En realidad, fueron ocho. Los dos primeros como un presagio de los olés roncos que vendrían después, la seña de la identidad eterna de las Ventas para saludar el acontecimiento del toreo clásico y reunido, en el sitio y sin perder un paso, con la sencillez de quien pasa por allí y se entretiene en explicar al público que habitualmente aplaude lo accesorio, la belleza de la verdad resumida en una media.
Que Morante estaba bendecido aquella tarde se vio cuando improvisó el quite del vasito de plata, genialidad a cuerpo limpio para recortar al toro que apuraba a su peón, sin derramar una gota del cáliz. Se veía al cigarrero con ganas de empezar a torear cuanto antes, el pronto y en la mano de Chenel como antídoto contra el tostón de las faenas sin medida. Si un torero no es capaz de revelar en veinte pases el mensaje que trae a la plaza, es que no tiene nada que decir. Morante dio pocos más y comenzó la lección doblándose en las tablas del nueve, meciendo al toro de Garcigrande en muletazos tersos que buscaban abrir los caminos de una embestida que hasta entonces había sido huidiza y por momentos claudicante, y conducirla hasta la prueba de fuego del trincherazo final. La serie con la derecha que inauguró el toreo fundamental se construyó con la naturalidad de los elegidos, cuatro muletazos que parecieron uno solo, tal fue el encaje y la armonía que guio la obra dibujada en el sitio exacto donde reside la gloria. Morante torea en unos terrenos que ahora mismo nadie pisa y manda a los toros al límite del ceñimiento. Entre el recital de derechazos, cambios de mano y trincherillas, se erigió una serie única de naturales extraordinarios en los que sacrificó la ligazón, como si el estado de gracia que movía la tela necesitara un respiro entre pase y pase para degustar mejor la plenitud y los ayudados por bajo, el pase de la firma y el molinete invertido, fueran el remate necesario y refrescante para sobrevivir a tanta intensidad.
La faena a Seminarista fue la mejor que han visto las Ventas en los veintiocho años de alternativa del sevillano, tantas veces perdido en esta plaza entre retazos inconclusos, obsesiones con las condiciones del ruedo y críticas al toro de Madrid que, al parecer, ahora sí cabe en su muleta. Una labor tan inspirada que en otros tiempos menos reglamentistas, hubiera bastado para que se llevaran a Morante por la puerta grande, al margen de las orejas que pospuso el descabello. La faena obró en la tarde un efecto devastador sobre las víctimas que cometieron la imprudencia de compartir cartel con el toreo puro, sobre Talavante especialmente, convertido en una sombra que paseaba por el ruedo arrastrando la memoria de la faena triunfal que abrió el ciclo, mera bisutería preciosista incapaz de soportar la comparación con la obra maestra que acababa de presenciar. La devastación se extendió al resto de la feria, relegando al olvido a los toreros de su generación que resisten en el escalafón al amparo del medio toro flojo y dócil, a los diestros mecanizados de la generación siguiente fabricados en serie por las escuelas taurinas, a los epígonos del negociado del arte, perdidos en la melancolía inútil de la confrontación con el modelo original. La actuación de Morante en la corrida de la Beneficencia anduvo por debajo del acontecimiento previo y su mayor mérito fue la inteligencia del torero para aprovechar el viento a su favor y reunir los fragmentos de autenticidad de la tarde, hasta conducirlos a la tierra prometida de la calle de Alcalá con el salvoconducto de tres naturales inmensos a un toro impresentable de Juan Pedro que en otro momento solo hubiera merecido la faena de aliño habitual. El triunfalismo de los jóvenes se adueñó del escenario para izar al ídolo sobre su fervor de botellón y “vivaespañas”, y entre los tonos pastel de las camisas de marca emergía una figura azabache como de otro tiempo, un Gallito improbable a lomos de una ficción.
