martes, 14 de octubre de 2025

EL DÍA QUE ACABÓ EL TOREO



La Feria de Otoño siempre fue una cita especialmente querida en mi memoria de aficionado, la última oportunidad de asistir a la liturgia del toro de Madrid en vísperas de la elipsis invernal. Antes de esta efervescencia reciente que llena las plazas en cualquier momento de la temporada, el otoño madrileño traía a los tendidos ese aire familiar de una feria sin apreturas, sin el ajetreo de la isidrada, un ambiente casi íntimo que permitía al abonado reencontrarse con los viejos amigos de la andanada y disfrutar con la impagable oportunidad de pasar la tarde al amor del bendito fulgor que surgía del ruedo, al abrigo de los atardeceres mágicos de las Ventas que aún esmaltan el cielo madrileño de un color irreal.

El otoño era también una oportunidad más fácil para el adolescente que fui de acceder al templo atrapando como un tesoro escondido en las taquillas de la calle de la Victoria, una de las escasas entradas que dejaba libre el abono masivo que Manolo Chopera recuperó para las Ventas en los años ochenta, de la mano de la conjunción del toro íntegro y el toreo puro que trajo a la época el clasicismo de Antoñete. A través de esa fortuna, uno pudo asistir a tardes históricas como aquélla en que Rafael de Paula se volvió loco ante un sobrero de Martínez Benavides, la resurrección de Curro Romero tras ser cogido al entrar a matar a un toro de Moura para cortar su última oreja en Madrid o el tercio de quites en el que Julio Robles y Ortega Cano sublimaron el toreo de capote, encendiendo en mi aprendizaje del oficio de aficionado una llama alimentada por el toreo según el canon del cite cruzado y la suerte cargada, que caminaba en dirección contraria a la senda por la cual el ojedismo degeneró en las formas de Espartaco que fundaron las bases de la peste juliana del toreo al revés. Ese canon verdadero lo reinstauró Chenel en el lustro increíble de su primera reaparición, lo retomó Rincón ya en los noventa y lo elevó al olimpo José Tomás en las postrimerías del milenio.

Cuarenta años después, el ciclo de la vida nos permite aún conservar el abono y contemplar desde el altozano privilegiado que ocupamos la nueva eclosión de lo taurino con la perplejidad del descreído que pensaba estar asistiendo a la decadencia del rito y vuelve a atisbar para el futuro un posible esplendor que tal vez no sea efímero. En aquellos años míticos, la fiesta se puso de moda sin necesidad de justificarse y hasta un sello de prestigio transversal acompañaba a quienes se acercaban a ella en un momento en el que la sociedad recién salida de la transición aún no había mutado hacia el infantilismo hedonista que ahora intenta abortar el resurgimiento con iniciativas legislativas espurias.  

Y sin embargo, a las siete y media de la tarde del día doce de octubre de dos mil veinticinco, cuando José Antonio Morante Camacho, vestido de Chenel y oro, se dirige a los medios después de recorrer el ruedo en triunfo tras una faena imposible ante el toro Tripulante, número 102, nacido en enero de 2021, un colorao ojo de perdiz de la ganadería de Garcigrande y se lleva las manos a la cabeza para quitarse la castañeta tras el último paseíllo de su vida, en la plaza se extiende una sensación de incredulidad que debe ser parecida a la que sintió el Guerra cuando tras la muerte de Joselito, telegrafió a Rafael el Gallo, el célebre “se acabaron los toros”. Acordándose de la dinastía había recibido Morante a ese toro en el tercio, con un cambio de rodillas instrumentado con el capote, una tijerilla preñada de gracia y sabor añejo en una declaración de intenciones que siguió por verónicas genuflexas antes de un esbozo por chicuelinas y quedó interrumpida por el percance que sufrió en los medios del que salió aparentemente noqueado, esfumándose así la sinfonía de suertes que esperaban a ser reveladas por el capricho de su inspiración. La lidia siguió mientras en un burladero el diestro recomponía su osamenta y recuperaba el equilibrio necesario para afrontar el último baile, la postrera faena que inició sin probaturas, como si tuviera prisa por enseñar a los jóvenes que tomarían el ruedo al final de la corrida, el arte de cortar dos orejas en Madrid con una docena de muletazos en una baldosa al límite del ceñimiento, rematados por un estoconazo en la cruz.

