Mi hijo Andrés llegó a la vida exactamente a las 8:35 del día 11 de
noviembre de 2001, en un escueto paritorio de la Clínica Nuestra Señora del
Rosario, un modernizado hospital que se encuentra en la calle Príncipe de
Vergara, en el corazón del Barrio de Salamanca de un Madrid que a esa hora
brillaba especialmente luminoso como sólo sabe hacerlo esta ciudad en los
soleados domingos del otoño.
El ritual del alumbramiento había comenzado cinco
horas antes, cuando mi mujer pronunció las palabras mágicas cuyo sonido no
tenía que llegar hasta dos semanas más tarde, pero que presentíamos y casi
deseábamos oír cuanto antes. Tengo contracciones, - me dijo -, al
tiempo que yo sentía contraerse mi ánimo con el mismo ritmo que el útero de mi esposa. No es que uno sea de natural cobarde. Lo que me acobardaba era
un lumbago terrible que me tenía postrado desde el jueves anterior, cuando
decidí acudir a las clases de preparación al parto como un marido políticamente
correcto que comparte con su mujer todos los avatares de su embarazo,
concretamente unos ejercicios estúpidos que allí llamaban “pujos“, cuya
repentización innecesaria – “el marido debe colocarse a la espalda de su mujer
y cuando yo lo diga, que la ayude a incorporarse, sujetándola mientras ella mantiene
la respiración”-, provocó que mi espalda
hiciera crack y que el magnífico puente de la Almudena que esperaba al día
siguiente, transcurriera con mi quebrantada anatomía guardando reposo absoluto
porque el mínimo movimiento provocaba aullidos en mi cerebro, no en mis cuerdas
vocales, que yo soy muy sufrido. Lo curioso fue que luego en el paritorio,
nadie requirió mi ayuda para repetir el numerito que originó mi postración, ya
que mi santa esposa dio a luz con una destreza sorprendente, como si lo hubiera
estado haciendo toda la vida.
Las mujeres poseen un don que les otorga una serenidad
especial cuando se presenta el momento de la verdad. La mía, antes de
anunciarme la buena nueva, y a pesar de haber sangrado, señal inequívoca de
urgente peregrinación al hospital, se entretuvo en limpiar y ordenar la casa,
obedeciendo al resorte mental sólo presente en el gineceo que impide a una
mujer abandonar su hogar por unos días sin dejarlo en perfecto estado de
revista para disfrute de los fantasmas que suelen poblar las casas abandonadas
por sus inquilinos habituales. Así es que tras vestirnos dificultosamente
porque una barriga de nueve meses y una espalda maltrecha nos situaban en la
condición de inválidos, agarramos a duras penas la “maleta del hospital” que
esperaba ya dispuesta con previsora antelación, y nos lanzamos al hielo de la
madrugada. Me introduje en el coche con calzador y mi primer triunfo de la
noche fue que mi anatomía me iba respondiendo para conducir con una mínima
solvencia. Mi mente, sin embargo, debía haber encallado en un lumbago más
profundo que el de las vértebras, y no se le ocurrió nada mejor que llegar al
hospital por la calle Juan Bravo, habitualmente congestionada a esas horas por
las dobles filas de los bares de copas. Afortunadamente, el atasco se disipó
sin necesidad de pegarme con ningún borracho, y una luna en menguante saludó
nuestra entrada por la zona de urgencias de la maternidad, en donde ya nos
esperaba una experta y cálida matrona que exploró a mi mujer confirmando que la
frecuencia de las contracciones y la dilatación del cuello del útero era la
adecuada para justificar nuestro ingreso.
La habitación 224 de la
Clínica del Rosario nos acogió con la frialdad habitual de las estancias de
hospital, cegando con su iluminación plana nuestra necesidad de calor. Al poco
tiempo, mi mujer estaba tendida en la cama con el brazo taladrado por el goteo
y el vientre convenientemente monitorizado, y en este estado, aún tenía valor
para ordenarme que intentara recomponer mis vértebras sobre la dura
horizontalidad del sofá de al lado. Como el reposo era imposible porque cada
diez minutos entraba una enfermera mirando agriamente hacia el sofá, decidí levantarme y mandar al carajo la precaución justo
cuando reapareció la matrona diciendo que iba a romper la bolsa para que todo
el proceso se acelerara. Yo pensé que era una decisión estupenda hasta que la vi
maniobrar en los bajos de mi mujer con algo parecido a una aguja
de hacer punto que inmediatamente me representé horadando brutalmente el
cerebro de mi hijo. Por fortuna la matrona sabía lo que se hacía y tras la
riada lógica que sobrevino a la operación, llegó lo peor para mi santa esposa
pues la cabeza del niño pedía paso con urgencia y los dolores ya se iban
pareciendo a la condena con que el supremo hacedor castigó al género femenino
por obra y gracia de nuestra primera madre. Sin embargo, como las maldiciones
bíblicas ya no son lo que eran, entre la matrona y mi mujer se cruzó una mirada
de complicidad en la que yo leí la palabra salvadora: epidural. Así que nos
bajamos todos al quirófano.
