Mi infancia son recuerdos de una túnica
de paño planchada por mi madre en la mañana de Jueves Santo. Con ese gesto, daban
comienzo un sinfín de preparativos marcados por el nerviosismo, demasiadas
cosas por hacer y poco tiempo para tanto, levántate ya de una vez, limpia los
zapatos mientras saco el dobladillo, revisa las tulipas que yo frío las
torrijas, todos los años lo mismo, hay que madrugar más, la procesión de anoche
que se encerró muy tarde, no hay guantes para todos, ese cinturón no es tuyo,
con razón no te vale, te estás probando el de tu hermano, esas nubes no me
gustan, saca los capuces que aún le tengo que dar unas puntadas a ese escudo,
parece que se abre el día, échame una mano y mueve el atascaburras que hoy no
comemos.
Milagrosamente todo acababa componiéndose
para que poco antes de las cuatro, la familia entera se encaminara a la cita
con la imagen venerada que mi abuelo había instalado en nuestro corazón desde
que nos inscribiera en la hermandad de sus ancestros, y nos encargara aquellas
extrañas vestimentas, el capuz de terciopelo granate que nunca nos cansábamos
de acariciar, la túnica roja rematada en cola orgullosa con la que durante unos
años alfombraríamos las calles de Cuenca y aún puede verse recogida en el curtido
cinturón de los hermanos que no han querido sucumbir a las exigencias de la
comodidad.
Por aquel
entonces, aún no éramos conscientes de que la tradición que representábamos se había
iniciado cinco siglos atrás, allí donde nuestros tatarabuelos comenzaron a
rendir
culto a la Vera Cruz y a la Pasión y Sangre de Cristo, a la vez que consolaban y
daban tierra a los condenados a muerte ajusticiados en el Campo de San
Francisco. El rito que nos precede procesionaba en torno a la Ermita de San
Roque, donde el resto del año se custodiaban las cuatro imágenes primitivas
perdidas en el tiempo, el mítico Jesús Nazareno con la Cruz a cuestas que
presidía el Cabildo de la Vera Cruz, el paso inaugural de todas las Oraciones
en el Huerto que después han sido, la primera Soledad nacida bajo el nombre de Nuestra
Señora de la Misericordia, y un Ecce-Homo con las manos atadas, entre las
cuales se erguía la caña que desde entonces ha guiado la devoción de cientos de
nazarenos tras su mágico y único fulgor.
La llegada de la madurez que da el paso de
los años no ha logrado que todos los Jueves Santos, cuando el nazareno enfila
Calderón de la Barca camino de San Antón al corazón le falte poco para salirse
del pecho y así sería de no mediar a la llegada el abrazo cálido con los viejos
amigos y el resolí de Antonio que reconforta tanto como su sonrisa acogedora.
La mancha carmesí que se arracima frente al parque de la Trinidad compartiendo
sueños, se destaca como una primavera florecida antes de tiempo en las
ilusiones de los hermanos que contienen como pueden su impaciencia por divisar
la querida silueta del Padre enmarcada en la puerta del templo.
Sale el paso y el nazareno se oculta en la
intimidad de las filas. El ánimo se serena cuando llega la penumbra bajo el
capuz, y Cuenca ofrece su empedrado calvario para que lo camine el sentimiento,
la emoción que todavía permanece en ese recodo de la senda que tantas veces acogió
tu huella en la ciudad de la infancia. El estremecimiento del alma al doblarse
el paso para recordar a ese hermano que se fue sin despedirse traslada la
mente al itinerario original tan añorado, cuando aún no se nos había hurtado la
maravilla del sol filtrándose por las enredaderas de Alfonso VIII, mientras el
quejido del miserere sobrecogía la tarde.
Los banceros van meciendo nuestra alegría y
uno quisiera estar siempre a su lado, vigilar eternamente su marcha acompañando
su esfuerzo, sentir el ritmo de las horquillas tan cercano como si mi espalda
maltrecha hubiera podido alguna vez merecer la dicha del
hombro herido bajo el banzo. No habiendo podido ser bancero, al fin me correspondió
ser Hermano Mayor y el orgullo de portar el cetro representando a la Hermandad mientras
mis hijos me escoltaban en las filas está conmigo todavía.
Y es que por seguirte en el calvario mi
corazón te acompaña la tarde de Jueves Santo, y aunque no siempre pueda
desempolvar la tulipa para alumbrar tu llegada, sigo tus pasos desde que
Mangana da las cuatro y media, y sé de ti cuando tu airosa figura aparece tras
la esquina, cuando el vuelo de tu clámide se adivina allá a lo lejos, cuando al
caer la tarde en la calle del Peso, mientras la llama poco a poco va inundando
tu rostro, te contemplo frente a frente y he de bajar la mirada. Luego te
espero en la curva y después aguardo en la plaza a que un rumor de bambúes se
haga presente bajo los arcos y el compás de la gloria que allí se recrea,
inaugure la noche enamorando multitudes.
Mientras el Padre encuentra un trono hasta en
la humilde borriqueta, y los hermanos se entregan a la comunión del refrigerio,
la fraternidad se ensancha y recupera fuerzas para encarar la cuesta abajo de
la despedida última. Cuando el Cristillo al fin reanuda el paso, la campana de
los reos traslada su temblor al plenilunio, anunciando la madrugada. La turba acecha
en los callejones y la sordina de algún ronco tambor irrumpe a destiempo
anticipando el clamor del Jesús de la mañana. Todavía entre las sombras de la
anochecida, Jesús orando en el huerto se estremece en esa danza que los olivos
absortos entre tinieblas ensayan y un poco más tarde, amarrado a la condena que
precede a la esperanza, Jesús ofrece al sayón la promesa de su espalda.
Volviendo al inicio se acerca el final. El
Júcar refleja púrpura, las ramas parecen lanzas, la hoz entera cobija a Jesús,
el de la caña. Cuánto amor en esa herida, cuánta dicha demorada, cuántas noches
de vigilia van sosteniendo su marcha. Cristo cae y en su deriva, nuestra
derrota se ensancha por ese puente de luto que Jesús camina en andas. El
silencio se oye apenas en las horquillas calladas. Una madre bajo un palio de
soledad y alborada, va despidiendo a su hijo que tras la esquina se apaga. Por
seguirte en el calvario que paso a paso te amarga, la tarde de Jueves Santo mi
corazón te acompaña.
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