Por entre la fronda confusa de la salida a hombros del cigarrero izado entre empujones como un santo de pueblo, de la invasión de la calle de Alcalá entre las cargas policiales, de la peregrinación al Wellington y la bendición folclórica desde el balcón, debe quedar la importancia de este genio a pesar de sus Chaves Nogales de pega. Salvando las distancias que impone la mística de la nostalgia, Morante ha revolucionado el planeta de los toros en los últimos años al modo de Antoñete en los ochenta, dejando un legado de belleza que debe canalizar a las nuevas generaciones que se acercan a la tauromaquia por el eslabón de la pureza en la forma y la verdad en el fondo. Porque hasta el último día, Morante ha querido enseñar a la afición esa historia del toreo que no se aprende en los vídeos sino en festivales como el que organizó al mediodía, trasladándonos de nuevo a las temporadas gloriosas que se cerraban o abrían con toreros retirados enseñando su magisterio ante nuestras miradas atónitas, como aquél que tuvo lugar en abril del 86 en beneficio de las víctimas del volcán colombiano de Nevado del Ruiz, con el maestro del mechón blanco en el cartel, la tarde en la que el Cordobés chico se tiró de espontáneo en el novillo del padre y Joselito Arroyo empezó a entrar en el corazón de la afición madrileña.

Cincuenta años se han cumplido del adiós de Antonio Bienvenida, pródigo en festivales, cuarenta de la muerte de El Yiyo, a quien escoltó Chenel en Colmenar. Entre el recuerdo de ambos, han colocado una estatua que apenas se parece a nuestra memoria del maestro pero como Dios escribe derecho entre los renglones torcidos, fue la excusa perfecta para que José Antonio Morante imaginara un milagro para la mañana en blanco y negro del día de la Hispanidad. Tantos años ironizando sobre las poses del sevillano como émulo de Gallito y resulta que escondía una devoción por Antoñete capaz de llevarle a organizar un festival de viejas glorias en su homenaje en el que se reservó el animal menos potable del festejo, sólo por regalarnos la foto de su figura unida a un toro blanco de Osborne. 

La efigie a caballo de Pablo Hermoso de Mendoza era el prólogo amable de lo que estaba por llegar, una jornada no apta para nuestros corazones débiles, demasiado acostumbrados a la liturgia vacía a la que asistimos de ordinario. Y es que casi habíamos olvidado la conmoción extraña del toreo eterno, esa sacudida que te levanta de la piedra, enronquece la garganta y te hace sentir ganas de abrazar a tu compañero de abono. El primer aldabonazo lo dio Curro Vázquez en terrenos del cinco a donde ordenó llevar al novillo del que nadie esperaba gran cosa tras haber acosado al diestro un par de veces con el percal. Después de una fase de tanteo, llegó una serie de derechazos de una naturalidad insólita, la despaciosidad enmarcada en la apostura innata del medio pecho exacto. Curro Vázquez o cómo resumir la vida en un trincherazo profundo y un cambio de mano del que sale andando con la torería de los elegidos. Si el festejo hubiera acabado ahí, ya nos hubiéramos dado por satisfechos, pero apareció Frascuelo para demostrar que setenta y siete años no son impedimento para seguir dibujando la media verónica sin moverse del sitio. 

Y después, llegó Rincón. La ovación que le dedicó la cátedra hizo temblar los cimientos de la plaza mientras nos quitaba de los huesos treinta años de encima. Cuando se abrió de capote para recibir a su novillo, parecía no haber transcurrido el tiempo, como si las verónicas con las que pretendía fijar al burriciego fueran las mismas que las de sus cuatro tardes míticas del 91, la primera de ellas precisamente con Curro Vázquez de testigo. Después el novillo acusó su defecto y a punto estuvo de llevárselo por delante hasta que Morante se hizo presente y como amo del cotarro, ordenó al presidente devolver el animal. Esta fiesta tiene cosas que son incomprensibles pues tras el contratiempo salió un sobrero de Garcigrande con ciertas complicaciones pero con la movilidad necesaria para permitirle a César recrear el cite en la distancia, la muleta adelantada, el embroque perfecto, el temple intacto, el pase vaciado detrás de la cadera y la ligazón precisa para hacer de la plaza un manicomio y convertir la mañana en un clamor. 

