En un mundo obsesionado con domesticar a la gente con
la felicidad ficticia de lo material, la tauromaquia sigue ofreciendo valores
intangibles como la gallardía, la generosidad, el coraje, el afán de superación
de las dificultades y la naturalidad en la convivencia con la muerte que
deberían convertirla en materia de inclusión obligatoria en los planes de
estudio de nuestros escolares. En cambio, el pensamiento Disney que domina
nuestro tiempo pretende aplicar categorías humanas al trato con los animales
para así hacer pasar por inmorales, comportamientos que en realidad son ejemplares,
verdaderos espejos en los que mirarse cuando toca lidiar con la vida y sus
heridas.
Frente a
la tabarra animalista que ha dominado la feroz canícula de este año, resultaba
imprescindible que la Feria de Otoño madrileña se convirtiera en esa referencia
virtuosa que nos permitiera enfrentar el acoso antitaurino con argumentos
sólidos con que desmontar las acostumbradas mentiras del enemigo sobre el
sufrimiento de los toros en el ruedo y la condición homicida de sus matadores.
En cambio, la empresa que regenta nuestra plaza, en connivencia con la nueva
gerencia de asuntos taurinos de la Comunidad de Madrid sigue perdiendo el
tiempo elaborando estúpidos decálogos sobre la vestimenta del chulo de toriles,
el desnivel del ruedo o el tamaño de las orejas que se cortan, en vez de
ocuparse por respetar al aficionado y traer a Madrid ganaderías acreditadas que
cumplan con los mínimos de trapío y casta que exige la defensa de este
vilipendiado espectáculo en la primera plaza del mundo. Por el contrario, sólo
en la última tarde del ciclo, Adolfo Martín trajo a las Ventas animales a tono
con la categoría de la plaza. Hasta entonces, la sufrida afición tuvo que
tragarse la ración acostumbrada de novillos descastados, el último plazo de la iguala
inevitable que se abona todos los años a la familia Fraile y la previsible
cuota de Juanpedros al borde de la domesticación.
La Feria
se abría con el aperitivo de la novillada de El Torreón, en la que Filiberto,
Alejandro Marcos y Joaquín Galdós dejaron la impresión de ser
novilleros adocenados antes de tiempo, pues desplegaron en el ruedo las formas
desagradables del toreo moderno, el de la suerte descargada, el pase hacia
afuera y la rectificación de terrenos, senda por la que sus mentores les
enseñan a caminar sin más horizonte posible que el despeñadero de la
vulgaridad.
Al día
siguiente, el plato fuerte de la feria se había planteado acartelando mano a
mano a Diego Urdiales y Alberto
López Simón. El primero ha sido convertido este año por la crítica oficial en
el guardián de las esencias del toreo clásico merced a la gran faena que realizó
a un toro de Adolfo Martín en la Feria de Otoño del año pasado, y sin perder
cartel, ha echado el año comportándose como el que siempre ha sido, un diestro
honrado que luce más ante el toro encastado que ante el medio toro objeto de
deseo de los instalados. Con los del Puerto
de San Lorenzo sólo pudo brillar apenas en un par de verónicas, y anduvo
incómodo toda la tarde sin hallar templanza posible a las desabridas oleadas de
sus oponentes. El segundo venía en su condición de torero revelación de la
temporada, dos puertas grandes en Madrid por primavera y un verano cogiendo
sustituciones de feria en feria, acumulando cornadas y reapariciones con hambre
de triunfo y las carnes abiertas. La tarde del dos de octubre en las Ventas fue
el resumen perfecto de su trayectoria reciente, una primera faena sin mayor
argumento que la quietud ante un toro que viene y va sin ir dominado, la cogida
que llega en la ligazón de un pase de pecho sin enmendarse y el pundonor para
permanecer en el ruedo y matar al toro sobreponiéndose a la cojera que le
acompaña camino de la enfermería con la oreja caliente dentro del chaleco que
un presidente sin criterio concede al público sensible. Con la puerta grande
entreabierta y el torero en la enfermería, se corre el turno y Urdiales mata
los dos toros restantes de su lote para permitir que López Simón se recupere y comparezca de nuevo en la plaza,
atravesando el ruedo con un aparatoso vendaje en el muslo y caminando muy lento
con la barbilla en el pecho, un recorrido místico que sin duda hubiera sido
menos sobrecogedor de transcurrir entre barreras, como siempre se hizo. El
quinto toro sale abanto y su maltrecho lidiador apenas puede abrirse de capote
ante el enemigo que huye. El muleteo transcurre vulgar entre la expectación de
la masa entregada al estoicismo del torero mermado que finalmente consigue sujetar
al toro en una serie de ceñidos redondos en los que las muñecas mandan por
primera vez en la tarde. El resto es un pase aquí y otro allá y la persecución
del toro por el diestro inteligente que aprovecha las querencias
sobreponiéndose a la cojera, y una eficaz estocada recibiendo que cumple su
cometido con rapidez. El delirio se desata, el presidente acata y el torero de
Barajas abre nuevamente la puerta grande sin haber dado un natural en toda la
tarde.
