En estos últimos tiempos en los que la
moda televisiva apuesta por los debates espectáculo en donde lo que menos
importa es hallar luz en el conflicto abordado, el tema preferido para la
discusión grandilocuente y el griterío sin sentido suele ser la tauromaquia,
que exacerba las opiniones de los tertulianos sin que exista posibilidad alguna
de entendimiento entre los bandos. Tratar de convencer a un animalista de la
excelsitud de las sensaciones que puede provocar una media verónica es un
imposible metafísico de igual magnitud que intentar persuadir a un servidor sobre
las bondades de los tanatorios para mascotas. El aficionado a los toros nunca
empatizará con el sufrimiento animal porque lo considera una parte natural de
la existencia como lo es la muerte, telón de fondo sobre el que se construye la
representación taurómaca que puede ser cruel, como la vida. Los antitaurinos, en
cambio, no soportan ese lenguaje entre el toro y el torero, en el diálogo en el
que el taurófilo construye una historia de sacrificio y grandeza sólo ven
barbarie. No hay metáforas que puedan anular una sensibilidad basada en el
aplazamiento de la muerte, camino de una arcadia feliz en la que la
humanización de los animales provoca escenas bufas tales como la del activista
iluminado saltando a un ruedo como acción de protesta, que acaba siendo
volteado por un Miura que no entiende de derechos. La incomprensión del escenario
es tal que quizá el animalista se esté preguntando ahora por qué los toreros
presentes esa tarde a los que acusó alguna vez de asesinato, acudieron prestos
a socorrerlo.
El desencuentro entre ambos mundos impide
cualquier posibilidad de entendimiento y
los derroteros de una sociedad cada vez más infantilizada y hedonista nos
conducen a un futuro en el que el proselitismo taurófilo es una quimera. La
imagen de los tendidos yermos de las Ventas durante los desafíos ganaderos que
han precedido a la Feria de Otoño nos habla de un horizonte complicado para
volver a sembrar interés por un espectáculo demasiadas veces malbaratado al
servicio del empresario de turno. Los esfuerzos de Simón Casas por cerrar el
año apostando por el toro de respeto, no han servido para disfrazar la realidad
de una temporada con las ganaderías de siempre hundiendo con su vacío la
mayoría de los carteles. La fórmula del tres y tres que ha permitido traer por
fin a Madrid las vacadas que más casta han derramado por el albero de las
Ventas en los últimos tiempos nos deja con la miel en los labios y con la
melancolía de imaginar un mundo perfecto en el que Saltillo, Palha y Escolar
lidiaran en la primera plaza del planeta lo mejor de su camada en lugar de
comparecer ante nuestros ojos solamente a tiempo parcial.
Para medir la bravura del ganado en las
tres tardes de desafío, Don Simón dibujó en el ruedo un corralito virtual que
en homenaje a los triunfos de Gasol y compañía, parecía una zona de baloncesto
en la que los lidiadores debían aparcar al toro para que en el primer puyazo
entrara a canasta apoyándose en el tablero, en el segundo iniciara el trote
desde la posición del tiro libre y en los sucesivos envites, intentara el
triple casi desde los medios de la plaza. Si bien es verdad que hubo pocas
canastas de larga distancia, debe decirse que el experimento sirvió para que
los toreros se esforzaran en llevar a cabo una lidia más ordenada que de
costumbre y fue una gloria comprobar cómo las cosas pueden hacerse bien a poco
que uno se empeñe y abandone la norma de la carioca y el toro puesto en suerte
de cualquier manera. A partir de ahí, destacaron especialmente varios toros que
defendieron con su casta, el honor de su divisa. Joaquín Moreno Silva salió
triunfador del primer desafío frente a los gracilianos de Juan Luis Fraile y regaló a la afición venteña dos Saltillos de
nota, el primero de los cuales, de nombre Gallito para mayor gloria, tomó nada
menos que cinco puyazos, cuatro en el corralito de Don Simón y uno donde el
picador hacía puerta, y para demostrar al respetable que en materia taurómaca
no hay que pontificar, cuando todos ya anotaban su segura mansedumbre, acudió a
un quinto puyazo, empujando con fijeza como mandan los cánones de la bravura, recargando
de firme, el rabo enhiesto y la cara abajo. Después, en el último tercio,
siguió embistiendo como un tren a la muleta que José Carlos Venegas movió con compostura en las dos primeras tandas
por la derecha en las que sometió el viaje vibrante del Saltillo, antes de que todo se diluyera al cambiar de mano, lo cual
no impidió que cortara una oreja como viene sucediendo últimamente en Madrid,
en donde no importa que una faena vaya de más a menos para que los tendidos se pueblen
de pañuelos si la estocada es efectiva. El otro buen Saltillo de la tarde atendía
por Temeroso y tuvo la mala suerte de que Pérez
Mota no se atreviera a dar nunca el paso adelante para hacer de su
encastada embestida el acontecimiento de la temporada. En cambio, Octavio Chacón dejó ganas de volver a
verle en cuatro detalles de gusto y sabiduría lidiadora con el percal ante el
peor lote de la tarde.