El festival se convirtió así en una lección didáctica óptima para los miles de jóvenes que acudían al reclamo de Morante, pues Ponce actuó después de César, para explicar la radical diferencia que hay entre lo bonito y lo grandioso. Si a Rincón le correspondió un animal idóneo para desempolvar su concepto, el maestro de Chiva sorteó un novillo feble ante el que revisitó su faceta de torero enfermero al que tantos toros sirvieron a lo largo de su carrera, por el método de aplicarles la medicina del temple, esa otra tauromaquia de acompañamiento superficial y preciosista enfrentada entonces y ahora a la apuesta de Rincón por imponer su sitio al del toro y dominarlo con la receta de la profundidad.

Para nuestra desgracia, el toreo moderno que asola las plazas se acerca más a esa línea menos comprometida que manufactura toreros en las escuelas taurinas. En una de ellas se formó la novillera Olga Casado, que cerró el festival cortando dos orejas por una faena aseada que terminó remedando las poncinas del maestro bajo la mirada aprobatoria de su mentor Abellán. Eran las tres y cuarto cuando abandonábamos la plaza agotados por el cansancio extraño de la emoción verdadera, después de haber asistido a una borrachera de toreo a cargo de cinco maestros con personalidades distintas, cinco inyecciones para anestesiar la orfandad que llegaría por la tarde. 

Es cuestión de tiempo que renovemos la ilusión cuando otro torero surja para recoger el testigo del toreo clásico y nos permita seguir creyendo en las promesas insinuadas en la extraordinaria mano izquierda de Víctor Hernández o en el dominio sin trampa de Román a un Victorino indómito, por el método infalible de pisarle el terreno y aguantar en el sitio donde los toros cogen si no son sometidos por un afán de triunfo superior a la muerte. El trasteo más emocionante del año en las Ventas situó a Román de nuevo a las puertas del triunfo grande pero acostumbrado a jalear la bisutería, el público no pidió la segunda oreja para la joya que acababa de contemplar. Tampoco lo hizo con Fernando Robleño, la conmoción en que estaba sumida la plaza tras el adiós de Morante opacó su despedida y el pinchazo final que precedió a la estocada rebajó los ecos de su gran faena al quinto de Garcigrande, donde pudo mostrar al fin la clase que siempre tuvo, escondida tras veinticinco años de pelea con el toro de respeto. 

Terminaba la temporada sin que nadie recordara la primera puerta grande de la feria, consentida para Emilio de Justo tras una faena simplemente correcta que enalteció su coraje para salir de la enfermería en el sexto toro de la corrida de Victoriano del Río y superar el dolor de sus costillas quebrantadas en el primer acto de la tarde. Alternaba ese día con Borja Jiménez y Tomás Rufo, dos de los diestros que parecían llamados a tomar el relevo tras ilusionar a la afición no hace siquiera dos años. Desde entonces, su propuesta se ha deslizado por el despeñadero de la vulgaridad, siendo deseable que hayan tomado nota del impacto indeleble de los maestros antiguos, de cómo se agotaron las entradas en una hora sólo por verles hacer el paseíllo, de la huella de torería que su última lección magistral ha dejado en nuestra memoria para siempre. Ojalá no tengamos que decir como el padre de Búfalo cuando llevó a su hijo a ver torear a Juncal en el Puerto de Santa María, “¡niño, a ver si te enteras de lo que estás viendo, que lo que estás viendo no lo vas a ver en tu puta vida!”  





lunes, 6 de octubre de 2025

LA VUELTA



Para aquellos adolescentes que ensayábamos el futuro en el mítico friso de los años ochenta, la vuelta ciclista era la agitación de las tardes de mayo, cuando Perico demarraba camino de los Lagos de Covadonga y subyugaba nuestro espíritu aventurero con la imagen efímera del valor, capaz de tocar el cielo en la cumbre asturiana y hundirse al día siguiente atrapado por la pájara de la debilidad. Tan lejos de la perfección francesa de Induráin, la humanidad de Delgado en aquellas tardes primaverales lo acercaba a nuestros esfuerzos por las cuestas de Valdecabras, cabalgando la Orbea de carreras hasta que el tío del mazo nos obligaba a poner el pie en la tierra de nuestra mejorable forma física.


