Barcelona, ocho de octubre |
Para confirmar la españolidad de Cataluña,
tenía que ser un catalán el que escribiera los endecasílabos que definen a la
perfección la peculiar idiosincrasia nacional: “Oyendo hablar a un hombre, fácil es/acertar dónde vio la luz del sol:/si
os alaba a Inglaterra, será inglés,/si reniega de Prusia, es un francés,/y si
habla mal de España, es español”. Joaquín Bartrina nació en Reus en 1850
y ha pasado a la pequeña historia de la literatura por hallazgos tan agudos
como éstos y por alguna que otra recomendación con retranca que deberíamos
haber seguido a pies juntillas en estos días de desafueros e indignación: “Si
quieres ser feliz como me dices,/no analices, muchacho, no analices”.
Es difícil abandonar la infelicidad cuando
se asiste a diario a la estrategia del movimiento independentista, consistente
en inventarse una represión de cartón piedra articulada desde un nacionalismo
español que ya no existe. La herencia lamentable de los desmanes del franquismo
nunca se disipó del todo y permaneció instalada en esa mirada sospechosa que
todos hemos lanzado alguna vez al que llevaba la pulsera con la banderita, a
quien se emocionaba demasiado con un himno tantas veces maltratado por quienes
no consentirían la más mínima agresión a sus símbolos. Han tenido que pasar
cuarenta años desde la muerte del dictador, para que el españolito atacado por
los nacionalistas que hacen peligrar su bienestar, se sacuda los complejos de
la rojigualda y no necesite que la selección gane un mundial para echarse a la
calle a defender su dignidad. Del mismo modo que se atribuye a Rajoy la virtud
catártica de fabricar separatistas a puñados, tendremos que agradecer a
Puigdemont haber convertido el "Que viva España" en nuestra
particular marsellesa, a falta de otras letras más elevadas con que resistir a la
opresión de las mentiras.
Entre los analistas políticos que presumen
de lecturas se ha puesto de moda citar a Marx, que parecía pensar en nuestras
cuitas cuando dijo aquello de que en la historia, las tragedias del pasado
suelen regresar repetidas como farsa. En nuestro caso, el drama catalán de un
presidente sublevado y encarcelado por
la República, al que Franco no tuvo mejor idea que ascender a la categoría de
mártir, ha devenido en comedia pasada por el tamiz de otro Marx, Groucho, si no
le gustan mis principios tengo otros. Si la Constitución que prometí cumplir a
cambio de que se me concediera el mayor nivel de autogobierno que soñar pudiera
una región, ya no me gusta, me invento otra en la que la parte contratante de
la primera parte organice un referéndum con las cartas marcadas, el censo
mancillado, las urnas violadas. A continuación es preciso magnificar en las
redes cuatro excesos policiales para legitimar la falta de garantías, asumir
un mandato popular espurio y declarar la independencia en diferido, para que un
gobierno central desconcertado se pierda en el galimatías de esta revolución de
las sonrisas que pretende jugar a ser Eslovenia sin pegar un solo tiro.
Detrás de todo este bochorno vestido de un
buenismo pacifista que nos vende el cuento del diálogo entre iguales y de la
hermandad con el resto de los pueblos del Estado, se esconde en realidad el
peor de los supremacismos, hijo de la insolidaridad y la xenofobia, y la
pretensión apenas escondida de que un ciudadano de Vic siga viviendo mejor que
uno de Cuenca. Al final, de entre la fronda de palabras huecas sobre el hecho
diferencial y los derechos históricos de Cataluña, se destaca irrefrenable el
permanente afán por sacar tajada y seguir medrando en el enredo interminable del
“procés”, que de momento sirve para garantizar la tibieza de un gobierno
atenazado por las sucesivas apelaciones al victimismo de los que siempre
considerarán fascista la aplicación estricta de la ley.
Creíamos que tras el 78, la Constitución nos
libraría del estigma que el guerracivilismo dejó en nuestro inconsciente
colectivo, pero nos equivocábamos. No ha sido suficiente el trascurso de un par
de generaciones para que se instale en nuestros usos el hábito democrático, el
respeto a las minorías, la tolerancia frente a las opiniones de los demás, para
que nuestro sistema se afiance sobre una efectiva separación de poderes, que hubiera
impedido a los trileros de guardia cometer la obscenidad intelectual de llamar
presos políticos a los imputados por sedición. Mientras la manipulación avanza,
la mayoría parlamentaria española se apresta a salir de esta crisis abordando una
reforma constitucional como mal menor que aplaque por un tiempo las ansias
nacionalistas, a cambio de seguir entronizando en el texto futuro la
desigualdad de los ciudadanos españoles en función del territorio en el que
tengan la fortuna o desventura de residir. Claro que entonces será el pueblo el
que tenga la palabra definitiva para decidir con su voto en un referéndum de
verdad, si quiere ser tratado como soberano de su destino o se conforma con
sacar de vez en cuando la bandera a pasear.
Distintos grados de españolidad |
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