viernes, 13 de agosto de 2021

OLIMPIA EN EL SALÓN



La pasión olímpica es ese territorio mágico en el que, cada cuatro años, el españolito aferrado al sillón-bol es capaz de alcanzar logros increíbles como vibrar con una exhibición de katas sin entender nada de artes marciales, introducir en su vocabulario cotidiano términos como pileta, presea o tatami y madrugar en agosto para contemplar de nuevo la derrota de una selección española de baloncesto contra el omnipotente amigo americano. Fue en Los Ángeles cuando nuestra inocencia adolescente se topó con la realidad de Michael Jordan y treinta puntos de diferencia para amargar la madrugada, pero aquella ilusión primera de un baloncesto sin triples en el que todavía no sabíamos qué era el “pick and roll”, aún latía en el resorte que nos hizo levantarnos a las seis de la mañana casi cuarenta años después para comprobar si el Chacho, Ricky y Sergi conseguirían vengar a Corbalán, Epi y Fernando Martín, para regalarle a Pau el oro en su último baile en Saitama. Cuando la mejor selección de la historia del deporte español se puso once arriba y parecía que la excelencia de Pekín, Londres y Río no tendría techo, apareció Durant y mandó parar, y uno podía imaginar en la resignación de Scariolo, la certeza de que el triunfo verdadero no precisa de medallas.     

No tengo claro en qué momento se instaló Olimpia en el salón de mi casa. Entre la bruma de mi primera infancia salta Bob Beamon adelantándose a su tiempo y cae en una piscina de la que emerge el rostro bigotudo de Mark Spitz. A Nadia Comaneci ya la recuerdo combando la cintura entre las barras asimétricas, antes de salir despedida en pos de un mar de dieces. El fulgor icónico de sus piruetas fue tan grande que todavía se ve en algún gimnasio una bolsa de deportes con el logo de Montreal 76. Tras las olimpiadas del boicot, salimos todos andando raro por la calle, remedando el contoneo de Jordi Llopart cuando entraba rutilante en el estadio olímpico de Moscú, ya que no estuvo nunca a nuestro alcance imitar al hijo del viento cogiendo el testigo de Jesee Owens cuatro años después.

Creo que fue entonces cuando surgió esa pasión por contemplar las competiciones de atletismo, algo perfectamente compatible con odiar la carrera continua con la que nos martirizaba en el colegio el maestro de gimnasia. Era más fácil entregarse al halo hipnótico del óvalo rojizo en la pantalla, espectáculo de varias pistas en donde las emociones fuertes de asaltar en un récord los límites humanos se alternaban con nuestra atracción atávica por los lanzamientos y la belleza alada de los saltadores. Hay un hilo invisible que cose nuestra afición y empieza en Mariano Haro, sigue por José Manuel Abascal y llega hasta Fermín Cacho y su cabalgada inolvidable en Barcelona, sus miradas reiteradas de incredulidad hacia los rivales africanos que le perseguían eran las nuestras sobre su triunfo y la unidad de un país que ya sólo en las grandes ocasiones deportivas es capaz de darse tregua y aplazar el debate sobre su identidad.

Como si el recuerdo de aquel espíritu de felicidad colectiva del 92 permaneciera intacto en cada cita olímpica, durante estas dos semanas de pausa se aplazan las querellas nacionales para bajar con Maialen y su serenidad de madre vasca dominando las aguas bravas del cainismo patrio. Aprender a tolerar la frustración es fácil si se escucha a Adriana Cerezo, una chiquilla de diecisiete años que tras su derrota en la final de taekwondo reconoce sin excusas la victoria de su rival decidida por un solo punto. En el armisticio de cada olimpiada, el brillo del metal se impone incluso al color de la piel y el racismo convive sin estridencias con el triunfo de la negritud incubada en Galicia y hasta con el hecho irreversible de que el futuro del medio fondo español esté en manos de unos chavales cuyos padres llegaron a España en patera. En la tregua olímpica, ocurren prodigios como la conversión del fútbol en un deporte más, rebasado en nuestro interés por los demás deportes de equipo que pierden el foco cuando el pebetero se apaga, rebajado incluso a la categoría de espectáculo prescindible en donde la protesta es la norma, la simulación queda impune y la pasividad no se sanciona.

El paréntesis es pasajero y sin respeto por la paz olímpica que en el origen duraba hasta el retorno de los participantes desde Olimpia a su salón, el mercadeo del deporte rey se impone de nuevo y el llanto de su máximo exponente se resuelve en amplia sonrisa cuando llega al trono de París. Como las olimpiadas dentro de tres años. Allí volveremos a gozar y a pelear por las finales y los podios, y a reabrir el debate sobre si nuestro puesto en el medallero está a la altura de nuestra importancia como país, sin caer en la cuenta de que el presupuesto para todos los deportistas españoles en cada ciclo olímpico es inferior al contrato de Messi correspondiente a un solo año.  



 

1 comentario:

  1. Respecto al baloncesto, Pau fue a postularse como candidato a COI, que casualidad que salió elegido el día posterior a la derrota del equipo. Habría mucho que decir, sobre esto….
    En otro orden de cosas, aquí solo importa, en España, er furbo, los deportes “marginales” no interesan por qué no generan grandes comisiones y sumas de dinero abracadabrantes. Es la esencia del Sistema Capitalista. Dinero, solo dinero.
    QUE PENA!
    Gran artículo.

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