Pero la vuelta ya se había instalado en nuestro imaginario infantil mucho antes, cuando en la arcadia de los setenta vestíamos las chapas de Cinzano con los maillots de Lasa o Perurena y las alisábamos contra la piedra para mejorar su aerodinámica en las curvas del circuito que construíamos con la única herramienta de nuestras manos entrelazadas dibujando caminos en el patio arenoso del colegio. Los resúmenes televisivos de la etapa del día se funden en mi recuerdo con las primeras bicis de paseo que los Magos de Oriente habían dejado en nuestros zapatos para convertir las carreras de chapas en competiciones reales camino de Palomera en donde exprimíamos las BH y las GAC de la época, disputando al sprint la meta volante de Molinos de Papel con la canción oficial de la vuelta incrustada en el cerebro, me estoy volviendo loco, me estoy volviendo loco, me estoy volviendo loco, poco a poco, poco a poco.


Tan metida en el corazón, algo se nos rompe dentro cuando la etapa del día no acaba con la ceremonia del vencedor. Impedir que los esforzados de la ruta llegaran a la meta de manera violenta fue como si alguien nos cortara las alas que crecieron en aquella infancia, como si la justicia que late en la pelea del escalador solitario se encontrara con la pancarta de la frustración convertida en desnivel infranqueable para coronar la cima. Incapaces de atentar contra los intereses israelíes que habitan en entornos más poderosos, los manifestantes de la causa palestina escogieron para su legítima reivindicación asfaltar la fragilidad del corredor de fondo con las chinchetas de la intolerancia e impidiéndole culminar su escapada, desteñían su propio mensaje. Quizá por eso, el presidente del gobierno empatizó tanto con su protesta, cultivando la estrategia del manipulador que aprovecha la tragedia de Gaza para mitinear exultante a bordo de una sonrisa incompatible con la masacre que denuncia, encantado de haber encontrado la trinchera perfecta para esconder sus escándalos.


La verdad es la verdad, la diga Sánchez o sus voceros. Netanyahu es un criminal de guerra aunque sea Bildu quien lo proclame hundido en el lodazal de sus silencios cómplices. Los delitos de lesa humanidad que el gobierno democrático de Israel está cometiendo en la franja no son más justificables por el hecho de que la alternativa sea el terror fundamentalista que supone Hamás para el futuro de la zona. Y no lo serán nunca, aunque el mundo ignore los atentados contra los derechos humanos que se suceden a diario en otros rincones menos visibles del planeta y el clamor de genocidio que se extiende por las calles de las capitales europeas no alcance para alzar la voz también por la visibilidad de los pogromos de Nigeria, Sudán, el Congo o Myanmar.


La flotilla de activistas embarcados con rumbo a la utopía ha sido una metáfora perfecta de la naturaleza irresoluble del conflicto de oriente medio si pensamos que en las naves interceptadas convivía la generosidad de las mejores intenciones con el negacionismo de los crímenes del siete de octubre. Junto al activismo sincero de la ayuda humanitaria navegaba la propaganda narcisista del postureo en las redes, tan deleznable como los debates partidistas de nuestros políticos patrios que desde la desfachatez de su bienestar occidental se han atrevido a enarbolar festivamente el sufrimiento envuelto en el pañuelo palestino o en la estrella de David.


Mientras la solución de los dos estados se desvanece sumergida entre el río y el mar, el ciclista esloveno Pogacar surcaba inalcanzable los montes de Ruanda en el reciente campeonato del mundo, dejando tras su estela un rumor de victoria que al menos ese día hizo un poco más soportable el recuerdo del genocidio tutsi, del holocausto nazi, de las limpiezas étnicas perpetradas en el entorno balcánico del héroe, la memoria indeleble de todas las tragedias de la historia convocadas a su paso.  


