Se acabó lo que se daba. Terminó la feria que nos ha
tenido en danza un mes seguido, la excusa anual para aplazar lo inaplazable, el
acontecimiento cotidiano que hace más transitable la intrincada jornada
laboral. Treinta tardes, ahí es nada, me pregunto si alguien soportaría
ir durante treinta días a la misma hora, a un mismo cine para contemplar
la misma película, al mismo restaurante en el que le sirvieran el mismo filete,
al mismo mitin de una eterna campaña electoral. Y es que a pesar de los
esfuerzos que hacen los gerifaltes taurinos por convertir el rito en una misa
repetida a base de organizar la habitual salmodia del toro tonto, la esencia de esta
fiesta subversiva e impredecible reaparece al menos en algún insospechado
momento de cada tarde, consiguiendo que algunos irreductibles aficionados
sigamos acudiendo a la plaza al reclamo de este espectáculo anacrónico y feraz. La extraña paradoja es que todo lo que a nosotros nos sigue convocando a la andanada parece molestar a la crítica oficial, empeñada en perseguir, de la mano de las empresas, no el fortalecimiento del tinglado que
les da de comer, sino el pan para hoy y hambre para mañana de los paños
calientes a las ganaderías cómodas solicitadas por las figuras y el palo
incansable contra todo lo que salga por chiqueros y no embista por el camino
trillado de la formalidad. En cambio, ni un pero para José Antonio Morante, el
artista que rehusó venir a las Ventas porque el ruedo tiene pendiente, y se
creyó tan poderoso como para exigir a la Comunidad la eliminación de la mítica
cuestecita hacia los medios que incluso un Antoñete sexagenario aprovechaba a su favor.
La famosa panza del ruedo venteño resulta un tourmalet tan insalvable para el de la Puebla que a Madrid viene
pidiendo retroexcavadoras, tal y como hubiera dicho “el Caña” para saludar el
despropósito del desnortado faraón de estos tiempos absurdos.
La vida
real sigue extramuros de las Ventas y en ella se suceden otros acontecimientos
sin duda importantes, aunque el tauroherido que uno alberga los contempla como un
sonámbulo perdido en la nebulosa de la feria. A su alrededor siguen cayendo los
corruptos pero él sólo piensa en la corrida de Jandilla que el Juli había
escogido para su última tarde en Madrid y en el baile de corrales que desembocó
en su sustitución por los adefesios de el Vellosino; el equipo de sus amores
gana otra copa de Europa pero él vibra más con las embestidas de Camarín al día
siguiente, el toro de Baltasar Ibán ninguneado en los premios oficiales de la
feria; incluso asiste al último concierto de Paul MacCartney en el Calderón y
mientras tararea Let it be se pregunta si la corrida de Cuadri que se perdió
por ir a ver a Macca recuperó por fin su antiguo esplendor.
Ese
esplendor volvió a la plaza, de alguna manera, en la última semana de la feria.
El esplendor de la historia con la Miurada, el esplendor de la casta de los
Ibanes, el esplendor de lo indómito con la corrida de Moreno Silva, tan
denostada como necesaria, imprescindible elemento agitador entre tantas tardes
plúmbeas construidas alrededor del toro dócil. Como era de esperar, las voces
consentidoras del negocio sin sobresaltos, se alzaron en seguida contra los
Saltillos intoreables pidiendo poco menos que la extinción de semejante mansada
más propia de talanquera que de coso tan importante. Se les tachaba de toros
decimonónicos a contraestilo de la tauromaquia moderna, sin reparar en que lo
único que pedían esos toros eran los lidiadores eficaces que ya no existen,
capaces de parar el animal y sujetarlo, doblarse con él por bajo y matarlo de
una estocada arriba si puede ser. Y a otra cosa. A por el siguiente sin
aspavientos, si sale abanto se le tapa la salida para picarlo como suele hacerse
indebidamente todas las tardes con el que se deja pegar, si suena la flauta y
algún piquero se equivoca y consigue ahormarlo, se aprovechan las diez o doce
embestidas que ofrezca el manso y a matar. Que puede hacerse está probado.
César del Puerto se lo demostró a su matador Alberto Aguilar con la eficacísima
brega con que domeñó las agrestes acometidas del quinto de la tarde. David
Adalid elevó su intervención a la categoría de obra magna en el segundo par de
banderillas que puso al tercero, el toro que luego se le iría vivo a su matador
con dos estocadas hasta los gavilanes y todavía entero. Fue el par de la feria
y de muchas ferias, por la pujanza y la incertidumbre que transmitía el toro en
su embestida y por la forma de afrontarla el torero de poder a poder, parando
el tiempo al cuadrar el par entre los pitones, dejando en el aire un aroma de perfección que todavía dura.
