La institución del indulto es el imprescindible mecanismo con el que la sociedad se protege frente al riesgo de que las resoluciones judiciales que han agotado su posibilidad de ser recurridas por los mecanismos ordinarios, se conviertan en injustas a la hora de su aplicación. Se trata de supuestos en los que la equidad debe imponerse por encima del cumplimiento estricto de la legalidad, cuando el transcurso del tiempo entre la sentencia y su ejecución, ha operado por sí mismo en el condenado la rehabilitación que la pena trata de conseguir y en la mayoría de los casos, no suele lograr. Esta clase de medidas no puede repugnar a los que siguiendo a Concepción Arenal, odiamos el delito y compadecemos al delincuente, y sufrimos más por un inocente condenado que por cien culpables en la calle. Sin embargo, el espíritu de la ley sobre el indulto reinterpretado según las exigencias constitucionales, no justifica su aplicación a unos presos por sedición en los que el paso del tiempo en la cárcel no ha hecho más que acentuar su propósito de perpetuar la misión de enfrentar a los catalanes y excluir al resto de españoles de la soberanía sobre su territorio.
Nuestro país sigue empeñado cada tanto, en actualizar el conocido aserto de Bismarck sobre la fortaleza de una nación que lleva siglos ensayando la autodestrucción sin conseguirla. Quizá por ello suele perdonar a quienes atentan contra los valores más esenciales del sistema democrático y si Felipe indulta al elefante blanco del 23-F y Aznar a los chivos expiatorios del terrorismo de Estado, la opinión pública lo asume con la resignación del pagano de la fiesta al que no le importa invitar a sus enemigos siempre que no le arruinen la celebración. Ahora proliferan las opiniones bienintencionadas que depositan en los indultos una suerte de propiedades taumatúrgicas capaces de hacer olvidar lo sufrido e instaurar en la sociedad catalana nuevos usos de convivencia en donde el respeto a la igualdad de todos los ciudadanos se imponga a la intolerancia y el supremacismo.
Ni siquiera en esta nueva retractación de sus promesas, es ahora Sánchez original. Aznar ya dio un curso de cómo explotar la condena a la guerra sucia en la oposición y poner en la calle a sus ejecutores en cuanto se aseguró la Moncloa. En aquella ocasión, lo justificó esgrimiendo altura de miras. El gobierno de hoy habla de concordia y diálogo, en el enésimo intento mesiánico de apaciguamiento que todos los presidentes que en España han sido, impostan frente a la cuestión catalana, lo cual hasta sería plausible si fuera a dar resultado y por el camino no se intentara demonizar a los escépticos. Como casi siempre, el espectáculo de meliflua moralina que en estos días se representa en la palestra mediática encubre una pelea política de bajo vuelo sostenida por el discurso maniqueo de costumbre, animado en realidad por las facturas que Pedro I el Magnánimo, necesita pagar para mantenerse en el poder.
Lo dijo Junqueras antes de obtener la gracia y lo confirmó Aragonés al saludar la buena nueva, los indultos demuestran la debilidad del Estado, los presos salen con la voluntad reforzada de construir la república catalana. Por lo visto, con el ejercicio del perdón se indultan la prepotencia y la deslealtad y la apelación a la concordia sobre la base de evitar la venganza, socava una vez más la separación de poderes y la seguridad jurídica, convirtiendo el intento del Supremo por establecer una sentencia proporcionada y de consenso en un esfuerzo vano fulminado por el absolutismo gubernamental. El fragor de la contienda política que subyace en la pantomima se resolverá en sucesivas regalías a entregar por nuestro líder, que incluirán un nuevo mejoramiento económico de Cataluña a costa del empobrecimiento progresivo de la España vacía, la mesa de negociación en donde ir preparando una consulta no vinculante constitucionalmente admisible y la rehabilitación de Puigdemont por la vía encubierta de la reforma del delito de sedición para garantizarle un futuro judicial incruento.
Todo ello tal vez nos introduzca en una pacificación transitoria de la cuestión y en el establecimiento de un eterno bucle melancólico que trasladará el problema a la próxima generación, en donde los secesionistas lo intentarán de nuevo, cuando el discurso oficial independentista se haya instalado definitivamente en las conciencias y el adoctrinamiento de la población eleve los porcentajes de la desafección con España a una cifra insoportable. Entonces se recordará que fueron tres partidos que se decían de izquierdas, los que se pusieron de acuerdo para entronizar la desigualdad entre las distintas comunidades del Estado y así quebrar para siempre el esqueleto de aire que une a las regiones de la península y que un día lejano de 1928, Federico García Lorca creyó irrompible.
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