A la mañana siguiente de la debacle con el
Ajax, se despertó con una extraña sensación de ausencia. Tras el pitido final,
se había quedado postrado en el sofá, asistiendo aturdido a las declaraciones
de los jugadores, a los análisis de los comentaristas, a las ruedas de prensa
de los entrenadores. Como siempre que su Madrid sufría una derrota importante,
las ganas de cenar se habían diluido entre la tensión previa al partido y la
decepción posterior. Se fue a la cama después de consultar el móvil para comprobar
si alguien había añadido algún comentario en los grupos de whatsapp donde
quedaban los restos de las refriegas libradas con sus amigos atléticos y culés,
siempre atentos a hurgar en la herida del derrotado. Antes de conciliar el
sueño, aún había apurado los últimos momentos de la vigilia contemplando con
sensación de hastío las tertulias televisivas, lo cual no impidió que después
de apagar la tele siguiera un acostumbrado ritual que consistía en poner la
radio para dormirse con el soniquete de los programas deportivos de la
madrugada. Esa noche estaba tan agotado que no aguantó ni cinco minutos
despierto desde que escuchó por última vez a Solari decir que el Real Madrid
siempre se levanta.
Él también se levantó como siempre a las
seis y media de la mañana. Cinco horas escasas de sueño y a la ducha de
realidad de toparse con la desilusión de que por primera vez en mucho tiempo,
este año no vería la bola de su equipo girando en el sorteo de cuartos. Pese a
todo, con el primer café de la jornada, su mente comenzó a experimentar cierto
alivio por no tener que prolongar la agonía de la última semana, en la que el
eterno rival les apeó de la Copa del Rey sin merecerlo y les puso la liga
imposible para unos jugadores cuyo desempeño en la competición que mide la
constancia y la profesionalidad del día a día había provocado nueve meses antes
que Zidane huyera de semejante tropa, dejando al Madrid embarazado de
incertidumbre hasta la culminación de este parto prematuro y fatal.
Cuando llegó a la oficina, sobre su mesa
de trabajo yacía una fotocopia con la portada del Sport proclamando el fin de
una era en grandes caracteres junto al rostro fantasmagórico de Vinicius
llorando como un niño sin consuelo. Por un momento pensó en responder a los
autores de la jugada imprimiendo octavillas con el número 13 para convertir la
mañana en una pelea de críos, pero enseguida desistió y dedicó una sonrisa
radiante y el pulgar en alto a los rostros burlones que solían disfrutar más de
los desastres ajenos que de las victorias de su equipo. Él tampoco había sido
inocente en el juego de escarnecer al contrario en el pasado reciente de las
tres “champions” seguidas, aunque en su fuero interno admirara la capacidad de
recuperación de las huestes rojiblancas después de cada eliminación continental
y la perseverancia de las estrellas blaugranas capaces de sostener el esfuerzo
en las competiciones nacionales durante toda la temporada.
En realidad, si pudiera elegir, si la
pasión por sus colores no estuviera grabada a fuego en su corazón desde las
brumas de su infancia, un tipo como él, funcionario callado y responsable sin
una tacha en su expediente, tan honesto y cumplidor como incapaz de grandes
proezas, se hallaba más cercano del espíritu de sus equipos rivales que del
hatajo de millonarios que tiraban la liga en invierno y sólo buscaban la
excelencia en los siete partidos que conducían al éxtasis primaveral, alcanzado
en la mayoría de las ocasiones con admirable brillantez y en alguna otra, con la
fortuna que acompaña a los acostumbrados a ganar. Las raíces de su madridismo
le nutrían desde los años setenta, cuando los camachos, juanitos y santillanas
que nunca ganaron la Copa de Europa, dominaban la mayoría de las ligas que
jugaban dejándose la piel hasta el último partido y acababan sus carreras en el
club de su vida enseñando las exigencias del escudo a la siguiente generación,
aquella quinta del Buitre de los cinco campeonatos ligueros consecutivos.
En la pausa de media mañana, buscó el
abrigo de sus compañeros madridistas en la cafetería donde solían almorzar y alimentó
la retahíla de lugares comunes habituales en estos casos, estos gandules se han
cansado de ganar, hay que echar a medio equipo, nadie ha sido capaz de tirar
del carro, a ver si el presidente se rasca el bolsillo y nos trae un crack que
meta goles de una vez. No le costó demasiado contribuir a los argumentos de los
mismos que el año pasado alardearon de tener la mejor plantilla del mundo, mientras
contemplaban cientos de veces las dos chilenas maravillosas que ocultaron la mansedumbre
de un vestuario, cuyo líder exigió un entrenador complaciente para que sus
muchachos pudieran sestear sin interferencias durante este añito de transición.
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