Llegar a los cincuenta es un triunfo que
no se valora debidamente en estos tiempos extraños en los que a la edad de las
sopitas y el buen vino, la gente corre maratones y se viste con la ropa de sus
hijos en edad de merecer. Aunque la vida suele ser una sucesión tal de
decepciones que sólo cabe acoger el final con cierto alivio, he conseguido
llegar al medio siglo sin que la vejez que poco a poco va invadiendo mi
osamenta se convierta también en ese estado mental que amenaza tu futuro cuando
presientes que ya has recorrido la mayor parte del camino que se te ha otorgado
transitar. Antes de traspasar la frontera que parte tu senda por la mitad,
todavía la cabeza hace planes como si uno no tuviera hijos adolescentes a los
que dar ejemplo. El espíritu juvenil que habita tu cuerpo desvencijado aún se
empeña en empresas imposibles a pesar de que desde hace tiempo advertiste que
más vale salir de fiesta los viernes para tener así dos días por delante de
recuperación y que los partidos de tenis que antes te hacían sentir Federer por
unas horas te dejan ahora tan baldado que la mayor victoria es poder levantarte
de la cama a la mañana siguiente.
Sin embargo, cumplir los cincuenta es
hundirse en una dimensión nueva. Justo cuando creías haber alcanzado el secreto
de la clarividencia que da la madurez, cuando las dudas que te hicieron sentir
inerme para enfrentar los embates de la existencia habían quedado superadas,
llega la barrera inclemente del cambio de década y sin saber por qué, vas notando
ese cansancio raro que te hace sospechar que jamás volverás a soportar los
empujones de la primera fila de un concierto, que deberás conformarte con mover
levemente la cadera desde la barra, contemplando la batalla desde la
retaguardia de la frustración. Ya lo dijo Balzac, el anciano es un hombre que
ya ha comido y observa cómo comen los demás.
Es la vejez, amigos, la dama humillante e
inhóspita del verso de Cernuda, el único argumento de la obra que Gil de Biedma
interpretó cuando se dio cuenta de que las dimensiones del teatro no daban más
de sí. Ese estado de cosas que va instalándose en tu cuerpo cuando no pasa un
solo día sin sentir alguna clase de malestar físico y el desgaste de los materiales
hace de tu espalda un lugar propicio para el dolor, pies y rodillas comienzan a
claudicar antes de tiempo, las digestiones dejan de ser fáciles y los ojos
miopes de siempre transitan alevosamente hacia la presbicia para que las
embestidas del destino te pillen medio ciego y desnortado.
La cosa se complica cuando uno siente que
ha llegado tarde a casi todo en esta vida y necesita seguir en este valle de
lágrimas al menos otro medio siglo para colmar sus expectativas. Soy de los que
tuvo un vídeo beta, hace poco júbilé la televisión de tubo y sigo usando el
windows vista en mi ordenador. Cuando por fin me aboné al canal plus, ya habían
quitado el porno, así que necesito imperiosamente que sea verdad esa patraña
que nos vende la ciencia prometiendo para un futuro no tan lejano una esperanza
de vida que llegue a los cien años y aunque para entonces habitemos en la
indigencia y no haya plan de pensiones que resista nuestra longevidad, es peor
dejar de quejarse e ingresar para siempre en el corral de los quietos y tener
que darle la razón personalmente al espectro de Óscar Wilde que aunque no pudo
alcanzar siquiera el medio siglo, enseguida se dio cuenta de que envejecer no tiene importancia, lo terrible es
seguir sintiéndose joven.
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