Cuando Woody Allen proclamó que el cerebro
era su segundo órgano favorito, seguramente no imaginaba la tormenta mediática que
al final de su vida le iba a convertir en un apestado social. Eran tiempos en
los que el genio de Manhattan aún podía decir que la última vez que había
estado dentro de una mujer era cuando visitó la estatua de la libertad sin que
los “torquemadas” habituales le acusaran sin pruebas de ser un depravado sin
escrúpulos.
En la época dizque más democrática de la
historia, donde todo el mundo tiene acceso inmediato a la información a golpe
de clic, y un altavoz en las redes sociales para expresar su vacío, la hipocresía
que nos circunda es tal que la libertad se desvanece aniquilada por la
dictadura de lo políticamente correcto, convertida en el supremo tribunal capaz
de condenar a la muerte pública a una persona manipulando tres o cuatro lugares
comunes que la masa acepta como si fueran dogmas de fe. Un poco por pereza
intelectual y otro poco por temor a separarse de eso que los cursis llaman
“mainstream”, casi nadie osa cuestionar el dictamen de este nuevo comité
de biempensantes, que te organizan una
caza de brujas en menos que se corrompe un concejal, cocinando en su infecta
marmita un brebaje a base de medias verdades, viejas insidias y apelaciones al
sentimentalismo infantiloide, malbaratando una causa noble al servicio de una
moral bastarda que lo mismo que impedirá a Woody dirigir otra película, hoy
hubiera enviado al ostracismo a Einstein por maltratador y a Machado por
menorero.
Da lo mismo que las acusaciones contra
Allen no resistieran el filtro judicial. En nuestra era, es el tribunal de la
opinión pública el que se encarga de establecer las condenas y ni siquiera es
preciso acudir a juicio, cuando una sucesión de testimonios es capaz de
enterrar en vida a una persona sin que pueda apenas defenderse. Quizá parezca
evidente la culpabilidad de Kevin Spacey como despreciable abusador de menores
pero no es Ridley Scott el que debe ajusticiarlo al modo estalinista, borrando
su participación en la última película, sino un jurado que analice los
pormenores de su comportamiento y la credibilidad de los denunciantes. Ya
puestos, y dado que tampoco tendrán la oportunidad de hablar en su propio favor,
eliminemos a Picasso de los museos o a Neruda de las bibliotecas, “time’s up”,
se acabó el tiempo en que admirar la obra a pesar del autor era posible. El
maniqueísmo es el nuevo dios de una cultura en la que no existen los matices y que
permite a la alcaldesa de Madrid, al amparo de un fin justo, declarar que la
violencia está incardinada en el ADN de la masculinidad, sin que el edificio de
la Justicia del que ayer fue magistrada, se resienta lo más mínimo.
El maravilloso cuento de hadas de
Guillermo del Toro al que Hollywood ha otorgado su máximo reconocimiento este
año tiene suerte de que al director mexicano no le hayan encontrado algún
asunto inconveniente de su pasado capaz de mutar en despreciable la historia de
amor de la película. La poesía puede convertirse en pesadilla a poco que se
muevan los hilos de la sospecha y la maledicencia de una sociedad que necesita
de estos trucos para mantener tranquila su atribulada conciencia. Los
dispensadores de ética oficial trabajan sin descanso otorgando certificados de
buenismo a los demás, mientras se ocupan de mantener sus sepulcros blanqueados.
Nadie se atreve a tirar la primera piedra, pero cuando llueven las consignas y
el lacito cuelga de la pechera, la lapidación del elegido no tiene marcha
atrás.
Este año se cumplirán cuarenta del óscar a
la mejor película concedido a “Annie Hall”. Woody Allen también fue premiado
como director y guionista pero no recogió ninguna de las estatuillas pues
prefirió tocar el clarinete en su club, como cada lunes. Tal vez estaba
anticipando la respuesta a la intolerancia que hoy le acosa, a la irracionalidad
del comportamiento humano que ya describía en la última secuencia de aquella
cinta en la que Alvy Singer nos cuenta el viejo chiste del tipo que va al
psiquiatra y le dice: “doctor, mi hermano está loco, cree que es una gallina”.
Y el doctor responde: “¿pero por qué no lo interna en un manicomio?”, y el tipo
le contesta: “lo haría, pero necesito los huevos”. Pues eso.
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