Muere un torero
en la plaza. La conmoción se extiende por el mundo taurino y la incredulidad se
hace presente en un ámbito desacostumbrado a la tragedia. La docilidad
creciente del toro actual, los avances médicos de nuestros días y el
planteamiento ventajista del toreo moderno aplazan cada tarde la cita cotidiana
con la muerte, convierten el emocionante combate atávico entre el hombre y el
toro en un espectáculo festivo e incruento, pero la muerte acaba llegando. Aparece
la muerte para reconciliar al animal con su naturaleza y al espectador con su
condición de testigo privilegiado de un rito único. La muerte viene para poner
a cada cual en su sitio, al indeseable en su cloaca y al héroe en su pedestal.
La muerte nos convoca para reivindicar
una vez más la grandeza de la lidia de reses bravas. La estulticia del tiempo
por el que nos toca transitar produce exabruptos tan deleznables como ignaros, pero no es el insulto el que nos daña sino esa lluvia fina que va calando
mientras agachamos la cabeza ante el hostigamiento continuo del animalismo mendaz
y sensiblero. Frente a la injuria, la ley o el desprecio. Frente a la
entronización de principios espurios, es preciso fortalecer nuestra liturgia, y
defender sin descanso los valores que encarna, la gallardía, el coraje, la entrega
sin trampa, el afán de superación, ideales marcados a fuego en esos ídolos
raros que siguen consagrando su destino al dominio del arte de poner en juego
la propia existencia creando belleza.
En una época en la que ha devenido
anacrónico lo que siempre fue natural, proteger la integridad y la pujanza del
toro es el mejor ataque contra los que confunden los términos y nos tildan de
bárbaros. Resulta urgente no claudicar y salvaguardar la pureza del rito retornando
al equilibrio de la lucha entre un animal encastado que puede matar y un hombre
que se impone a la fiera embestida exponiendo su vida en el empeño. La senda contraria
conduce a transformar la tauromaquia en una danza banal y prescindible, un
juego absurdo en el que jamás volvería a tener sentido la muerte de un torero.
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