Durante la Feria de San Isidro, la plaza de toros de las
Ventas es mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado balcón desde el que
me asomo, cada tarde, a la alegría. Un mes de toros en el que la vida se
organiza en torno a la cita con el festejo diario, las obligaciones cotidianas
son menos penosas si se tiene el pensamiento puesto en que a las siete de la
tarde te espera un insólito refugio en las alturas desde el que se contempla el
toreo, la extraña metáfora que nos permite todavía asistir a las glorias y a
las miserias de la existencia expuestas en el enfrentamiento entre el hombre y
un animal salvaje.
Hace ya
bastante tiempo que quedó institucionalizado el ardid del empresario de
concentrar en la última semana de feria todas aquellas ganaderías del gusto de
la afición más exigente para despedir el ciclo con el buen sabor de boca de las
embestidas encastadas que sin embargo, descomponen a las primeras figuras del
escalafón. La táctica es clara. Se acartela a los toreros menos placeados
frente a los toros más difíciles y al tiempo que se consigue el objetivo de
mantener el prestigio torista de la plaza de Madrid maquillando un tanto la
gran cantidad de ganaderías bobas soportadas antes de la traca final, la
crítica cautiva aprovecha el fracaso artístico de estas tardes para darle más
palos que a una estera al toro que no conviene al sistema, al toro que no deja
estar a gusto y no permite expresarse y disfrutar, el que molesta a los
instalados porque no da vueltas como un perrete siguiendo un señuelo que no es
necesario manejar acreditando poder y hondura. Ese toro ha venido esta última
semana a Madrid y ha puesto casi siempre seriedad en el ruedo, ha obligado al
espectador a estar pendiente de lo que allí sucedía, transportando a la plaza a
un ambiente de incertidumbre distinto del relajo pipero de todos los días,
exigiendo a los de luces firmeza de planta y un corazón valiente para enfrentarse
a las divisas de las que suelen huir las figuras como lo hacen los políticos de
sus promesas electorales.
Pero
como el sistema quiere para la fiesta del siglo XXI un espectáculo postmoderno
sin sobresaltos, donde la emoción quede reducida al cosquilleo estético del
baile de salón con un animal domesticado como pretexto, conviene criticar mucho
el planteamiento de estas tardes, describirlas como necesario estrambote para
calmar las exigencias de los aficionados ultras y decir que la verdadera
bravura no se mide en la antigualla del peto sino que depende de la duración
del toro en la muleta, ante la cual el candidato a premio debe aguantar no
menos de setenta viajes colocando bien la cara sin un aspaviento de
informalidad. No comprenden, o quizá sí, que están destruyendo un rito que
siempre se basó en lo contrario, en la fiereza del toro, en su integridad como
bestia impredecible y en la entereza de un hombre distinto que en busca de la
gloria pone en juego su vida. En cambio, el sistema busca el otro toro, el
animalito criado para ser dócil y salir amaestrado del chiquero, elemento
imprescindible para subvertir la esencia de una fiesta cuya fuerza se
sustenta en la presencia de la muerte siquiera como hipotético telón de fondo
del juego taurómaco. Los nuevos mercaderes del templo necesitan aplazar esa
idea terrible que amenaza con arruinar su ideal de festejo anodino compatible
con un tendido a poder ser cubierto, entregado al consumo de merchandising y
bebidas espirituosas, en un escenario que cada vez se parece más a un centro
comercial en el que los avatares de la lidia no estorben demasiado el ordenado desarrollo
del negocio.
