LA
BARBA Y LA COLETA
Cuando
los socialistas llegaron al poder en los años ochenta del siglo pasado, la
derecha sociológica se apresuró a proclamar que aquellos muertos de hambre de
la chaqueta de pana no tardarían en malversar los caudales públicos en
beneficio propio como no podía ser de otra manera debido a su origen humilde.
En cambio, ese peligro no existía con los instalados de siempre, los ricos de
toda la vida, cuyos grandes patrimonios eran la vacuna necesaria para prevenir
las tentaciones de latrocinio consustanciales a la condición humana.
El paso
del tiempo ha venido a quitar la razón a este argumento confirmando que la
codicia de la clase política de cualquier signo no conoce límites. Ni siquiera
haber colmado las ambiciones de mando durante una larga temporada satisface el
hambre del poderoso que inevitablemente necesita un estímulo económico añadido
al estipendio oficial para no tener la sensación de estar perdiendo el tiempo
mientras proclama su abnegación a la causa pública. La enorme estructura del
Estado ha sido la cobertura perfecta para que todos los niveles de la
administración hayan venido dando cobijo desde siempre a un organigrama
perverso en el que las empresas engrasaban la maquinaria de los partidos para
obtener su parte en el negocio a cambio de mordidas y gabelas varias con las
que llenar las exigencias económicas del sistema y de sus peones. Llegados a
este punto de notoriedad en la existencia de estas prácticas, resulta lamentable
asistir a las protestas de desconocimiento que prodigan los jefes del cotarro,
empeñados en seguir cabalgando su indignidad a lomos de leyes electorales
injustas y aforamientos redentores, atrincherados como están en el burladero de
la impunidad y el privilegio.
Frente a
todo ello, se alza en estos días la necesidad de un tiempo nuevo, un futuro en
el que la sociedad tenga mecanismos de defensa reales contra la corrupción y en
donde la representación del pueblo se establezca adecuadamente en unas
instituciones organizadas de acuerdo con la transparencia absoluta y la
separación de poderes. Sin embargo, esta exigencia se ve amenazada desde el
inicio por actores mediocres que tienen el panorama bloqueado entre el
tacticismo y la triquiñuela, y no conciben otra forma de hacer política que la
de sobreactuar para obtener el favor de su parroquia en una comedia lamentable titulada
para nuestra desgracia, el ansia de poder.
Vivimos
atrapados entre la barba y la coleta. La vieja y la nueva política son en
realidad la misma y se retroalimentan la una a la otra de manera evidente para
ir ensayando un frentismo que les proporcione cuanto antes provechosos réditos
electorales. Ambas se mueven con más soltura en el diseño de la estrategia
política que en la defensa de los intereses públicos y parecen más interesados
en prodigar gestos para la galería que en trabajar duro y gestionar con
diligencia. Así vamos asistiendo con impotencia a inocuos escenarios de
estupidez en los que unos son contestados con impostada grandilocuencia por
los otros, mientras ambos persiguen el objetivo de encubrir su indigencia
intelectual y su inmensa miseria moral. No otra cosa es traicionar los ideales
que llenaron nuestras plazas no hace tanto con continuos ejercicios de
trilerismo político consistentes por ejemplo en hacer de la justicia impositiva
un tótem programático y amparar a las primeras de cambio que uno de tus
ideólogos utilice artificios fiscales para declarar fondos de dudosa
procedencia. La guinda viene después cuando el partido que demoniza este
escándalo lleva financiándose ilegalmente casi desde su fundación y ha hecho
del dinero negro la moneda común de su gestión económica. El entretenimiento de
estas escaramuzas es innegable y sirve para ir distrayendo al personal con
rifirrafes cosméticos por el nombrecito de una calle al tiempo que en las
administraciones que controlan sigue la fiesta al compás del nepotismo y de la
cantinela del qué hay de lo mío.
La barba
y la coleta. La casta y la careta, bailan con sincronía cómplice su danza de
conveniencia hasta las nuevas elecciones, escenifican un paso a dos que aquí
monta un escrache para justificar una mordaza y allí ocupa una capilla para que
las dos Españas vuelvan a recordarse su cita terrible del treinta y seis. Ante el
riesgo de que unos asalten los cielos, los otros levantan el vuelo apelando al
voto del miedo, el que impide que otra España se abra paso y se libere de una
vez del maldito guerracivilismo y de la corrupción. Esa otra España se desangra
necesitada de líderes valientes que aparquen la prepotencia del truco y el
gesto y dejen de balbucear sus tímidos propósitos de regeneración para
comprometerse en una verdadera refundación democrática que no quede una vez más
aplazada bajo el ruido de fondo de su propia lucha de ambiciones. Una España,
en fin, que tenga la oportunidad de escapar del fatal vaticinio de aquel verso terrible del poeta Gil de Biedma:
De todas las historias de la Historia
sin duda la más triste es la de España,
porque termina mal.
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