 


lunes, 11 de agosto de 2025

EL HIJO A MEDIAS



Quizá una de las historias más lamentables de los últimos tiempos haya sido la protagonizada por Juana Rivas y Francesco Arcuri, personajes de novela mediática enfrentados ante la Corte del Juez Salomón. Mientras las instancias judiciales españolas e italianas, otorgaban el hijo de ambos a un padre con algunas sombras en su discurso legalista, Juana esgrimió su condición oficial de mujer maltratada para perseguir el amparo de la opinión pública a sus aspavientos de plañidera incesante, empeñada como la madre espuria de la historia bíblica, en partir la vida de sus hijos entre un aluvión de denuncias, medias verdades, secuestros y desapariciones, convirtiéndolos en rehenes para siempre de la manipulación y la insensatez.


La exposición de los hijos ante el pelotón de fusilamiento de los medios fue el último acto de una representación en la que intervino también una ministra del gobierno de España para presionar al poder judicial sin tener en cuenta los indicios de alienación parental evidentes en el escenario. Todo el que haya estado en contacto con el complicado mundo del conflicto matrimonial reconoció en el grito desgarrador de ese niño, a una víctima acosada por la acción criminal de los adultos. El interés del menor debería ser el principio rector en esta materia pero se convierte a menudo en una declaración vacía tras la que se esconden estrategias procesales que en vez de buscar un acuerdo sanador perpetúan el enfrentamiento entre las partes.


Tener hijos es llevar el corazón fuera del cuerpo. El instinto de posteridad nos conduce al afán de descendencia sin adivinar la esclavitud que aparece desde el día en el que ese deseo se concreta en una vida que es la nuestra caminando en otro ser. Es la condena de la paternidad, esa trenza de angustia y felicidad que se anuda en torno al hijo y te sitúa amarrado para siempre a la estela de incertidumbre desplegada tras sus pasos. Ser padre es edificar tu existencia en torno a un futuro para su dicha al que sólo asistirás como invitado y en donde un instante de plenitud bastará para olvidar todas las ausencias. La absurda aspiración de querer abrazarlo siempre como cuando era un niño se funde con la quimera necia de pretender dirigir sus decisiones para librarlo del dolor, sabedores como somos de que moriremos un poco con cada una de sus heridas. Hay una querencia por seguir llevándolo cogido de la mano que no se extingue nunca. 


El padre separado multiplica en el vacío que siente esa sensación de impotencia, una suerte de orfandad inversa que ni siquiera la custodia compartida puede restañar. La justicia es incapaz de solucionar situaciones tan complejas y no puede sino conformarse con fabricar hijos a medias, convirtiendo la paternidad del progenitor no custodio, ese oxímoron, en un simulacro que impide su pretensión de absoluto. La adolescencia del hijo es un lugar propicio para que el cataclismo del divorcio se manifieste en toda su crudeza cuando la lejanía eleva barreras invisibles que no se disipan en la visita de un fin de semana. La separación es una verdadera amputación cuya mayor tragedia es acostumbrarse a sobrevivir en el desierto, anticipando a un momento intempestivo, la soledad inevitable que aparecerá cuando el hijo tome su propio camino. Los padres a tiempo parcial son despojados de la fortuna intangible de asistir a su crecimiento, como Gepettos que alejados de esa cotidianeidad, contemplan cómo se va convirtiendo en una marioneta manejada por la vida, mientras a la familia imaginada le crece la nariz. 


Cuentan que Daniel, el hijo de Francesco y Juana, tras siete meses de extrañamiento, tardó veinte minutos en aceptar de nuevo al padre cuando pudo hablar con él, sin mayor interferencia que la asistencia del equipo técnico del Juzgado. Salomón hizo lo correcto pero tras la euforia del verano, llegará el invierno para comprobar si los estragos del conflicto entre los padres se han convertido en el previsible trauma que pesará sobre ese niño y el adulto que va a ser.



martes, 24 de junio de 2025

SAN ISIDRO 2025: LA FERIA DE MORANTE



A las siete y diez de la tarde de un miércoles de mayo, José Antonio Morante Camacho se abrió de capote en el tercio y barrió en cinco verónicas y media todo el toreo espurio que viene sosteniendo el espectáculo del planeta de los toros. Media docena de lances para desmontar todas las tabarras del taurinismo oficial que justifican la impostura de cada tarde como si a pesar del erial en que está confinada la fiesta, nadie recordara el sendero de gloria que la convirtió en un rito único.