Las siete de la mañana
llegaron con mi anatomía hecha un cuatro en una inhóspita sala de espera. Lo
siguiente fue el numerito de la vestimenta que permitía mi entrada al
paritorio: una bata absurda que apenas cubría mi contorno y unos patucos para
los zapatos que me costó una enormidad calzarme. Yo esperaba también el gorro y
la mascarilla pero afortunadamente las medidas de seguridad estaban algo
relajadas, hasta el punto de que mi ingreso en el quirófano coincidió con el de
una mosca cojonera que había sobrevivido hasta noviembre para poner en peligro
la asepsia deseable en estos trances y que se empeñaba en posarse en el monitor
que controlaba los latidos del nasciturus, con una asiduidad desquiciante.
A mi mujer debía haberle
hecho ya efecto la anestesia porque encontró ánimo para bromear sobre mi
aspecto y preocuparse por mi estado físico que en la tensión del momento había
dejado de importarme. El problema era la mosca que revoloteaba incansable entre
contracción y contracción sin que el personal médico pareciera darle importancia,
hasta que les hice notar su presencia. El ayudante del ginecólogo, un tipo de
dos por dos con voz ininteligible por cavernosa, no dio especial importancia
al asunto, cogió un periódico, el ABC, y me cedió a mí otro, La Razón, y con
estas dos poderosas armas del periodismo conservador nos dispusimos a perseguir
al insecto por el paritorio, mientras una enfermera se presentó con un
mortífero insecticida muy dispuesta a contaminar el primer ambiente que se iba
a encontrar mi hijo instantes después. Al fin, la mosca se posó en un lugar
accesible antes de que mi primera idea de arrearle a la enfermera con el
periódico se materializara, y le pegué con toda la fuerza que la razón
conlleva. Sospecho que finalmente se me escapó pero lo cierto es que la mosca
no volvió a aparecer, no así los dolores para mi mujer que requirió la
presencia del anestesista. Otro lingotazo de epidural solucionó el sufrimiento
y ya sólo se trataba de empujar adecuadamente, acción que mi esposa bordó a la
perfección porque con un par de abdominales el niño se hizo visible, la matrona me preguntó si quería atisbar su pelo y la primera imagen de mi hijo fue una espesura negra entre paréntesis que esperaba en la antesala
de la vida independiente.
Ya eran casi las ocho de la
mañana cuando apareció el ginecólogo, bien maqueado y recién duchadito, para
afrontar el momento decisivo al que todos los demás llegamos hechos unos
zorros, con el cansancio de la madrugada en las espaldas y la tensión de las
horas previas marcando nuestras caras. Llegó, examinó el panorama vaginal, dijo
que aquello era cuestión de pocos minutos, encaramó las piernas de mi amada en
el potro de tortura y la animó a seguir empujando, lo estás haciendo muy bien,
muy bien, muy bien, vamos, vamos, así, hazte caca, hazte caca, y yo pensaba
para mis adentros, como se cague ahora el ambiente se va a hacer insoportable,
y mi hijo va a nacer hecho una mierda, sin reparar en que al principio de la
noche mi esposa había sido convenientemente “enemada”, por lo que lo de hacer
caca era sólo una poética metáfora del doctor.
Andaba yo metido en estos pensamientos mientras
reconfortaba a mi mujer en la cabecera de la camilla cuando el ayudante del
médico me preguntó si podía soportar asistir en primera línea de batalla a la
carnicería que se avecinaba. Lo miré de soslayo, puse cara de tipo duro y dejé
a mi mujer sola ante el peligro, pues en ese momento el enfermero descargó su voluminosa anatomía sobre su vientre claro y profundo, que diría el poeta. El cuerpo me pedía repeler la agresión pero el resultado hubiera sido similar al que sufren los inconscientes que osan enfrentarse a Bud Spencer en sus películas, así que opté por la prudencia y me situé a las espaldas del ginecólogo para
presenciar como éste, ante el creciente empuje del pequeño, iba metiendo los
dedos en las paredes de la vagina para que fuera cediendo,
aunque lo peor no era la evidencia de haber perdido hacía tiempo la exclusiva
en la manipulación genital de mi mujer, sino que además ese médico criminal había
cogido unas tijeras con las que se disponía a destrozar el habitáculo que
tantas alegrías me había proporcionado en el pasado reciente.
