Los tres son hombres, bien parecidos,
hablan muy rápido, visten igual. Los tres comparten similar trayectoria de
familia acomodada, educación privada y nula o escasa experiencia profesional,
que se diluye pronto en una temprana vocación política y en el ascenso rápido a
la cúspide de sus organizaciones, aprovechando la coyuntura de la crisis de los
partidos tradicionales y su desplome electoral. Son gente osada de sonrisa
fácil y pensamiento débil que apenas disimula la ambición.
Los tres son hábiles, debaten con soltura,
lucen fotogenia ante las cámaras, mienten muy bien. Los tres compiten en una
danza perpetua de piruetas falaces, en donde bailan al son de los asesores de
imagen y de los gurús de las encuestas. Si toca perfil bajo, el candidato se
abstendrá de hacer declaraciones no vaya a cometer el error de mostrar su
verdadera faz, si conviene crispación, se suceden las baladronadas en los
discursos por ver quién es el que la tiene más grande, la propuesta nuestra de
cada día al servicio de su impacto en la campaña del competidor. Los principios
quedan aparcados porque el consejero aúlico del líder rampante ha detectado
pérdida de votos hacia uno u otro lado del espectro político.
Y así el presidente que anduvo en pactos
con sediciosos, ahora dice no es no al desafío independentista, avisado por su
desastre andaluz. El que fue portavoz del partido de Rajoy se reencarna en hijo
póstumo de Aznar para pelearle la primogenitura de la derecha al nuevo mesías, con
el que comparte la crianza a los pechos del Estado autonómico en uno de sus
chiringuitos compatibles con el ultraliberalismo a tiempo parcial. Y el adalid
de la igualdad de derechos del ciudadano en todo el territorio nacional se
abraza al foralismo por un puñado de votos mientras acoge en su seno a los
restos de serie del bipartidismo profesional.
Aficionados a la inveterada costumbre de
maquear el currículum, los tres son expertos en el arte de camuflarse a la
búsqueda del voto. Si pretenden el apoyo de la España vacía, saludan exultantes
a bordo de un tractor, si está de moda la sensibilidad animalista, posan sin
complejos acariciando un perrito, si se trata de excitar las esencias patrias, se
hacen acompañar en las listas de toreros fracasados para revisitar la evolución
de aquel banderillero de Belmonte que según el Pasmo de Triana consiguió llegar
a gobernador civil, como no podía ser de otra manera, degenerando.
Los nuevos próceres que se avecinan
parecen empeñados en enviar al limbo de la abstención al españolito hastiado de
aguardar comportamientos coherentes guiados por el respeto a la palabra dada.
Esperar, por ejemplo, que la crítica de la corrupción ajena y la
condescendencia con la propia no convivan en el mismo discurso. Esperar, si no
es mucho pedir, que el presidente que exigía debates cuando era líder de la
oposición no trate de eludirlos manipulando la televisión pública cuya neutralidad
pone en entredicho. Esperar en vano que en esos debates, los intervinientes no
se comporten como tertulianos grandilocuentes cabalgando sobre hipérboles
efectistas y hablen sobre la necesidad de acordar políticas comunes que erradiquen
para siempre la dependencia del populismo y del nacionalismo, de manera que el
espectáculo ofrecido en la búsqueda del gráfico más resultón o el “gadget” más ocurrente,
no convierta en moderado a quien sigue persiguiendo la liquidación del espíritu
de la transición mientras enarbola una Constitución en la que no cree.
Cuando cesa el griterío, el español
sentado ante su futuro no ha escuchado una palabra sobre la independencia
judicial, ni un compromiso acerca del necesario pacto educativo, ni una verdad
sobre el futuro de las pensiones, nada sobre la crisis que viene. Es preciso desdeñar
las romanzas de los tres tenores huecos y continuar trabajando sin estridencias
para no perder el estado de bienestar y el nivel de convivencia del que
disfrutamos y votar, pese a todo, aun sin esperanza en que la urna sirva para
algo más que guarecerse ante tanta impostura.
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