En realidad, fueron ocho. Los dos primeros como un presagio de los olés roncos que vendrían después, la seña de la identidad eterna de las Ventas para saludar el acontecimiento del toreo clásico y reunido, en el sitio y sin perder un paso, con la sencillez de quien pasa por allí y se entretiene en explicar al público que habitualmente aplaude lo accesorio, la belleza de la verdad resumida en una media.

Que Morante estaba bendecido aquella tarde se vio cuando improvisó el quite del vasito de plata, genialidad a cuerpo limpio para recortar al toro que apuraba a su peón, sin derramar una gota del cáliz. Se veía al cigarrero con ganas de empezar a torear cuanto antes, el pronto y en la mano de Chenel como antídoto contra el tostón de las faenas sin medida. Si un torero no es capaz de revelar en veinte pases el mensaje que trae a la plaza, es que no tiene nada que decir. Morante dio pocos más y comenzó la lección doblándose en las tablas del nueve, meciendo al toro de Garcigrande en muletazos tersos que buscaban abrir los caminos de una embestida que hasta entonces había sido huidiza y por momentos claudicante, y conducirla hasta la prueba de fuego del trincherazo final. La serie con la derecha que inauguró el toreo fundamental se construyó con la naturalidad de los elegidos, cuatro muletazos que parecieron uno solo, tal fue el encaje y la armonía que guio la obra dibujada en el sitio exacto donde reside la gloria. Morante torea en unos terrenos que ahora mismo nadie pisa y manda a los toros al límite del ceñimiento. Entre el recital de derechazos, cambios de mano y trincherillas, se erigió una serie única de naturales extraordinarios en los que sacrificó la ligazón, como si el estado de gracia que movía la tela necesitara un respiro entre pase y pase para degustar mejor la plenitud y los ayudados por bajo, el pase de la firma y el molinete invertido, fueran el remate necesario y refrescante para sobrevivir a tanta intensidad.


La faena a Seminarista fue la mejor que han visto las Ventas en los veintiocho años de alternativa del sevillano, tantas veces perdido en esta plaza entre retazos inconclusos, obsesiones con las condiciones del ruedo y críticas al toro de Madrid que, al parecer, ahora sí cabe en su muleta. Una labor tan inspirada que en otros tiempos menos reglamentistas, hubiera bastado para que se llevaran a Morante por la puerta grande, al margen de las orejas que pospuso el descabello. La faena obró en la tarde un efecto devastador sobre las víctimas que cometieron la imprudencia de compartir cartel con el toreo puro, sobre Talavante especialmente, convertido en una sombra que paseaba por el ruedo arrastrando la memoria de la faena triunfal que abrió el ciclo, mera bisutería preciosista incapaz de soportar la comparación con la obra maestra que acababa de presenciar. La devastación se extendió al resto de la feria, relegando al olvido a los toreros de su generación que resisten en el escalafón al amparo del medio toro flojo y dócil, a los diestros mecanizados de la generación siguiente fabricados en serie por las escuelas taurinas, a los epígonos del negociado del arte, perdidos en la melancolía inútil de la confrontación con el modelo original. La actuación de Morante en la corrida de la Beneficencia anduvo por debajo del acontecimiento previo y su mayor mérito fue la inteligencia del torero para aprovechar el viento a su favor y reunir los fragmentos de autenticidad de la tarde, hasta conducirlos a la tierra prometida de la calle de Alcalá con el salvoconducto de tres naturales inmensos a un toro impresentable de Juan Pedro que en otro momento solo hubiera merecido la faena de aliño habitual. El triunfalismo de los jóvenes se adueñó del escenario para izar al ídolo sobre su fervor de botellón y “vivaespañas”, y entre los tonos pastel de las camisas de marca emergía una figura azabache como de otro tiempo, un Gallito improbable a lomos de una ficción.


Desde la andanada se asistía al suceso con la alegría que proporciona contemplar el anacronismo de un torero vestido de siglo diecinueve paralizando la vida capitalina de un domingo por la tarde, hasta que la policía montada de Urtasun suspendió la ensoñación para que la calzada recuperara su acostumbrada mediocridad. La imagen de un artista elevado a la categoría de héroe por los veinteañeros de esta época sin más referentes que los “streamers” que los aleccionan, nos trajo el recuerdo del aficionado ignorante que fuimos, representado en la masa que aclamaba a Morante camino de la puerta grande como lo hubiera hecho con Perera, Castella, Rufo o Adrián si hubieran culminado con la espada sus trasteos ayunos de enjundia, como lo hizo siete días después con Borja Jiménez, por una faena efectista a un toro obediente de Victorino. Es difícil que el hedonismo que orienta sus instintos les permita distinguir entre la pureza y el engaño, entre la hondura y la superficialidad pero también es probable que alguno de ellos transite por el camino del tiempo alcanzando la madurez suficiente para dejar de preferir una danza banal ante un animal bobo a las faenas de poder frente al toro de respeto.