Hace no
tanto se llegó a decir que la ganadería de Miura había que enviarla al matadero
porque criaba toros de otra época y sin embargo uno de ellos le ofreció a
Rafaelillo un pitón izquierdo que llevaba un cortijo escondido en el sitio que
había que pisar para firmar la escritura. Por allí anduvo el murciano
esforzando la figura por las afueras y sólo al final, se encajó más con el toro
cuando rehuyó la ligazón y le enjaretó un par de buenas series de naturales. Lo
pasó de faena y como la espada terminó de emborronar el negocio, la finca mutó
en pisito. Algunos que ya tienen fincas
se anunciaron en la semana torista pero no fue con vacadas antediluvianas sino
con los albaserradas del siglo XXI. Los Adolfos y Victorinos de nuestros días permiten
a las figuras componer el gesto de anunciarse con ellos, y tundir sus cada vez
menos encastadas acometidas con interminables faenas sin exponer un alamar. Así
pasó con Castella y Abellán que acapararon los lotes más bonancibles de sus
corridas sin que nadie ya se acuerde de sus trasteos apenas una semana después
de su gesta. También fue un esfuerzo para el Cid anunciarse con los cárdenos de
la A coronada tras la debacle del año pasado, y aunque él tiene la moneda y
puede cambiarla en cualquier momento, las carnes no le acompañaban en el empeño
y huían del compromiso que supone quedarse quieto ante la leyenda de Victorino.
Entre
los toros asalvajados y los toros domesticados, el triunfo de la casta que
habita la ganadería de Baltasar Ibán puso las cosas en su sitio y la oreja de
saldo cortada por Alberto Aguilar a Camarín, el toro más bravo de la feria, no
hizo sino empequeñecer un poco más la categoría de la plaza si el presidente de
turno sigue avalando peticiones minoritarias y no sabe resistirse al griterío
amplificado por la demora cómplice del puntillero y el paso lento de los mulilleros. En realidad,
Aguilar bastante hizo con quedarse por allí ante el vendaval de casta que se le
venía encima, pero en lugar de resolver la incesante codicia del toro en
muletazos mandones instrumentados en el sitio, le aplicó una sucesión infumable
de trapazos y las inapropiadas soluciones del toreo moderno, así que se fue sin
torear. La estocada entera saliendo trompicado creó una ficción de riesgo que
no era tal y la eficacia de los carontes de turno hicieron el resto para la
consecución de la orejilla.
Sábete,
Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro. Cervantes
puso esta frase en boca de Don Quijote porque en su tiempo no existía aún la
corrida de la Beneficencia. En esta época, la corrida más importante del año se diseña antes de la feria, y se incrusta
en ella, para aprovechar el tirón del abono en la taquilla. Cuando un servidor
empezó a ver toros en Madrid, principios de los ochenta del siglo pasado, el
festejo era un premio para los triunfadores del ciclo isidril, aceptado por el
torero como un honor a destacar en lugar principal de su currículum. Esa
tradición quedó hace tiempo arrasada por los intereses empresariales que nunca
descansan y no están dispuestos a afrontar el riesgo de una tarde fuera de
abono con Mora y Ureña en el cartel, un suponer, toreros menos glamurosos que
José María Manzanares, que con esta deferencia de la empresa obtiene un puesto de privilegio en Madrid que no
se ha ganado y pasa el trago de la feria de la manera más cómoda. Es lástima que el bueno
de Jose Mari, dotado con unas condiciones excepcionales para mandar en esto, tenga
tan escasa ambición y se conforme con cubrir el expediente de una raquítica
comparecencia. Su labor con el segundo presagiaba una tarde de servicios
mínimos, pues al primer respingo del toro le siguió una faena sin apostar, con
la falta de compromiso a la que nos tiene habituados. Para su fortuna, de
quinto salió Dalia, el que pone los nombres en la ganadería de Victoriano del
Río es un cachondo que el día del bautizo canturreaba una copla de la Piquer.
El Rey emérito en el palco se regocijó con el homenaje a su antepasada y
Manzanares comprobó en los elegantes lances de recibo cómo el toro salía ya
dominado del chiquero. Después se acordó de su padre en un quite por
chicuelinas de manos bajas y aún seguía por allí su fantasma cuando inició la
faena con dos trincheras inmensas de muñecas rotas. Sin embargo, no se dio
cuenta de la gloria que había en el pitón izquierdo del toro hasta que bordó un
pase de pecho interminable tras amontonarse un tanto con la mano derecha.
Cuando por fin tomó la izquierda, surgieron los momentos más estéticos de la
feria, en tres series de naturales templadísimos, erguida la figura con el
empaque de la casa, el ceñimiento justo que demandaba la franca embestida y la
colocación precisa para no hacer de la ligazón una mentira. Un cambio de mano
en las postrimerías aceleró los corazones y los preparó para la estocada final,
cobrada a toro arrancado con la seguridad de que no se le iba a escapar el
triunfo grande en la faena de su vida. El público llegó incluso a pedir el rabo
cuando el presidente Julio Martínez hizo otra de las suyas y sacó los dos
pañuelos blancos a la vez. La petición fue un espejismo que incluso hubiera
sido justificable por la concesión anterior de dos orejas a la faena menor de López Simón al
tercero de la tarde, una labor vulgar por debajo de la pastueña condición del
toro que sólo tomó vuelo en la consideración de la gente cuando el torero salió
revolcado al entrar a matar.
Al fin dos
matadores volvían a salir por la puerta grande como veinticinco años atrás hicieran
Ortega Cano y César Rincón, aquellos toreros que se ganaron la gloria del recuerdo a sangre
y fuego, enfrentándose al toro de respeto. Volver a la senda del toro íntegro y
encastado es la clave de la supervivencia de la fiesta. El camino contrario conduce a
debilitar este bendito espectáculo y dejarlo a merced de la última ventolera electoralista que perpetre el gobernante de turno. Dios nos coja confesados.
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