En el segundo de los desafíos, se destacó
sobre la tarde un gran toro de Palha
de imponente trapío, Asustado de nombre y negro de capa, que Gómez del Pilar lució con generosidad
en el caballo de su buen picador. Pese a haber sido derribado en el primer
encuentro, “El Patillas” no se ensañó en los otros dos puyazos y el animal
llegó con pujanza a la muleta que el madrileño no se atrevió a dejarle en la
cara para no tener que afrontar esa complicada apuesta que significar ligarle cuatro
pases seguidos a un toro encastado a cambio de un posible triunfo pero a
despecho de la propia integridad física. La faena transcurrió anodina pero como
la estocada fue fácil, sus partidarios pidieron una oreja que el presidente con
buen criterio, no concedió. La sorpresa de la tarde la trajo Javier Cortés, al que no veíamos desde
su etapa de novillero. Aquel muchacho pundonoroso se ha convertido hoy en un
matador a seguir, ortodoxo en las formas y poderoso con la muleta, que maneja
desde el sitio de la verdad. Antes de que su segundo toro se parara, le
enjaretó dos series de naturales plenos de majeza y citando desde la distancia
que llenaron de frescura el maltratado ruedo de las Ventas.
Para el tercer desafío, la empresa propuso
un homenaje al encaste Albaserrada enfrentando a los victorinos de José Escolar con los buendías de Ana Romero y aquello fue una fiesta de
toros guapos de irreprochable trapío. El lote de la tarde lo sorteó Luis Bolívar que por momentos se acordó
de aquel joven ilusionante al que le acabó pesando demasiado la responsabilidad
de ser designado heredero del cetro de Rincón. No se comprometió con el dije
cárdeno de Ana Romero al que pasó de muleta sin apreturas y lo intentó de
verdad con Matajacos II, el toro de la tarde, un Escolar hondo, bravo y
encastado al que lució en los medios con generosidad, creyendo quizá que estaría
a la altura de su embestida vibrante, lo cual sólo ocurrió en un par de
naturales instrumentados como mandan los cánones del toreo clásico, antes de
cambiar de mano para aliviarse de la tensión que para un torero poco placeado
debe suponer permanecer en el sitio donde los toros cogen. Un sitio que ni Iván Vicente ni Alberto Aguilar siquiera osaron pisar, el primero tapando con sus
elegantes maneras su falta de predisposición para estas batallas y el segundo,
dejando claro que su tosquedad en el manejo de las telas no es la mejor
herramienta para enfrentarse a este tipo de compromisos.
Dejados atrás los desafíos, la Feria de
Otoño nos hizo regresar abruptamente a la cruda realidad de las vacadas de
siempre y a la fiesta inane del toro descastado, la lidia sin contenido y el
triunfo de cartón piedra. Sólo Fuente
Ymbro se contagió un tanto del vendaval de casta de las corridas
precedentes y volvió por sus fueros con tres toros interesantes que ofrecieron
el triunfo a Joselito Adame y sobre
todo, a Román. El mexicano ofreció una versión algo menos retorcida de su
repertorio y hasta se llegó a relajar con gusto corriendo bien la mano en un
par de tandas muy reunidas pero terminó pasándose al lado oscuro del cite en la
pala y el escondite tras la oreja del toro. Román volvía a Madrid tras su último triunfo en esta plaza en el que
abrió la puerta grande el día de la Paloma y a punto estuvo de lograrlo de
nuevo con dos faenas vulgares salpicadas sin embargo de momentos de toreo caro.
