Las seis de la mañana es una hora tan
intempestiva para mis costumbres que sólo me pilla despierto cuando se trata de
recibir el año nuevo, o si me empeño en herir la madrugada conquense con un
clarín destemplado, o en caso de que el sofá frente a la tele se transforme en
butaca de patio para descubrir entre sueños cuál ha sido la película ganadora
de los Oscars. La pelea de este año se disputaba entre La la land y Moonlight,
dos obras estimables pero menores, películas elevadas a la categoría de obras
maestras por obra de la mercadotecnia y la escasa memoria cinéfila de estos
tiempos que hace pasar por joyas a lo que destaca un poco de la mediocridad
general.
Debo
decir que muchos días después de ver La
la land, todavía me sigue acompañando el tarareo incesante de la contagiosa
melodía del número de apertura aunque el deslumbramiento que prometía es algo
menor del esperado, lo cual suele ocurrir debido a ese exceso de información
previa con el que nuestra cinefilia nos impide acudir al cine con la necesaria
virginidad. Y es que tras el excitante inicio, la cinta se remansa en una
historia convencional de amor entre una camarera aspirante a actriz y un músico
con ínfulas de genio que viven sus vidas en Los Ángeles esperando que alguien
descubra en ellos su condición de estrella. Aunque todo ello fluye con buena
escritura fílmica de la mano del encanto que transmiten las convincentes interpretaciones
de Ryan Gosling y Enma Stone, el guión discurre en una suave cuesta abajo que
quebranta aquella máxima de Cecil B. de Mille según la cual las películas
debían empezar con un terremoto y a partir de ahí, seguir "in
crescendo".
Moonlight es también una película
correcta venida a más por obra y gracia de la mala conciencia de la academia
americana acerca del tratamiento de la negritud en el reparto de los premios.
Cualquier capítulo de The wire tiene
más complejidad estética y moral que esta historia sencilla que al menos no es
maniquea ni pretende manipularnos desde sentimentalismos baratos. Sin embargo,
a la cinta le falta el aliento poético que demanda una historia que no merecía
ser tratada con tanta frialdad.
La ciudad de las estrellas pretende ser
un homenaje al cine musical de siempre realizado en tono menor. Los amantes del
musical clásico hubiésemos deseado que el plano secuencia del enamoramiento de
los amantes, con esa farola estratégicamente situada en medio de la noche
estrellada, se hubiera resuelto en el abrazo de Gosling a su resplandor
proclamando exultante su amor con o sin paraguas, pero el director apuesta por
sujetar a sus actores dentro de apenas unos tímidos pasos de claqué y comedidas
melodías de Hollywood susurradas a media voz.
Pese
a todo, en medio de la nostalgia inevitablemente tocada por la manida
melancolía que produce asistir una vez más al eterno sacrificio del éxito
personal en la búsqueda del triunfo profesional, la película se eleva en el
tramo final en donde, ahora sí el director saca oro puro de una cámara que
danza sin palabras en torno a la historia de lo que pudo haber sido y no fue y
por fin convierte el dulce encantamiento que acompaña al espectador durante
todo el metraje en la emoción verdadera que provoca saber expresar la tristeza
del desamor tan sólo filmando dos miradas.
El estrambótico final de la ceremonia de
los Oscars con Bonnie Dunaway y Clyde Beatty robando un poco de gloria a las
dos películas del año fue un coherente colofón para sus propuestas argumentales.
Los autores de La la land triunfaron
en la noche pero no consiguieron besar a la chica. Los creadores de Moonlight, a imagen y semejanza de su
protagonista que encerrado en su mundo acaba sobreponiéndose a la vida y sus
espinas, vivieron su éxito casi de incógnito, cuando las luces ya se estaban
apagando y las celebridades presentes reservaban sus muecas para la próxima
película.
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