Desde la andanada se asistía al suceso con la alegría que proporciona contemplar el anacronismo de un torero vestido de siglo diecinueve paralizando la vida capitalina de un domingo por la tarde, hasta que la policía montada de Urtasun suspendió la ensoñación para que la calzada recuperara su acostumbrada mediocridad. La imagen de un artista elevado a la categoría de héroe por los veinteañeros de esta época sin más referentes que los “streamers” que los aleccionan, nos trajo el recuerdo del aficionado ignorante que fuimos, representado en la masa que aclamaba a Morante camino de la puerta grande como lo hubiera hecho con Perera, Castella, Rufo o Adrián si hubieran culminado con la espada sus trasteos ayunos de enjundia, como lo hizo siete días después con Borja Jiménez, por una faena efectista a un toro obediente de Victorino. Es difícil que el hedonismo que orienta sus instintos les permita distinguir entre la pureza y el engaño, entre la hondura y la superficialidad pero también es probable que alguno de ellos transite por el camino del tiempo alcanzando la madurez suficiente para dejar de preferir una danza banal ante un animal bobo a las faenas de poder frente al toro de respeto.
Quizá tengan que esperar a que la vida haya dejado en ellos el poso de dolor necesario para apreciar la otra feria, el reverso de la tauromaquia incruenta que atesta los tendidos de un público festivo, las tardes en que la emoción vuelve a la piedra y disuelve el tedio cuando el toro recupera su condición de fiera y su casta exige toreros sin duende que arriesgan la vida apenas por los gastos, romanes que exponen los muslos partidos a las embestidas inciertas, damianes y robleños que no han visto un Domecq ni en las fotografías. Y lidiadores ultramarinos que vienen a la madre patria a reivindicar la fiesta proscrita en su tierra y se abrazan a su oportunidad en la periferia del sistema, tal Diego San Román sorteando gañafones como balaceras de Querétaro o Juan de Castilla conviviendo con las tarascadas de un toro de Dolores como con los sicarios del narco que poblaron su infancia en Medellín.
El culto al meritoriaje en la fiesta siempre ha permitido que las figuras del toreo escogieran las mejores ganaderías a cambio de la excelencia en su propuesta artística. A José Tomás no se le exigía que matara barrabases. La feria ha sido un desierto de monotonía del que sólo nos redimió Morante. Si haciendo honor a su fama de alunado se hubiera retirado tras otorgar la bendición a sus fieles desde la balconada del Wellington, podría haber dicho, como el Guerra, después de mí, “naide”, y después de “naide”, Uceda Leal, que estando ya de vuelta de todo aún dio una lección de torería ante un toro de la Quinta. Acaso la actuación sentida y asentada de Fortes que contemplé desde el tamiz enaltecedor de las cámaras de teleayuso fuera otro de los sucesos del ciclo, siempre que no se tuviera en cuenta el factor corrector de la perspectiva de los compañeros de abono que desde el altozano de la andanada son capaces de desmontar los mitos televisivos con la misma efectividad que los informes de la UCO arruinan la reputación de los felones. Algo de eso debió pasarle a Roca Rey, que se empeñó en destrozar el aura que lo acompañaba desde su aparición en Tardes de soledad, el documental que al parecer le ha arrebatado el alma, tal fue el derroche de vulgaridad desplegado en su trámite isidril.
El toro más bravo de la feria, Brigadier, de Pedraza de Yeltes, que midió su bravura en tres puyazos cobrados arrancándose de largo y recrecido en el castigo, no ha sido mencionado en ninguno de los premios oficiales del establishment taurino, interesado en promover el otro toro que permite el mantenimiento del tinglado, el exclusivamente fabricado para la faena de muleta, el que prodiga embestidas ordenadas, no suelta la cara y en lugar de acometer, ofrece inercias. En cuanto a la ganadería más completa, habiendo asistido a las corridas de la Quinta, Escolar, Pedraza y Fuente Ymbro, los jurados han preferido prevaricar distinguiendo a la ganadería de Jandilla. Vale.
No hay comentarios:
Publicar un comentario