De todas las manifestaciones de la
mezquindad del alma humana, la más inexplicable es la ingratitud. Tratar
de comprender el mecanismo mental que lleva a un joven musulmán nacido en
Cataluña, a practicar la yihad contra su tierra de adopción es una tarea que
conduce al absurdo. Se cría en un entorno amable en el que las manifestaciones
hostiles contra su raza son anecdóticas, crece en un ambiente en el que los
poderes públicos promueven su integración con todo tipo de medidas de
asistencia social, disfruta de oportunidades sanitarias y educacionales
inalcanzables en su país de origen y un buen día, es captado por un psicópata
disfrazado de líder religioso que le adoctrina en el victimismo y en el arte de
la guerra santa contra sus vecinos de escalera. La estupefacción que produce
contemplar las secuencias de las horas posteriores al atentado de las ramblas en
las que tres de los adolescentes miembros de la célula terrorista compran entre
risas la tortilla de patata que será su última cena y luego se procuran hachas
y cuchillos con los que después pretenden rebanar el cuello de los viandantes
que les salgan al paso, no es superior a la que sentimos cuando nos damos
cuenta de que se lanzarán contra ellos porque los consideran cruzados infieles
usurpadores de Al-Ándalus.
El origen de esta clase de perversión
mental no hay que buscarlo en profundos aparatos ideológicos, sino en técnicas
más cercanas al nihilismo sectario que a una sincera fe espiritual. Es cierto
que contra esta vuelta de tuerca que activa los cerebros de estos chicos para
que conviertan en realidad lo que la mayoría de nuestros hijos se conforma con
ensayar de manera virtual en la quimera de un videojuego, es difícil
defenderse. Pero la radicalización de estos jóvenes corre pareja con una escasa
capacidad logística y operativa que hubiera podido ser prevenida si nuestras
medidas de seguridad hubieran sido dispuestas con la profesionalidad y
prontitud que demandaba el protagonismo de Barcelona en las soflamas de los
fanáticos. Lo prueba el hecho de que la masacre proyectada en Cambrils fue
abortada en parte porque los mossos
ya se hallaban en alerta. Después hemos sabido que las investigaciones sobre la
explosión de la vivienda que alojaba a los asesinos no fueron un ejemplo de
lucidez cuando no se ataron cabos tras encontrar en el mismo escenario okupado un número anormal de bombonas de
gas, un libro con consignas yihadistas y acetona suficiente para que la madre
de satán destruyera los emblemas de la ciudad de los prodigios. Ni siquiera era
necesario que servicios de inteligencia foráneos alertaran a los cuerpos de
seguridad de una amenaza terrorista sobre las ramblas que ya era de puro
sentido común. La endémica descoordinación de nuestras múltiples policías hizo
el resto para que se añadiera otro capítulo al libro que se comenzó a escribir
a propósito del 11-M.
En todo este tiempo de calma aparente, no
parece que hayamos aprendido mucho, y el espectáculo que ya se dio entonces en
la explicación de la tragedia se ha vuelto a repetir ahora para bochorno de
nuestra credibilidad internacional. El caínismo de nuestro carácter aparece
cuando menos hace falta ya sea para buscar culpables en el adversario político
o para sacar pecho de nación autosuficiente cuyos líderes no sienten pudor
alguno al prodigar baladronadas independentistas en la gestión del atentado.
Esos polvos conducen inevitablemente al lodo en el que se convierten las
manifestaciones posteriores, manipuladas por actores partidistas más
preocupados de mostrar en primer plano su bandera que por honrar la memoria de
las víctimas. La espontaneidad de las flores de homenaje y las velas de
recuerdo se olvida pronto para dejar paso a la estrategia de las pancartas
contra occidente y las esteladas con crespón, de luto por nuestra convivencia.
Si todavía hubiera una brizna de dignidad
en aquéllos que para nuestra desgracia lideran las instituciones, suspenderían
de inmediato las hostilidades, aplazarían procesos y evitarían desconexiones en
un momento como éste en el que nos va la vida en la unidad. La banalidad del
mal que se advierte en estos terroristas de última generación corre pareja con
las miserias nacionalistas concentradas en hacer creer a la población que la
ruptura con España será la panacea contra futuros atentados del mismo modo que
antes se identificó a la república catalana independiente con un paraíso
improbable exento de corrupción. Ni la certidumbre de la muerte en primer plano
es capaz de añadir cordura a un escenario desde el que se siguen realizando
grandilocuentes protestas de democracia basadas en el incumplimiento del marco
legal que todos nos hemos dado.
Aunque el nacionalismo se cure viajando,
los inquilinos de la plaza de San Jaume no necesitan traspasar su deseada
frontera para remediar el mal que les aqueja. Les bastaría con atravesar el
barrio gótico, alcanzar las ramblas y entregarse al cosmopolitismo que allí se
respira, defender la maravilla de ese kilómetro mágico con una trinchera que
impida que haya que refugiarse de nuevo en la Boquería, salvo para admirar su
belleza. Es más fácil despojarse de la ambición y de las mentiras transitando
la alegría que comienza en Canaletas y se asoma al mar en Colón. La conjura de
los bolardos se hace más necesaria contra la traición insolidaria que frente a
la barbarie indescifrable. Blindar la ley no nos quita libertad si ello nos
hace salir indemnes de la violencia y de la demagogia y nos permite seguir
disfrutando de la dicha de caminar la rambla despacio y sin medida, sin que
dentro de poco tengamos que hacerlo como extranjeros, sin albergar duda alguna
de que el bullicio tras la espalda no es más que el murmullo feliz de una tarde
de verano.
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