Nos quieren
domesticados. El poder, esa superestructura carente de ideología que subyace
bajo el gobierno de turno, necesita súbditos acobardados para imponer sus
dictados sin contestación posible. A esa tarea se aplican sin descanso los que
mueven los hilos en la sombra con una técnica basada en la inoculación continua
en el cerebro del individuo del miedo a la catástrofe, para conseguir sin duda la
falta de respuesta ciudadana a los desmanes perpetuos de los que manejan el cotarro.
La estrategia del
amedrentamiento de la población comienza con la salmodia del telediario, donde
la información política hace tiempo que fue desplazada a un segundo plano en
beneficio del suceso nuestro de cada día, del temporal en invierno y de la ola
de calor en verano. Mientras el espectador contempla desde su butaca al
reportero enviado de corresponsal a la ventisca, se tienta la ropa, se alegra
de su suerte y entona el virgencita, virgencita, que me quede como estoy. Las
noticias de todas las cadenas se contraprograman unas a otras en la lucha por
la sacrosanta audiencia, y así han devenido en verdaderas crónicas del
apocalipsis al servicio del poder, satisfecho con esta otra clase de censura
subliminal que acerca los informativos de esta época al parte que mi abuelo nos mandaba
poner a las tres de la tarde.
Aún se recuerda el
temblor de aquel efecto 2000 que iba a colapsar el mundo entero, a paralizar
las centrales eléctricas y a bloquear las entidades bancarias, un nuevo
milenarismo que no se confirmó cuando el primero de enero encendimos nuestros
ordenadores temiendo que aquel artefacto se volviera loco y explotara. Un año
después, España entera dejó de comer chuletón porque cundió el pánico con el
mal de las vacas locas, la enfermedad de nombre impronunciable que a punto
estuvo de hundir el sector cárnico y finalmente sólo causó cinco muertes en
España, menos que la gripe estacional ocasiona en un solo día, esa entrañable compañera que te procura
la delicia de estar levemente enfermo y desconectar de las ocupaciones
laborales durante siete días con tratamiento y una semana sin él. Pues también
a esa gripe amable la quisieron convertir en una amenaza feroz que a través de
sus variedades aviaria o porcina, iba a aniquilar a millones de seres humanos,
provocó enormes campañas de vacunación y finalmente no causó mayor destrozo que
el de su prima hermana común, pero sí importantes beneficios para la industria
farmacéutica.
En la época más
democrática de la historia, los poderes fácticos se afanan en acotar nuestro
camino, llevándonos de la mano para que no se nos ocurra pensar demasiado por
nosotros mismos. Nos imponen las condiciones bancarias, nos colocan un impuesto
a cada paso, la publicidad toma nota de nuestros deseos mientras navegamos por
internet y todos llevamos en el bolsillo dispositivos electrónicos de
localización permanente. Ahora los ayuntamientos ensayan técnicas de
amaestramiento de la población que guían la voluntad del rebaño en las calles
peatonales y únicamente nos falta que nos graben la matrícula en la frente para
que si hacemos algo que moleste al Gran Hermano, salte el radar.
Hay que desterrar los
temores para alcanzar la libertad plena, el don más preciado que dieron al
hombre los cielos. Por la libertad, amigo Sancho, se puede y debe aventurar la
vida. El fin del mundo llegará cuando menos te lo esperes, y más vale
abandonarse al desenlace que transitar por el planeta eternamente alarmados
como si viviéramos dentro del programa de Íker Jiménez. Se avecinan terribles
tormentas solares que al menos podremos disfrutar desde la playa y cuando suba
la marea, esperaremos el tsunami construyendo un dique de arena a golpe de cubo
y pala. Vivir sin miedo sólo podrá matarnos, eso es todo.
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