad de proyecto, tan pronto da un buen muletazo aquí, como uno vulgar allá, ahora se despatarra y luego continúa erguido, pero remata las series con adornos muy caros que mantienen el interés del trasteo. Deja un pinchazo recibiendo y una estocada baja que no impiden que el público pida y el presidente conceda una oreja generosa.

Y finalmente, lo de Ferrera. Un servidor juró que no volvería a una corrida de Zalduendo desde que asistió en San Sebastián hace dos años a un espectáculo impresentable después del cual Morante anunció su retirada. Error. La imprevisibilidad de esta fiesta es una de las bases de su grandeza y siempre que uno hace otros planes para descansar de las pasiones de la plaza, anda todo el tiempo desnortado, con la mosca detrás de la oreja, consultando las redes cada veinte minutos, deseando que la tarde haya discurrido plúmbea y sin sobresaltos, comprobando después en el vídeo la torpeza de su decisión. Afortunadamente a la mañana siguiente, la crónica de José Ramón Márquez te cuenta la corrida como si hubieras permanecido en la piedra, deslinda el grano de la paja para que uno pueda acercarse a detectar en las imágenes, retazos mínimos de la conmoción que hubiera sentido de haberse acercado a la andanada en lugar de perderse el acontecimiento, el estado de gracia de Antonio Ferrera, la inspiración que por fin convirtió la afectación en naturalidad, tan lejos de esa faceta estrafalaria de su toreo que no permitía a lo cursi traspasar la delgada línea que lo separaba de lo sublime, la impostura por fin relegada en favor de la verdad. 

Antonio Ferrera