En su primer toro, se dobló con gusto en la apertura para desplegar después un
toreo deslavazado y por las afueras que empezó a calar en el público cuando en
un cambio de mano para seguir toreando con la izquierda, se quedó en el sitio y
cobró la voltereta. El torero vendió su mercancía y tras el consabido final por
bernardinas y un espadazo defectuoso del que salió trompicado y perseguido,
arrancó una orejilla de la que nadie recordará nada el mes que viene. Al
segundo le enjaretó sin probaturas dos tandas de naturales estimables, dos de
ellos de cartel de toros de los de antes, modelo de naturalidad vertical
ejecutados con irreprochable ceñimiento en el sitio de torear. Cuando todo
parecía embalado hacia el triunfo grande y unánime, siguió con la derecha por
la senda de la vulgaridad de todos los días, dejando la sensación de que o no
se enteró de que esos pases de oro molido eran el camino correcto hacia la
gloria o se enteró perfectamente y optó por un camino más cómodo sin tanta
exposición, pues a pesar de todo, si no llega a fallar con la espada le corta otra
oreja y abre de nuevo la puerta grande.
Demasiados toros del Ventorillo y del Puerto de
San Lorenzo a mis espaldas a lo largo de las últimas temporadas en Madrid, consiguen
el efecto de poder ver las corridas de las que uno tiene que ausentarse.
Leyendo las crónicas de esas tardes en los medios triunfalistas al servicio de
la decadencia de la fiesta y escuchando a los compañeros de abono sobre lo
realmente ocurrido en el ruedo, uno se hace una perfecta idea de que sigue sin
haber un solo novillero en el escalafón que enarbole la bandera de la
regeneración del toreo y de que en la tarde triunfal de Perera el único momento verdaderamente emocionante fue su imagen en
hombros alzando la bandera española.
La incomparecencia por cogida de Antonio
Ferrera, anunciado dos tardes como base de la feria, fue resuelta por la
empresa depositando esa responsabilidad sobre los hombros de Paco Ureña, que lleva las últimas
temporadas pidiendo matar seis toros de Victorino en Madrid por ver si consigue
abrir su ansiada puerta grande. La verdad es que la coyuntura puso en sus manos
cinco toros y sólo dio la talla por momentos, ofreciendo una imagen de torero
confuso sin personalidad definida. El destino le deparó en primer lugar un
torete feo y flojo de Núñez del Cuvillo
que iba y venía sin malicia y sólo le hizo el toreo al final de una faena sin
fuste que terminó con ayudados por alto de sabor añejo y un lentísimo pase de
la firma de remate que le bastaron para conseguir la oreja. Cuando todo parecía
embalado hacia el triunfo le salió uno de esos Cuvillos revirados, que no se
comen a nadie pero piden muleta firme y temple de acero pero Ureña se amontonó
con él y no supo resolver los problemas de una embestida que a cada enganchón
hacía más complicada la empresa del triunfo. El lorquino acabó la tarde
desnortado y volteado, y un día tendrá un disgusto serio por su costumbre de
quedarse en la cara del toro al entrar a matar para asegurar la estocada, casi
dejándose coger como aquella vez que desesperado tras una tarde aciaga, Belmonte
se arrojó a los pitones de un novillo y luego se metió a albañil. Con la de Adolfo Martín, que volvió a Madrid para
dejar patente el descastamiento progresivo de su ganadería, estuvo sin ideas
toda la tarde, sin decir nada con el fácil y exponiendo mucho ante el difícil,
transparentando en el ruedo que su proyecto de toreo no termina de afianzarse,
y corre el riesgo de caer en el precipicio de los toreros estimables que se
perdieron dejando un rastro triste de promesas incumplidas.
Otros matadores
anduvieron por la feria dejando para las crónicas sucesivos capítulos del toreo
moderno, esa lacra que tiene más peligro que el animalismo y amenaza con demoler
hasta las cenizas los fundamentos del rito que hizo de esa fiesta una pasión. Cómo
estará la cosa que en el transcurso de la temporada nadie ha sido capaz de
superar los dos naturales y el cambio de mano con que Pepe Luis Vázquez perfumó
la tarde en que reapareció en Illescas, allá por marzo. Dicen que el año que
viene seguirá toreando. Ya tenemos clavo ardiendo al que agarrarnos para transitar
la invernada.
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