Quizá tengan que esperar a que la vida haya dejado en ellos el poso de dolor necesario para apreciar la otra feria, el reverso de la tauromaquia incruenta que atesta los tendidos de un público festivo, las tardes en que la emoción vuelve a la piedra y disuelve el tedio cuando el toro recupera su condición de fiera y su casta exige toreros sin duende que arriesgan la vida apenas por los gastos, romanes que exponen los muslos partidos a las embestidas inciertas, damianes y robleños que no han visto un Domecq ni en las fotografías. Y lidiadores ultramarinos que vienen a la madre patria a reivindicar la fiesta proscrita en su tierra y se abrazan a su oportunidad en la periferia del sistema, tal Diego San Román sorteando gañafones como balaceras de Querétaro o Juan de Castilla conviviendo con las tarascadas de un toro de Dolores como con los sicarios del narco que poblaron su infancia en Medellín. 


El culto al meritoriaje en la fiesta siempre ha permitido que las figuras del toreo escogieran las mejores ganaderías a cambio de la excelencia en su propuesta artística. A José Tomás no se le exigía que matara barrabases. La feria ha sido un desierto de monotonía del que sólo nos redimió Morante. Si haciendo honor a su fama de alunado se hubiera retirado tras otorgar la bendición a sus fieles desde la balconada del Wellington, podría haber dicho, como el Guerra, después de mí, “naide”, y después de “naide”, Uceda Leal, que estando ya de vuelta de todo aún dio una lección de torería ante un toro de la Quinta. Acaso la actuación sentida y asentada de Fortes que contemplé desde el tamiz enaltecedor de las cámaras de teleayuso fuera otro de los sucesos del ciclo, siempre que no se tuviera en cuenta el factor corrector de la perspectiva de los compañeros de abono que desde el altozano de la andanada son capaces de desmontar los mitos televisivos con la misma efectividad que los informes de la UCO arruinan la reputación de los felones. Algo de eso debió pasarle a Roca Rey, que se empeñó en destrozar el aura que lo acompañaba desde su aparición en Tardes de soledad, el documental que al parecer le ha arrebatado el alma, tal fue el derroche de vulgaridad desplegado en su trámite isidril. 


El toro más bravo de la feria, Brigadier, de Pedraza de Yeltes, que midió su bravura en tres puyazos cobrados arrancándose de largo y recrecido en el castigo, no ha sido mencionado en ninguno de los premios oficiales del establishment taurino, interesado en promover el otro toro que permite el mantenimiento del tinglado, el exclusivamente fabricado para la faena de muleta, el que prodiga embestidas ordenadas, no suelta la cara y en lugar de acometer, ofrece inercias. En cuanto a la ganadería más completa, habiendo asistido a las corridas de la Quinta, Escolar, Pedraza y Fuente Ymbro, los jurados han preferido prevaricar distinguiendo a la ganadería de Jandilla. Vale.




jueves, 1 de mayo de 2025

FELICES PASCUAS


Hay una orfandad especial que se cierne sobre Cuenca cuando desaparecen las tres cruces del Cerro de la Majestad. Indiferentes al hecho de que la Pascua de Resurrección es el tiempo litúrgico más importante de la Iglesia Católica, el nazareno autóctono queda sumido en una cierta depresión tras el parto que supone la escenificación de nuestra religiosidad popular, la exposición del esfuerzo cofrade de todo un año al viento variable de la procesión. Atrás habían quedado los preparativos de la ilusión, las vísperas cuaresmales enriquecidas por las funciones de hermanamiento en torno al santo y al botellín, los conciertos de marchas “sold out” en la Musikverein José Luis Perales, y en fin, las distintas formas de pregonar la conmemoración de la pasión de Cristo que por estos pagos y en estos tiempos, se parece más a un festín pagano que a una ceremonia religiosa.


