La afición a los toros es ese sentimiento
extraño, difícil de explicar a los profanos, que te lleva a la plaza un domingo
cualquiera cuando todo a tu alrededor te aconseja quedarte en casa dormitando
al calor del arrullo televisivo. Si además estás convaleciente de un leve
contratiempo quirúrgico, la idea de afrontar la dura piedra de la andanada
mientras no pasa nada en el ruedo, se hace más cuesta arriba que escuchar
durante cinco minutos las razones de un independentista catalán. Pero resulta
que es Domingo de Ramos, fecha señera en la que se abre la temporada venteña y
por eso te lanzas a la aventura sólo diez días después de tu cita con el
bisturí, y aunque vives a un paso de la plaza, el trayecto hasta la taquilla es
más largo e intrincado que el que eligió Puigdemont para alcanzar Waterloo
desde Helsinki. El ligero mareo que te acompaña cuando cambias el pasillo de
casa por la inhóspita acera te va diciendo que quizá sobreestimaste tus fuerzas
cuando el bullicio habitual de los alrededores se te hace insoportable y notas como horada tu cabeza el tintineo de los hielos de los gin-tonics.
Al alcanzar por fin la cola de la
taquilla a la que te ves abocado porque no retiraste en su día tu entrada de
abono, su longitud te hace constatar que demasiadas personas pensaron lo mismo
que tú y esperaron hasta el último momento para acudir al reclamo de los toros de Don Victorino Martín Andrés, cuya efigie se destaca a lo lejos en el enlutado cartel en donde rezan tantos nombres de leyenda: Belador, Baratero, Jaquetón ... Por tu experiencia en estos trances, calculas en
una hora la espera hasta obtener el salvoconducto para entrar en el templo, tiempo
más que suficiente para serenar el ánimo sobresaltado por la expedición y para
rememorar lo poco que te importaba en los ochenta echar la mañana en la calle
de la Victoria para conseguir una entrada cuando tu vesícula funcionaba a la
perfección.
Antes de tener entre tus manos el billete,
ya habías descontado perderte el primer capítulo de la tarde y asistir a la
decadencia del Cid desde las pantallas interiores de la plaza, pero a pesar de
que ya son y diez y sabes de sobra que el toro irrumpe en el ruedo entre siete
y ocho minutos después de la hora en punto, aún corres a duras penas hasta la
puerta más cercana y te precipitas al ascensor con la esperanza de que la
complicidad con el portero que durante tanto tiempo ha saludado tu aparición en
la andanada, te permita traspasar el portón mientras contemplas de reojo en la
tele que el Cid ya está cogiendo los trastos para iniciar la faena de muleta. Los
años de abonado dan su fruto para que aún puedas asomarte a la tronera del
vomitorio y atisbar la invalidez del primer Victorino que se lleva una
estocada en su sitio de las que Manuel Jesús sólo reserva para los toros sin
posibilidad de lucimiento.
Cuando por fin accedes a la localidad, el
reencuentro con los amigos a los que no has visto durante la invernada te reconforta
logrando que olvides un tanto que el segundo de la tarde también flojea y que
Pepe Moral aún lo hace más, aunque en seguida vuelves a la realidad por obra y
gracia de un horrible metisaca que se te clava en el costado aún más que las
grapas que todavía te hieren en homenaje a la lanzada aquélla que por estas
fechas recibió Jesucristo nuestro Señor.
El tercero es un dije que si no fuera
cárdeno, se diría criado entre las huestes de Victoriano antes que en las
Tiesas de Victorino, por la dulzura de una embestida que el Cid le enseña a su
matador en un quite de orfebre al delantal. Fortes no termina de acoplarse
hasta que se echa la mano a la izquierda y le sopla tres naturales, tres, donde
emerge un torero distinto que ofrece un oasis de gusto y compostura en la tarde.
La docilidad del toro hubiera permitido llevárselo a casa y seguir toreando en
el salón, pero el malagueño sabe por el eco de la faena que ya tiene cortada la
oreja y se conforma con eso.
El Cid no se aprieta con el cuarto después
de que tengamos que asistir al bochorno de que un animal marcado con la A
coronada se desplome en terrenos del cinco y tenga que ser izado por un
subalterno por el ignominioso método del prendimiento de rabo, a tono con las
fechas. Para entonces el frío atenaza nuestra capacidad de protesta y Manuel
congela definitivamente la esperanza en su resurgimiento, cuando contemplamos las triquiñuelas
del toreo moderno en quien tanta verdad desplegó ante esta ganadería.
El quinto es una raspa fea pero de
interesante comportamiento por tener eso que los cronistas oficiales del momento llaman
informalidad ante las telas. La empresa del triunfo requiere un torero con redaños para
plantarle cara en los medios, a despecho del viento y de la incertidumbre de su
embestida, pero Moral prefiere el abrigo del tercio y el sí pero no de la firmeza
en el cite y el paso atrás en el embroque.
Si uno estuviera en sus cabales, a la
muerte del quinto hubiera seguido la senda de los jubilados que suelen
retirarse a sus aposentos a estas alturas de la tarde, tal era el frío glacial
reinante en la plaza y el estado doliente de mi anatomía maltrecha, pero el
recuerdo de los naturales del tercero me hacen permanecer aferrado a la
quimera del toreo puro, que aparece cuando menos te lo esperas. El toro es otra sardina que sin embargo saca pujanza en el caballo y
derriba al picador que al retomar la cabalgadura vuelve a homenajear a Longinos
dándole más leña al animal en un puyazo que al resto de la corrida entera.
Rencoroso. Cuando Fortes lo pasa de muleta, la falta de apreturas en la
andanada me permite ver la faena literalmente de pie, sacudiéndome el frío a
base de saltitos que el torero remeda allí abajo, carrerita va, carrerita
viene, sin pararse de verdad ante un Victorino manejable, pues para qué va a
comprometerse con el toro si la afición jalea aquello como a Jesús cuando
entraba en Jerusalén, deseosa de cargar en hombros un trono sustentado en una
labor simplemente aseada.
La espada deja el triunfalismo para el Domingo de
Resurrección y al espíritu encogido no tanto por el frío como por el
descastamiento progresivo de una vacada mítica que el sistema sabrá aprovechar
a su favor. Para los demás queda el calvario de soñar con una fiesta que ya no
existe, la que se sigue apoyando en esa extraña afición que te lleva a
reaparecer antes de tiempo, a pesar de todo, con los puntos aún frescos de una
cornada que duele menos si te ha permitido seguir contemplando una vez más, la
maravilla del atardecer en la plaza de tus amores.