El Quijote es el libro que hay que volver a leer cuando ya se ha
vivido lo suficiente para comprender su grandeza. El niño apenas se queda con
la indudable gracia de la aventura icónica y al adolescente le pesa la lectura
obligatoria más que a Sancho pasar una jornada con el estómago vacío. Es
preciso esperar a la madurez para estremecerse contemplando nuestro propio
retrato agazapado entre las cuitas de la historia del ingenioso hidalgo, extraordinario
manual de supervivencia para tiempos oscuros. Y es que en lugar de coger polvo
en la estantería de los clásicos, el Quijote debería ocupar un puesto entre los
superventas de autoayuda para alumbrarnos con la verdad que es “depósito
de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente,
advertencia de lo por venir”.
Cuatrocientos años después de su advenimiento,
el Quijote sigue siendo la novela total, un artefacto único en el que cabe
todo, el drama épico y la narración fantástica, el entremés y la poesía. Es una
comedia lírica y un tratado de filosofía, y sobre todo la creación literaria
más exacta que jamás se haya realizado sobre el espíritu múltiple del hombre
universal, eternamente enfrentado a la convivencia entre los ideales del héroe
y la mezquindad de su humana condición. Don Quijote y Sancho son el espejo
bifronte del alma humana en el que nos miramos todos cotidianamente, afrontando
a veces la existencia con el optimismo a prueba de batacazos del caballero de
la triste figura, y soportando otras las humillaciones de la vida con la
mansedumbre del escudero que sabe “disimular cualquier injuria porque tiene
mujer e hijos que sustentar”. Al fin y al cabo, como le dice su amo a un
atribulado Sancho, tras una de las somantas de palos que le cae encima a lo
largo del camino, “siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas”.
Y luego está el humor, claro, que recorre toda
la historia como imprescindible argamasa para mitigar la intensa melancolía que
desprenden cada una de las quijotescas empresas destinadas al fracaso, tras las
cuales el infatigable reparador de agravios y desfacedor de entuertos vuelve a
levantarse ante la evidencia de que "no hay memoria a quien el tiempo no
acabe, ni dolor que la muerte no consuma". La humorada como antídoto de la
tristeza de vivir, ineludible destino de aquél que persigue el ideal
imposible de buscar "en la muerte la vida, salud en la enfermedad, en la prisión
libertad, en lo cerrado salida y en el traidor lealtad".
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