En la mítica patria de la infancia
perfecta, la Navidad era la alegría de la vacación colmada de acontecimientos, una
cabalgata de emociones que comenzaba con la carta que aquel niño enviaba todos
los años a un destino que partía del cofre misterioso que un Rey Gaspar de
cartón piedra ofrecía a nuestra inocencia, camino de San Esteban. La Nochebuena
todavía no se había convertido en una cita indigesta con el exceso y la
hipocresía, y aún quedaban guiños suficientes al pretexto religioso de la
fiesta para abrigar un tanto el alma, mientras el cuerpo se reconfortaba con la
liturgia de la gamba y el mantecado.
En la mágica época de los días azules, la
Navidad se inauguraba con la dulce cantinela de los números de la lotería, que
nunca eran los que un niño en pijama vigilaba desde primera hora de la mañana
en el salón de la casa, procurando que no se le escapara ni una sola pedrea. De
la pureza de entonces poco queda hoy en los cientos de euros que dilapidamos por
compromiso social, por no quedarnos con cara de tonto si le toca al compañero
de trabajo, por la estúpida superstición que se activa en la mente cuando
aparece una cifra resultona brillando tras la barra del chiringuito, desde que
el gran recaudador tuvo la feliz idea de exacerbar la codicia del españolito
adelantando la venta de décimos al verano.
Las fecundas jornadas de la Navidad gozosa
transcurrían con ligereza persiguiendo el aguinaldo al que a duras penas se
accedía destrozando villancicos ante la puerta del vecino atónito. La actuación
solía terminar con más polvorones que duros en el bolsillo, pero el cénit del
disfrute llegaba con las escaramuzas por el barrio del día de los inocentes, festival
de bombas fétidas en los ascensores y tinta de pega en la camisa del amigo embromado.
Casi siempre nevaba, y era entonces cuando se desataban las hostilidades con el
bando enemigo en las barricadas del parque, y si esquivabas el descalabro de la
piedra oculta en la bola asesina, regresabas a casa con la fortuna de la plenitud
en el rostro helado y la dicha en el corazón caliente.
Hoy la batalla es de otro tipo y consiste
en atravesar estas fechas sin que la felicidad obligatoria te agreda demasiado,
y el infantilismo circundante no te lleve a emular más allá de lo inevitable,
el despilfarro sin causa y el exhibicionismo general. La Navidad debiera ser para
los niños y sólo para ellos. Los adultos nos agarramos a su calor como a una
tabla de salvación que nos ofrece una tregua ficticia contra los naufragios
cotidianos, pero el invierno seguirá cuando se apaguen las luces. Sería
conveniente no desmontar el árbol por lo menos hasta agosto, para intentar que la
solidaridad prodigada a tiempo parcial tenga contrato indefinido y el espíritu
que anestesia la crueldad en estas fiestas tan entrañables no se esfume cuando
desaparezca el espumillón de los escaparates. Tras los fastos interminables del
solsticio, acecha la cuesta de enero.
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