Contra
todo eso, la semana final nos regaló suficientes momentos épicos como para posponer
un tanto el apocalipsis. Si bien es cierto que ninguna de las ganaderías
anunciadas presentó un encierro en el son de sus mejores tiempos en esta plaza,
anotamos la recuperación de Partido de
Resina que parece haber abandonado la endeblez de sus últimas corridas
añadiendo mayores argumentos al habitual reclamo de guapeza que ofrece el
anuncio en los carteles de la mítica estirpe de Pablo Romero. Encierros muy
venidos a menos fueron los de Cuadri
y Adolfo Martín, que sin embargo imponían una tremenda seriedad en el ruedo,
cada uno en su tipo tan distinto, como también lo hizo la corrida de Baltasar Ibán, garantía de casta
inagotable contra la que no valían las soluciones de toreo moderno aplicadas
por la terna nuestra de cada día. Bastante tenían con anunciarse con el toro de
respeto del que abominan los poderosos, y una vez allí los gladiadores de
tantas tardes esgrimieron redaños frente a las embestidas inciertas,
especialmente un resucitado Luis Miguel
Encabo, que se jugó el tipo de verdad ante un peligrosísimo Cuadri al que
ya le había plantado cara en las verónicas de recibo ganando terreno en cada
lance para construir luego una faena donde era imposible quedarse en el sitio
sin resultar atropellado. También se hizo el ánimo Castaño en su última tarde, en la que planteó un trasteo muy sólido
a su segundo Miura justo cuando todo estaba a la contra tras la fea cornada del
toro a un Marco Galán que sigue
imponiendo su magisterio con el percal de brega y sufre más de la cuenta en
banderillas. Discreto y cumplidor anduvo Robleño,
al que se le vio más cómodo en la distancia corta del Cuadri parado que en la moneda
al aire de la distancia larga que pedían los ibanes.
Y Rafaelillo. El bravo torero murciano desmintió
la pregonada imposibilidad de sacarle partido al encaste de Zahariche. Su
primer Miura se había despeñado por
el camino de la invalidez absoluta y sólo le quedaba una oportunidad en Madrid
que comenzó a aprovechar con una emocionante larga cambiada en el tercio y
después con una enfibrada faena de menos a más en la que siempre fue hacia
adelante buscando al Miura en su terreno, toro incierto que se entregaba cuando
la muleta dominaba por abajo y buscaba al torero cuando se le vaciaba por
arriba. Trasteo a toma y daca, de mucho aguante y taleguilla rota, con momentos
de toreo caro, sobre todo en un cambio de mano excelso y en naturales aislados
de desmayo inverosímil, en los que Rafaelillo se acordaba del novillero de
calidad que fue. El triunfo grande se adivinaba por la respuesta del público,
tan radicalmente distinta de la que había precedido a las numerosas orejas de
saldo concedidas este año, pero con el fallo a espadas llegó la frustración y
la vuelta al ruedo de un torerazo en llanto sin consuelo posible.
Qué
distinta de la miurada fue la corrida de la Beneficencia, la que antaño brillaba más que el sol. Como nos
maliciábamos, la segunda entrega de victorianos en la feria no sacó las mismas
complicaciones de la primera y uno no acierta a explicarse cómo, con el interés
dizque tienen las figuras por terminar de consagrarse en Madrid, el ganadero
las engaña de esta manera enviando los toros con menos posibilidades de
triunfo. Pese a todo, alguno sí salió bastante a modo para el propósito
pretendido por Julián y Miguel Ángel, pero oye, ni por ésas, fue tal el
panorama de vulgaridad que propusieron los poderosos que apenas levantaron unas
tibias palmas del festivo y predispuesto público de esa tarde.
La de
Adolfo tampoco fue para tirar cohetes. Hasta que salió el sexto, los toros
habían sacado la casta justita para que Castella
se justificara y pudiera blasonar el resto del año de haber sido el triunfador
de la feria sin rehuir al menos una cita de más compromiso que el que está
acostumbrado a transitar, y para que Urdiales
se despidiera de Madrid con el cartel intacto, pues si apenas dijo nada con las
ganaderías comerciales, volvió a estar bien dando la cara con el toro de
respeto al que le enjaretó alguno de los muletazos más caros del ciclo de este
año. En cambio, Manuel Escribano
quizá no pueda terminar nunca de depurar su estilo hasta alcanzar la compostura
del diestro riojano, lo cual no importa nada si antes de retirarse firma cuatro
o cinco faenas como la que le hizo a Baratero, el sexto toro de la corrida de Adolfo Martín, que salvó el honor de la
divisa por su casta indómita y por haber encontrado enfrente a un torero cabal
que le arrancó una oreja al final de una lucha a sangre y fuego. El de Gerena
fue capaz de dominarlo ya desde el tercio de banderillas, cuando se sobrepuso a
un atragantón enorme en el último envite, en el que el toro le esperó en el
tercio y le tiró un gañafón terrible que no encontró carne por el puro milagro
obrado por la medallita que sí partió con la guadaña de su pitón derecho.
