En el hipotético podio de las
preferencias festivas de los conquenses, la feria de San Julián ocupa un triste
tercer lugar, su brillo siempre oscurecido por nuestra atávica pulsión por el
banzo y la maroma. En cambio, para el niño que fui, la feria era el gran
acontecimiento del año, el último regalo del verano que agitaba los sentidos
desde que se atisbaba el mágico baile de los gigantes abriéndose paso entre las
carrozas, hasta que llegaba el estruendo de la traca que los amigos corríamos
por Carretería para acabar aturdidos por el olor agrio de la pólvora y la
decepción del final de la alegría.
La feria de la infancia era sobre todo
la algarabía de las atracciones en el “Carrero”, esa extraña banda sonora que
atronaba el barrio hasta la madrugada mezclando a los Bee Gees con los
Chunguitos, a Camilo Sesto con Georgie Dann, guirigay incesante al que
sólo conseguían imponerse las voces de los hermanos Cachichi y el Terremoto,
los tomboleros incansables que año tras año comparecían como modernos
predicadores de nuestro “far west” particular. Para hacernos a la idea no
andaba muy lejos el barco del Mississipi y podíamos probar en las casetas de
tiro nuestra habilidad como pistoleros, intentando acertar a los palillos de
dientes con escopetas trucadas. Si el dinero escaseaba, tocaba pasar la tarde
en torno a los coches eléctricos y convivir con la fauna habitual que reinaba
en la pista conduciendo marcha atrás desde el respaldo del asiento, avasallando
a las parejas de chicas indefensas. Si la paga aún daba de sí, era inevitable
acabar con el estómago revuelto tras demostrar el valor afrontando el vértigo
del vaivén, aunque más de uno se conformaba con las emociones fuertes del tren
de la bruja. El final de la noche siempre era dulce si aún quedaba alguna
moneda para comprar al menos un vasito de chufas.
La cosa cambiaba si habías logrado pillar
una gemela en la hípica. Todavía recuerdo la tarde en que aposté por Yamilo y
Latrocinio, y el manojo de billetes que brillaba en mi cartera gracias al teniente
coronel Morugán y al Comandante Centenera y a sus recorridos perfectos sin
derribo. El concurso hípico provocaba este tipo de milagros como sin duda lo es
contemplar cada año a cientos de conquenses discutir sobre baremos y hándicaps,
sin saber absolutamente nada de caballos.
La feria de entonces era el insólito
crisol en el que podías disfrutar del lanzamiento de barra castellana en las
afueras del “poli” y por la noche pasar dentro para ver a Cecilio Alonso
intentando batir a Perramón, en el mejor partido de balonmano posible entre el
Atleti y el Calpisa. Cómo no amar aquel pretexto que conseguía el prodigio de que
viniera a cantar Serrat a la ciudad olvidada el resto del año, el marco
anual en el que se gestó mi primera afición taurina de la mano de Julio Robles,
Ángel Teruel o Manzanares, el preciado reclamo para que el Circo Ruso plantara
sus tres pistas casi enfrente de mi casa.
Yo he visto cosas en la feria que
vosotros no creeríais. He contemplado mares de boinas desde lo alto de la noria
agolpándose en la entrada del Teatro Chino, he sentido vibrar a la multitud por
el rehúse de un caballo, he visto majorettes desfilando por Carretería y a Paco
Ojeda cortar un rabo en tarde de aguacero, estuve en el concierto en el que a
Victor Manuel le tiraron una lata de cerveza y hasta vi a Yubero luchar por
quitarle un rebote a Tkachenko. Todos esos recuerdos se perderán en el tiempo,
como los estacazos de Chupagrifos entre el ruido de la madurez.
Todavía, como Proust, ando buscando el
sabor de la magdalena que ofrecían en el puesto del chocolate Valor, sumergida cual
iceberg magnífico en aquel vaso que ardía en la fría noche agosteña como último
acto del programa y que abrigaba un tanto el corazón, mientras abandonábamos la
feria camino de la incertidumbre del otoño.
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