Mi primer
recuerdo futbolístico va ligado a una camiseta de Amancio con la que mi padre
me sorprendió después de uno de sus viajes a Madrid cuando yo debía de tener
cuatro o cinco años. Me la puse pocas veces en mi afán de preservar su blancura
resplandeciente de los primeros días, el rutilante número siete azul de la
espalda, su mítico escudo dorado sobre el pecho. Mi padre acompañó el regalo
con una historia que incluía un encuentro casual con el mítico extremo en el Bernabeu,
en donde el propio Amancio le había dado la camiseta exclusivamente para mí y
no tuvo que emplearse mucho en aderezar el cuento para hacer de aquel niño, un
devoto madridista para siempre. Desde entonces, cada cita con el Madrid era un
acontecimiento al que asistía desde el reclinatorio, cautivado por la dignidad
de aquellos héroes sin estridencias, fascinado por el esplendor blanco que
llegaba desde el televisor, por el fulgor de aquellas camisetas no mancilladas
por marca alguna. Los jugadores que las vestían aún no estaban más pendientes
de su imagen que del honor del escudo y consagraban cada partido a correr más
que el contrario, a poner sus cinco sentidos al servicio de su calidad
innegable, a defender a toda costa la máxima no escrita de dejar todo en el
campo hasta el último aliento del encuentro. Así era como Pirri imponía su ley
en cada esquina del terreno, a Camacho no le hacían dos veces el mismo regate y
Santillana se elevaba sobre las defensas desde su físico mediocre, convirtiendo
aquel vuelo inolvidable en el milagro de cada tarde.
En el Madrid de los setenta ganar la
liga era una costumbre heredada a partir de la llegada de Di Stefano veinte
años atrás, una obligación que se celebraba desde el comedimiento de la
satisfacción con el deber cumplido. Era la justa recompensa para el trabajo
diario, el salvoconducto necesario para perseguir el sacrosanto grial blanco,
la Copa de Europa, a la que se optaba en cada ocasión con humildad y orgullo, con
once jabatos de la fábrica y alguna incrustación foránea que a menudo alcanzaban la proeza de plantarse en semifinales, llegando incluso a rozar la gloria en el inicio de
la siguiente década en la final perdida de París, en donde la realidad de los
García se estrelló contra la solidez inglesa de los diablos rojos.
De aquel espíritu, hoy no queda apenas nada.
La leyenda de Don Santiago arengando a sus hombres tras la derrota y apagando
la luz de la última estancia del vestuario ha sido sustituida por la tragedia
de un presidente que ficha los jugadores por estrategia comercial al margen de
un proyecto deportivo coherente. La imagen del canterano corriendo la banda con
el brazo en cabestrillo ha dado paso a la foto de la estrella mercenaria que desconoce
la historia y se borra del campo al primer contratiempo. Aquellos hombres
ponían el compromiso profesional por encima de sus intereses personales y no
pedían aumento de sueldo tras haber marcado un gol histórico porque
consideraban que pertenecer al Real Madrid era un privilegio sólo al alcance de
los elegidos. Una liga ganada en las últimas siete temporadas es el vergonzoso botín
de esta plantilla actual de niñatos consentidos que acostumbran a sestear la
mayor parte del año con la esperanza de hallar de vez en cuando un triunfo
deslumbrante con el que seguir engrasando la maquinaria de un star system bochornoso
que les consiente desempeñar la décima parte del esfuerzo que les sería
exigible de acuerdo a sus ingresos multimillonarios.
Mientras el personal siga aplaudiendo sus goleadas intrascendentes y se conforme con hacerse una foto junto al ídolo vacío,
el espectáculo puede continuar. La cuenta de resultados lucirá espléndida al
tiempo que crece el consumo de pipas en el estadio, pero el prestigio madridista
se irá situando poco a poco al nivel de aquella camiseta de Amancio que algún
tiempo después de haber perdido de vista descubrí convertida en trapos con los
que mi madre se entretenía en limpiar los cristales de mi desolación.
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