Uno
pensaba que López Simón iba a comparecer al día siguiente a pesar de la cornada
para tratar de igualar la gesta de César Rincón que en el año 91 abrió la
puerta grande cuatro tardes seguidas a lo largo de una misma temporada con el
único aval de su muleta planchada y sin trampa. Hizo bien el de Barajas quedándose
en la cama y su sustitución la cogió al vuelo Gonzalo Caballero para tomar la alternativa frente a dos Vellosinos que no eran precisamente de
oro, un lote descastado ante los que el lucimiento era una quimera sólo al
alcance de los monarcas que en el toreo han sido. Estuvo digno y valiente,
mejor con el malo y sin ideas frente al menos malo. Le acompañaban en esa
empresa imposible, Uceda Leal y Eugenio de Mora, dos toreros de clase
que lejana ya la época en la que estuvieron en la antesala de la gloria sin
llegar a pisarla del todo, siguen intentando coger ese tren a despecho de los
años y el cansancio de la afición. Uceda echó la tarde de manera discreta, al
abrigo de su extraodinaria espada y Eugenio presentó al respetable su depurado
oficio una vez más, rememoró sus ilusiones juveniles iniciando de rodillas la
faena al último de su lote y puesto en pie, pudo incluso relajarse con gusto en
algún pase aislado cuando el toro se lo tragaba a favor de querencia. Es
posible que sea el único integrante del escalafón taurino que sigue cargando la
suerte como es debido en esta neotauromaquia de la pérdida de pasos y la pierna
retrasada.
Y por
fin llegó Adolfo y se corrieron en
Madrid toros de verdad, daba gusto verlos tan bien presentados haciendo honor
al tipo de su encaste, alegres de salida, rematando con brío en los burladeros,
paseando su fiereza por la plaza, pendientes de todo lo que se movía. Ahora el
aficionado ya no estaba de charleta con el compañero de localidad, guardaba las
pipas para luego y se le atragantaba el cubata con cada embestida. La suerte de
varas ya no era el trámite de las otras tardes, la brega en banderillas cobraba
sentido, las telas debían de ser movidas por los matadores con intención y
solvencia técnica si no querían verse derrotados por semejante vendaval de
casta. Así le pasó a Robleño que
sigue sin desplegar en Madrid los recursos lidiadores que se le observan en
otras plazas, aunque hay que decir que pechó con el peor lote, uno muy
peligroso y otro que se apagó pronto. Rafaelillo
en cambio, estuvo bien en el que abrió plaza, otro imponente Aviador de la
reata que tantos triunfos ha dado a esta ganadería, ante el que había que estar
muy firme pues se acordaba enseguida de lo que se dejaba detrás y era necesario
llevarlo muy toreado, cosa que consiguió el murciano en algún que otro natural
que nos supo a gloria. No dejó tan buen sabor de boca con el cuarto al que no
sacó todo el partido que tenía un pitón izquierdo propicio para volver a
intentar abordar el sueño que frustró la espada en la miurada de San Isidro.
La
terna la cerraba Paco Ureña que nos
hizo concebir esperanzas de recuperación al recibir a su primer toro con
vibrantes capotazos de mucho aguante al hilo de las tablas. Luego le aplicó a
una embestida antigua el toreo moderno y el toro se lo echó a los lomos como no
podía ser de otra manera. La historia se repitió con el toro que cerraba la
feria y tras la inevitable cogida, Ureña volvió a la cara del Adolfo maltrecho,
desmadejado, y contra todo pronóstico le enjaretó una serie de naturales
limpios como el aire otoñal de la tarde y después otra serie más de frente a
pies juntos muy bien rematados detrás de la cadera. Se quiso adornar con un
cambio de mano que salió regular y aún desgranó otro manojo de naturales muy sinceros
y de fuerte impacto estético, pero todo quedó sin premio pues a la hora de
matar se quedaba en la cara del toro en cada intento e incluso acabó
atravesando el estoque que quedó enhebrado en los bajos de mala manera.
De nuevo
se cerraba otra feria con un torero paseando el anillo anegado en lágrimas. Como
el toro me crezco ante el castigo, cantaba Miguel Hernández y recitaba Ureña en
cada pase, después de cada revolcón. Contra todos los negros presagios que
anuncian la decadencia de este espectáculo, de nuevo la esperanza de una tarde
en la que hemos podido asistir a esta lección magistral de vida que la fiesta
ofrece no tan a menudo como nos gustaría y que nuestros hijos se pierden
anestesiados por la pantalla de un ordenador. La tauromaquia nos permite seguir asistiendo en pleno siglo XXI a esa maravillosa y anacrónica metáfora que en veinte minutos mágicos condensa la lucha cotidiana
por la existencia, ese complicado y hermoso viaje, azaroso y cruel, como la pelea del hombre con el toro.
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