El corte fue rápido y limpio y al instante surgió
de entre aquellas fauces desgarradas el rostro congestionado de mi hijo. Sus
facciones hinchadas y amoratadas como las de un boxeador noqueado - vaya, ha salido a la
familia materna, pensé – daban una idea del duro combate que supone venir a
este mundo en el que luego sigues recibiendo tortas a cada paso que das. Pero
la pelea no había acabado ahí. Me di cuenta cuando noté cierta crispación en el
médico y el resto de la anatomía de mi hijo no aparecía por lugar alguno ya que
el cordón umbilical se había entretenido a última hora en serpentear por su
cuello. Mientras el ginecólogo manejaba con afortunada destreza aquella
dificultad, desenredando la madeja que durante casi nueve meses había sido el
conducto que mantenía incólume una vida en ciernes, mi esperanza pendía ahora
de ese hilo que amenazaba con asfixiar tantas ilusiones generadas en torno a
este momento. Tres vueltas, tres, de cordón que no estaban muy apretadas según
me comentó luego el médico, tres siglos que me pareció el tiempo que
tardó en deshacerse aquel lío, tres aleluyas que salieron de mi alma cuando por
fin el niño comenzó a respirar sobre el pecho de su madre.
Inmediatamente comenzaron las rutinas habituales en
estos casos. El personal se llevó al niño a una sala contigua desde donde nos
llegó el primer sonido de su voz en forma de llanto desconsolado que se
prolongaría durante quince o veinte minutos, hasta que nuevamente el pequeño
encontró el abrigo del olor materno. Entretanto, y tras las primeras noticias
de la pediatra que nos tranquilizó sobre la salud de nuestro hijo, tenían lugar
en el paritorio las labores de limpieza y costura que tampoco me quise perder,
ya que uno no es asqueroso y está acostumbrado a comer todo tipo de vísceras
sanguinolentas bastante parecidas a la voluminosa placenta que mi mujer
expulsaba al tiempo que su vientre fecundo se desinflaba poco a poco como por
encanto. El cosido fue laborioso y mientras el médico ponderaba el
comportamiento de mi santa esposa durante el parto, alabando su flexibilidad y
el buen estado de forma que había demostrado, un servidor, llevado por la
euforia del momento, bromeaba asegurando que todo había sido tan fácil que
íbamos a tener cuatro más. El ginecólogo se sonrió ante mi baladronada y como el llanto de mi hijo no cesaba, pasé el resto del tiempo en un continuo ir y venir entre la sala de neonatología y el
paritorio, y así, mientras el marido vigilaba las últimas puntadas del médico,
el padre controlaba que los berridos del niño no se debían a alguna perrería de
las enfermeras que manipulaban a mi hijo con soltura no exenta de afecto.
Cuando el personal desapareció, me quedé a solas con Andrés, que reposaba al
amor de una lámpara cuya luz rojiza intentaba reproducir el calor del seno
materno inútilmente, porque mi hijo seguía quejándose de haber sido
expulsado a este mundo hostil sin su consentimiento. En ese momento de soledad
padre-hijo, he de reconocer que se me humedecieron los ojos al verlo sano. El
niño tenía de todo, orejas, ojos, un ombligo negruzco prensado por una pinza
verde y unos atributos masculinos bien puestos que ya conocía por las
ecografías, y el primer mensaje telepático que lancé a su intelecto incipiente
fue que me sentía orgulloso de él y que estaba seguro de que iba a superar en
todo a su padre, cosa que, por otro lado, no es empresa demasiado complicada.
Eran las nueve y media de la mañana del día once de
noviembre de dos mil uno (11-11-01, cifras mágicas que demuestran que mi hijo
va a ser el número uno, ¿o escogerá el cero en su expediente académico?), y la
familia Rodríguez Zaragoza caminaba agotada y exultante por los pasillos del
hospital con destino a la felicidad, contemplando el cielo limpio, vestido para
la ocasión de azul purísima y oro rutilante por el sol de la mañana que nunca
hasta entonces nos había parecido tan hermoso. Un padre exhausto flotaba al
lado de la camilla sobre la que sonreía una madre que ya sólo tenía miradas
para un niño precioso, al fin tranquilo, dormido en un regazo de amor y de futuro.
Qué preciosidad!!! Mi mas sincera enhorabuena. Tenéis un hijo maravilloso y, además, guspisimo
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