La presidenta de la Comunidad de Madrid termina su intervención en la
Asamblea entre las aclamaciones de sus acólitos, encantados de haberse conocido
después de oír a su líder decir a mí que me registren, para chula, mi menda,
aquí tengo el título que lo resuelve todo, saqué notable en derecho autonómico
y todas las ilegalidades que denuncian los medios las comete todo el mundo, no
hay trato de favor. Me matriculé fuera de plazo, una minucia, ni a una clase
fui porque la universidad me lo permitió aunque el curso fuera presencial, y el
trabajo fin de máster que lo presente quien lo tenga, que yo soy tan ajena a
estas cuestiones mundanas que he perdido mi tesis mientras luchaba contra la
corrupción, pero aquí tengo el acta que acredita todo esto y si las firmas son
falsas, que responda el que me regaló el título. Al fin y al cabo, inflar el
currículum es el deporte nacional, y si el que más alza la voz para fiscalizar toda esta
desvergüenza es un partido que quiere presentar como candidato a sucesor de
Cifuentes, a un dirigente sancionado por otra universidad por no haber
concluido el estudio sobre la vivienda andaluza para el que fue becado como
investigador, estamos apañados. Para cerrar el círculo virtuoso de todo este
embrollo, sólo falta Ana Rosa comentando en su programa la jugada que
ella conoce bien desde que se atribuyó la autoría de aquel libro que en
realidad le escribió su cuñado.
Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Me temo que el
trabajo de Cifuentes debe hallarse en el mismo limbo donde el inquisidor
Monedero guarda el informe sobre la moneda única bolivariana, por el que
recibió casi medio millón de euros que quiso tributar indebidamente como sociedad para
ahorrase un dinerito a la hora de cumplir con el erario público. Todo ello no
le impide seguir siendo un referente ideológico de un partido desde el que exige
de vez en cuando pureza ética a los defraudadores fiscales como también lo hace
su secretario de organización, que no pierde ocasión para impostar lecciones
morales a pesar de haber tenido contratado a un asistente sin darlo de alta en
la seguridad social. En su pecado lleva la penitencia de sufrir cómo los que demonizan su
actitud, suelen pertenecer a partidos que han hecho del dinero negro la moneda
común de su forma de financiarse.
La política actual ha entrado en un bucle de hipocresía
en el que la viga en el ojo ajeno no molesta en el propio. Lo vemos
cotidianamente en el proceso catalán. Los líderes independentistas denuncian la
parcialidad del sistema judicial español, acusando al gobierno de manipular las
resoluciones de los tribunales que en último término controla a través del
Consejo General del Poder Judicial, un escenario propicio para el cambalache
político. Las sospechas son legítimas y la crítica sería coherente si no fuera
porque la ley de transitoriedad que diseñaba las estructuras de la nonata
república catalana, pretendía configurar una judicatura dependiente del poder
político hasta el extremo de que el presidente del Tribunal Supremo debía ser
designado directamente por el presidente de la Generalidad, el prócer errante que
ahora proclama su delirio en tierras alemanas y que también mintió en su día sobre
sus méritos académicos, atribuyéndose la condición de filólogo cuando no pasó
de bachiller.
Vanidad de vanidades, todo es vanidad. La
ejemplaridad en nuestros usos sociales y políticos es patrimonio de unos pocos
que jamás blasonan de ello en público, y prefieren el trabajo callado sin otro
juicio que el de sus conciencias. Son los cuatro consejeros de Bankia que
rechazaron las tarjetas opacas al fisco, el alcalde alicantino que a mitad de
legislatura se marcha a su casa porque ya cumplió el programa, el viejo profesor
que vuelve a su cátedra tras servir a la sociedad. Algo es algo para seguir
tirando en el complicado reto de encontrar un hombre honrado. No es poco
consuelo para el candil de Diógenes.
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