Escribano volvió a coger los palos sin rehuir la pelea y en los mismos terrenos
le dijo al toro aquí estoy yo colocando esta vez sí el par más emocionante de
la feria. La faena se desarrolló en el mismo tono de incertidumbre por la
condición del toro y por el valor sin cuento del torero, perfecto siempre de
colocación, demostrando a quien lo quisiera entender cómo es posible
sobreponerse al peligro evidente pisando el terreno del toro, invadiendo esa frontera sin perder pasos como hacen los que quieren evitar el riesgo a toda
costa. Desde ese sitio privilegiado, surgieron naturales trazados a ley, muy
templados y ceñidos, unos ligados y otros de uno en uno, a pies juntos, muy
hermosos, rematados donde se debe. La suerte de matar sólo tuvo el borrón de la
pérdida de la muleta que como metáfora de la entrega de Escribano, quedó
prendida entre los pitones hasta que dobló el animal.
El
sitio de los toreros. El sitio del triunfo. Un sitio al que no se acercó el Cid en ningún momento de la tarde del
cinco de junio, fecha emblemática en la que fue recibido por Madrid como sólo
Madrid sabe agasajar a sus toreros predilectos. Se sentía el afecto en la
ovación de gala que ya sólo se repetiría una vez más en la tarde para un
puyazo en la yema de Tito Sandoval. Y es que Manuel anduvo como una sombra por
la plaza, intentando sobreponerse a una victorinada dura, tres y tres, la
primera parte más toreable y la segunda muy cuesta arriba para un hombre derrotado casi desde el principio, cuando intentó ponerse donde se ponía antes
y comprobó cómo las carnes huían del compromiso, incapaz ese cuerpo de aguantar
como antaño la embestida en la larga distancia, desasistido de las cuadrillas
mediocres que contrató para una corrida de tanta exigencia, desolado el tendido
contemplando el triste espectáculo de la huida y la decadencia. La memoria se
nos iba hacia esa tarde del otoño de dos mil trece en la que el torero de
Salteras dictó su última lección magistral en Madrid, o hacia el mes de agosto
de 2007, cuando el Cid salió en triunfo por la puerta grande de Bilbao en otra
tarde a solas con los Victorinos,
tan lejos de ésta en el planteamiento y en la sensación de impotencia que ofrecía
ahora el torero vencido.
Cuando abandonábamos la plaza demorándonos por la querida andanada que nos ha dado cobijo durante este último mes de fríos y calores, de tedio y emociones, nos preguntábamos si a Manuel Jesús todavía le quedarán arrestos para reivindicar su apodo en ocasión más propicia, al menos en una tarde más de gloria que él nos debe y la plaza a él, y con estas cavilaciones íbamos sobrellevando el ambiente de derrota que todavía nos acompañaba mientras subíamos por la calle de Alcalá, y nos despedíamos de la rutina isidril, camino de la incertidumbre del estío.
Cuando abandonábamos la plaza demorándonos por la querida andanada que nos ha dado cobijo durante este último mes de fríos y calores, de tedio y emociones, nos preguntábamos si a Manuel Jesús todavía le quedarán arrestos para reivindicar su apodo en ocasión más propicia, al menos en una tarde más de gloria que él nos debe y la plaza a él, y con estas cavilaciones íbamos sobrellevando el ambiente de derrota que todavía nos acompañaba mientras subíamos por la calle de Alcalá, y nos despedíamos de la rutina isidril, camino de la incertidumbre del estío.
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