El otoño es la estación de las despedidas. Antes de la elipsis invernal, los últimos restos de buen tiempo aún nos permiten gozar con el fulgor estético del sol diseminando brillos magníficos sobre un paisaje azafrán. Rafa Nadal se nos apareció en la Copa Davis para permitirnos una última cita con la alegría de saber que el mejor deportista español de todos los tiempos estaba de nuevo en la pista, iluminando un martes anodino de noviembre como si de repente se hubiera transformado en un domingo primaveral. Y otra vez las botellas alineadas, el ajuste maniático del calzoncillo y los tics que eternizaban la espera antes de cada saque comparecían en escena como los rituales de la victoria que asomaba sin fundamento por entre los resquicios que dejaba el juego perfecto de un holandés sin piedad, que pareció pedir perdón a Rafa cuando estrechó su mano en la red.
Nadal llevaba todo el año buscando un adiós a la altura de su leyenda. En Roland Garros, Zverev fue un muro demasiado en forma para que las nadaladas minaran de nuevo su tobillo. En la Olimpiada, Djokovic no se dejó cegar por el resplandor de la antorcha que el Rey de París había enarbolado días antes, surcando el Sena como un dragón vikingo. El madridismo confeso del tenista futbolero no pudo consolidar los amagos de remontada que su cabeza diseñaba por encima de las posibilidades de un cuerpo agotado. Cual titán vencido por el dios del tiempo, Nadal levantaba el puño sin argumentos cuando la vieja pujanza comparecía fugazmente para desmentir la realidad, aplazando el debate interno que librábamos ante la tele entre esperar el milagro o desear el fin de la agonía.
Después del naufragio, comenzaron las diatribas de los odiadores de guardia sobre la conveniencia de tirar la Copa Davis alineando a un jugador acabado, como si la competición siguiera conservando su antigua mística tras el simulacro en el que ha quedado convertida y fuera más importante el título que la oportunidad de rendir tributo al héroe por última vez. Ningún homenaje hubiera podido agradecer la fortuna de haber sido contemporáneos de tanta grandeza, de las cinco ensaladeras cosechadas bajo su mandato, de aquel atardecer londinense de 2008 sobre la hierba pálida de Wimbledon, de las noches neoyorquinas de emociones compartidas hasta la madrugada, de las catorce tardes de junio sublimando la arcilla de París.
No todos podemos ser Michael Jordan, tampoco lo fue Nadal en su adiós. Pero en el último baile, la decadencia también puede ser hermosa como un western crepuscular, como el testamento de Coppola en su última película o la gira postrera de Sabina arrastrando la voz por la calle melancolía, como la última faena de José Tomás. El coloso que nunca pagó sus fracasos rompiendo raquetas, fue de nuevo el mejor en los discursos del desvaído fin de fiesta que le dedicó la organización en donde dio las gracias a su tío por educarlo contra la tentación de la arrogancia y volvió a vencer en la costumbre de tratar al triunfo y la derrota como los impostores que son.
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