YA
VIENEN LOS REYES
Por el
cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
Y
encontraba los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.
Por el
cinco de enero, yo solía asistir cada año a la extraña ceremonia en la que mi
padre se pintaba la cara de negro para convertirse en el Rey Baltasar de los
alumnos del colegio que dirigía. Al día siguiente, la Caja de Ahorros que
contribuía a la financiación de aquel centro organizaba para los hijos de sus
empleados su particular día de reyes en el salón de actos de la entidad, y allí
acudíamos todos para recibir de sus majestades en persona un regalito adicional
a los que ya habíamos encontrado nada más levantarnos en la intimidad de
nuestras casas. Aún recuerdo el nerviosismo que me paralizaba cuando por los
altavoces el presentador del acto pronunciaba mi nombre y me apremiaba a subir
al estrado porque el rey Gaspar esperaba con el juguete que yo mismo había
elegido en la lista que mi padre, con la escasa habilidad que siempre ha tenido
para preparar sorpresas, me había mostrado días antes. Lo cierto es que mientras
mi rey predilecto me entregaba el paquete y yo posaba sonriente para la foto,
mi mente empezaba a atar cabos antes de lo debido, pues aquel Gaspar hablaba
con acento manchego y se le notaba mucho la barba de pega, era bastante más gordo
que el de la cabalgata del día anterior y el Baltasar que me despedía con su
sonrisa de carmín barato cuando mi momento de gloria había terminado, había sido sustituido por un impostor que ya no era mi padre.
Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.
Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.
Miguel
Hernández fue el primer poeta que leí en mi vida. En la antología que cayó en
mis manos entonces, no aparecía este poema tremendo sobre su infancia de penas y
cabras que no redimió ningún mago de oriente, pero en aquellos tiempos en que
yo empezaba a descubrir el secreto, ya podía presentir que la injusticia de la
existencia también alcanza a la distribución de presentes en la noche mágica y
que ningún juego de manos consigue que los hijos de familias pobres eviten la
desolación de contemplar por la mañana cómo sus vecinos pudientes han sido
más beneficiados en el reparto. Para rematar la falta de pedagogía con que las
bienintencionadas mentes de los progenitores de todos los tiempos adornan el
cuento, se sigue repitiendo sin rubor la cantinela del buen comportamiento como
garantía segura de encontrar lo que uno anhela brillando entre zapatos. Lo
sorprendente es que el cerebro infantil pueda recuperarse de la decepción de comprobar
cómo el compañero rico y cabroncete que te ha estado masacrando todo el año se
pasea con la bicicleta que el monarca despistado se olvidó de llevar ante tu
puerta.
Por el cinco de enero
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.
Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.
El pobre
Miguel Hernández no recibía nada la mañana del seis de enero, por más que
insistiera en sus lamentos. Hoy como entonces serán muchos los niños que
encontrarán sus zapatos helados de pobreza en la humilde ventana, sin que ningún rey coronado acuda para mitigar
la desnudez terrible del alma que habita la intemperie de los más
desfavorecidos, mientras el mundo sigue girando al son de la desigualdad. Feliz
noche.
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