miércoles, 23 de agosto de 2017

LA FERIA DE LOS MILAGROS

En el hipotético podio de las preferencias festivas de los conquenses, la feria de San Julián ocupa un triste tercer lugar, su brillo siempre oscurecido por nuestra atávica pulsión por el banzo y la maroma. En cambio, para el niño que fui, la feria era el gran acontecimiento del año, el último regalo del verano que agitaba los sentidos desde que se atisbaba el mágico baile de los gigantes abriéndose paso entre las carrozas, hasta que llegaba el estruendo de la traca que los amigos corríamos por Carretería para acabar aturdidos por el olor agrio de la pólvora y la decepción del final de la alegría.

La feria de la infancia era sobre todo la algarabía de las atracciones en el “Carrero”, esa extraña banda sonora que atronaba el barrio hasta la madrugada mezclando a los Bee Gees con los Chunguitos, a  Camilo Sesto con Georgie Dann, guirigay incesante al que sólo conseguían imponerse las voces de los hermanos Cachichi y el Terremoto, los tomboleros incansables que año tras año comparecían como modernos predicadores de nuestro “far west” particular. Para hacernos a la idea no andaba muy lejos el barco del Mississipi y podíamos probar en las casetas de tiro nuestra habilidad como pistoleros, intentando acertar a los palillos de dientes con escopetas trucadas. Si el dinero escaseaba, tocaba pasar la tarde en torno a los coches eléctricos y convivir con la fauna habitual que reinaba en la pista conduciendo marcha atrás desde el respaldo del asiento, avasallando a las parejas de chicas indefensas. Si la paga aún daba de sí, era inevitable acabar con el estómago revuelto tras demostrar el valor afrontando el vértigo del vaivén, aunque más de uno se conformaba con las emociones fuertes del tren de la bruja. El final de la noche siempre era dulce si aún quedaba alguna moneda para comprar al menos un vasito de chufas.

La cosa cambiaba si habías logrado pillar una gemela en la hípica. Todavía recuerdo la tarde en que aposté por Yamilo y Latrocinio, y el manojo de billetes que brillaba en mi cartera gracias al teniente coronel Morugán y al Comandante Centenera y a sus recorridos perfectos sin derribo. El concurso hípico provocaba este tipo de milagros como sin duda lo es contemplar cada año a cientos de conquenses discutir sobre baremos y hándicaps, sin saber absolutamente nada de caballos.

La feria de entonces era el insólito crisol en el que podías disfrutar del lanzamiento de barra castellana en las afueras del “poli” y por la noche pasar dentro para ver a Cecilio Alonso intentando batir a Perramón, en el mejor partido de balonmano posible entre el Atleti y el Calpisa. Cómo no amar aquel pretexto que conseguía el prodigio de que viniera a cantar Serrat a la ciudad olvidada el resto del año, el marco anual en el que se gestó mi primera afición taurina de la mano de Julio Robles, Ángel Teruel o Manzanares, el preciado reclamo para que el Circo Ruso plantara sus tres pistas casi enfrente de mi casa.

Yo he visto cosas en la feria que vosotros no creeríais. He contemplado mares de boinas desde lo alto de la noria agolpándose en la entrada del Teatro Chino, he sentido vibrar a la multitud por el rehúse de un caballo, he visto majorettes desfilando por Carretería y a Paco Ojeda cortar un rabo en tarde de aguacero, estuve en el concierto en el que a Victor Manuel le tiraron una lata de cerveza y hasta vi a Yubero luchar por quitarle un rebote a Tkachenko. Todos esos recuerdos se perderán en el tiempo, como los estacazos de Chupagrifos entre el ruido de la madurez.


Todavía, como Proust, ando buscando el sabor de la magdalena que ofrecían en el puesto del chocolate Valor, sumergida cual iceberg magnífico en aquel vaso que ardía en la fría noche agosteña como último acto del programa y que abrigaba un tanto el corazón, mientras abandonábamos la feria camino de la incertidumbre del otoño.

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