Dentro de veinte años, las predicciones
anuncian que España se convertirá en el país con mayor esperanza de vida en el
mundo. Un estudio de la Universidad de Washington calcula que el españolito
medio llegará entonces a los 85,8 años de edad, casi tres años por encima de la
previsión actual. Pero ahí no acaba la cosa. En 2040, los científicos más
audaces nos prometen que los avances tecnológicos en inteligencia artificial
estarán en condiciones de retrasar el envejecimiento de tal manera, que los que
lleguen en forma a ese puerto improbable, podrán seguir navegando hacia la
inmortalidad. A mí no me encontrarán en ese barco.
¿Se imaginan la eternidad con la matraca
independentista insistiendo en sus falacias “sine die”? ¿Es soportable vivir
para siempre comiendo la porquería de pan que se vende en los supermercados? ¿Hay
quien aguante a perpetuidad las sandeces de los animalistas? ¿No es preferible
morir a seguir escuchando reguetón?
Hace tiempo que venimos acostumbrándonos a
las cesiones que nos exige el sistema. La protesta airada del principio se va orillando
después en un reducto del cerebro donde descansa el recuerdo de cuando
aparcábamos gratis en la calle y los electrodomésticos duraban para siempre. La
combinación de las promesas de inmortalidad con la obsolescencia programada nos
conduce a un escenario inquietante en el que más de uno optará por el suicidio
antes de verse abocado a comprar el vigésimo quinto microondas de su existencia.
¿Y qué me dicen de la presión impositiva
que soportaríamos para sostener las pensiones de un futuro sin fecha de
caducidad? Si en el presente nos hacen pagar por comprar una casa, por tenerla,
por venderla y por heredarla, no quiero ni pensar en las nuevas mordidas a
nuestro bolsillo que el gobernante de turno se inventaría para sustituir los
ingresos del impuesto de sucesiones, con tal de no hincarle el diente a las
sociedades patrimoniales y a las grandes fortunas. Y es que no morirse no tiene
por qué significar la renuncia al paraíso… fiscal.
Si has sustituido las relaciones humanas
por compaginar quince grupos de whatsapp, si tienes menos predicamento con tus
hijos que el “influencer” que los adoctrina, si acabas comprando por internet
hasta los calzoncillos con cuya venta iba sobreviviendo la tienda de tu calle,
si el ejercicio de tus derechos se reduce a despotricar de un mal servicio en
el oído de un teleoperador, dará lo mismo que la vida sea eterna pues tu
existencia se irá estrechando al compás del algoritmo que maneja tus datos, esa
fórmula siniestra que dirige tus pasos convirtiendo en fantasía tu libertad de
elección.
Si al menos la sociedad avanzara por el
camino del sentido común y el entendimiento, se disiparía la tentación permanente
de ingresar en el corral de los quietos para dejar de escuchar tanta estupidez
seguida. Los ofendidos de la corrección política, aquéllos que quieren convertir
la libertad de expresión en un espejismo en donde reinen la intolerancia y la
autocensura, utilizan a diario las redes sociales como tubo de ensayo en donde fabrican
etiquetas de fascista y las reparten a todo el que ose apartarse un poco de la
moral oficial y piense por su cuenta. Salvo que aceptemos escribir al dictado
del “mainstream” en este mundo sin final, los que de vez en cuando nos da por
juntar cuatro letras en el campo de batalla del papel tenemos la suerte echada,
sin el consuelo siquiera de un día poder redactar el epitafio de nuestras lápidas.
Si para que un tomate sepa a tomate es
necesario comprarlo a precio de solomillo, no merece la pena seguir. Todo es
peor.
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