Después de que el Barça terminara la
remontada, el presidente Puigdemont se apuntó al carro del triunfo y comentó
que tal y como había demostrado el equipo jugando al fútbol, nada era imposible
para el pueblo de Cataluña. Cuando el “molt honorable” divisó a Sergi Roberto
camino del gol de su vida en realidad se estaba contemplando a sí mismo
portando la estelada tras la declaración de independencia, esta vez con el
beneplácito de Europa entera, rendida al fin ante una gesta sin precedentes.
Los símiles futbolísticos son muy agradecidos y sirven para todo. Desde el
centralismo opresor, por ejemplo, el penalti que abrió la puerta al milagro se
comparó con el victimismo nacionalista, eternamente programado para obtener
ventaja del fingimiento, como si Luis Suárez fuera en realidad un hijo no
reconocido de Jordi Pujol. El movimiento independentista, por el contrario,
contemplaba al sexteto arbitral y se imaginaba al Tribunal Constitucional
suspendiendo una tras otra las iniciativas imposibles del “Parlament”, si bien
la metáfora se esfumó pronto, cuando Aytekin se inventó una nueva modalidad de
pena máxima consistente en sancionar como falta una cabriola de Neymar sobre el
cogote del contrario.
En la proeza también colaboró lo suyo la
pasividad del entrenador del PSG al que se le puso cara de presidente del
gobierno haciendo la estatua frente a los goles del proceso soberanista. Es
pura casualidad que los apellidos de ambos próceres terminen en “y”, como
también lo es que Rajoy y Puigdemont tengan idéntico aprecio por la separación
de poderes y este último, una vez derrotada la Francia de Montesquieu por el
equipo de sus amores, fantaseara con la posibilidad de que la futura
desconexión con el Estado sea juzgada por un tribunal integrado por Ovrebo, Busacca
y Stark.
En la enésima noche histórica del Barça más grande de todos los tiempos, todavía quiero creer que los culés sensatos que conozco, cuando recuperaron la calma tras vocear el sexto gol hasta la afonía, reconocieron para sí un cierto rubor por la manera en que fue construida la hazaña, del mismo modo que los responsables políticos del “procés” no seguirán mintiéndose sobre la legalidad de su proyecto cuando se queden en soledad con sus conciencias. El fútbol del engaño y la comedia, el otro fútbol que continuamente venden los tertulianos de moral distraída, es mala escuela cuando se tiene tan reciente una gloria legítima. Es como si pones unas urnas de mentira y presentas el acto como un ejercicio de democracia cuando sabes que al hacerlo, has quebrantado las reglas del juego que tú mismo te diste.
La semana futbolístico-judicial no hizo
más que confirmar la españolidad de Cataluña, cuyos gobernantes le habían
vendido al pueblo un hecho diferencial con vistas a un oasis que en realidad
estaba seco. El espejismo de un ecosistema exento de las habituales
corrupciones mesetarias terminó de difuminarse cuando Millet se travistió de
Bárcenas e interpretó su aria en el Palau de Justicia frustrando para siempre
la reaparición de Mas como insufrible “prima donna”. Por la noche, Mas ...
cherano, otro jefecito, no tuvo más remedio que saltarse la “omertá” y reconocer
la evidencia de su penalti sobre Di María, desmintiendo así la tesis del capo
Piqué, para quien los privilegios arbitrales siempre visten de blanco y los
fichajes millonarios sólo son inmorales cuando los financia la caverna
madridista.
A quienes se vanaglorian de estas
proezas, ya sean aquéllos que claman independencia en el minuto 17:42, o los
que reivindican en el minuto 7 el espíritu de Juanito, habría que recordarles
que toda remontada parte de un gran fracaso previo, que los héroes de hoy
fueron peleles en París y hasta el bueno de Juan Gómez se había tenido que tragar
cinco goles en Alemania antes de apelar a la épica. El trabajo bien hecho
partido a partido pierde atractivo ante estas hombradas de cartón piedra que
tan bien cuadran al carácter español, siempre tan subyugado por la furia de un
día que luego nunca logra perseverar hasta la final. Si la “diada” conmemora
una derrota, yo prefiero recordar la victoria de la selección en el mundial,
aquel triunfo del juego bonito y limpio, del esfuerzo colectivo que diseñó un
sabio de Hortaleza, lideraron unos “nois catalans”, remató un guaje asturiano y
culminó un genio manchego mientras un chaval de Móstoles guardaba la puerta, y
un señor de Salamanca aportaba el sentido común del que siete años después,
apenas queda nada.
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