Y no es malo que sea así. Los que se rasgan las vestiduras por el botellón del Domingo de Ramos o critican la deserción posterior de las iglesias atestadas durante estos días, me recuerdan al desencanto de mi abuelo el año que decidí aparcar la tulipa que hasta entonces había escoltado a Jesús y al rumbo de su caña y anudarme el capuz al cuello para formar parte de la representación que lo escarnecía camino del calvario a golpe de grito y tambor. El ecumenismo católico por estas fechas consiste en acoger a los jóvenes que suben con sus mejores galas para disfrutar de una mañana de primavera, celebrando la vida en una ceremonia laica que incluye ver bailar una borrica por las escaleras de la catedral. La Semana Santa es tantas cosas que admite la peregrinación contrita a las Angustias y la blasfemia dolorida bajo el banzo, el delicado fulgor de Palestrina y el estruendo que ahoga el miserere.

Al amor por nuestra semana grande se puede llegar por muchos de los senderos que caben entre Carretería y la calle del Peso. Ninguno debe ser excluyente del otro, salvo que los creyentes reverenciemos nuestra fe apedreando la emoción de los ateos que lloran con la agonía del Cristo de sus ancestros, o mirando por encima del hombro a quienes se acercan a nuestra costumbre a través de la curiosidad exenta de devoción. En la contradicción que hace de esta ciudad un maravilloso enigma que no cesa, Cuenca sabe recogerse en la intimidad del Huécar cuando pasea una Virgen enlutada por los Tintes y arroparla en el bullicio del tardeo cuando se atreve a desfilar entre los bares.

La primera piedra para edificar el orgullo por una tradición que lleva quinientos años conmoviendo las miradas debe ser la humildad que construye nuestros pasos con la sobriedad que en esta tierra es el camino más corto a la belleza. La soberbia vana tras su estela marida mal con el laconismo de nuestras tallas, tan sencillas en su hornacina como sublimes sobre las andas, cuando ascienden entre las hoces a fuerza de hombro y horquilla y el “cuencalvario” es un marco donde encuentran su sentido. Algo así como el vicario de Cristo diseñando su adiós en una caja a ras de suelo para compensar la grandilocuencia del escenario dispuesto a su alrededor.  

Aún lucen las cruces en la cima del monte. Tal vez la desidia funcionarial ha decidido mitigar así el corte generalizado de energía y el apagón del alma tras la fiesta. 



martes, 1 de abril de 2025

LA FAMILIA POLÍTICA


Entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre. La famosa cita de Albert Camus parece inspirar, en otro contexto, la estrategia política reciente en donde el amor a la sagrada familia presidencial anima la acción de los miembros del gobierno, intérpretes disciplinados de la cantinela oficial que trata de socavar, poco a poco, la independencia de los jueces encargados de investigar la probidad de la forma de ganarse la vida de la primera dama y de su cuñado. Para los partidarios de la alternancia política no hay otro remedio que abandonarse a la melancolía al contemplar cómo quienes rigen los destinos de la Comunidad de Madrid se enfangan también para defender al novio de su presidenta, la cual es capaz de llegar a la Moncloa y como Calígula con el caballo, convertir a su consorte en Ministro de Hacienda.

La tensión política entre ambos antagonistas promete hasta las elecciones un duelo por todo lo bajo que de momento, ya ha emponzoñado la imagen de la Fiscalía. Depende, de quién depende, de según como se mire, todo depende, es una canción que el Presidente interpretó ante un periodista de cámara para ponerle banda sonora a un thriller protagonizado por el Fiscal General, encantado de hacer duetos con la voz de su amo para ventilar en público los secretos de un contribuyente. El exceso de celo del defensor de la legalidad por aclararle a la audiencia la verdad sobre la iniciativa de un acuerdo de conformidad, fue un espóiler tan absurdo como revelar a estas alturas que el personaje interpretado por Bruce Willis en realidad está muerto tras la primera secuencia de “El sexto sentido”.

El Fiscal también lo está pero igual que Bruce y Mazón, él no lo sabe.  Como el héroe del Ventorro acogido a la clemencia de Abascal, tal vez espera la absolución de Conde Pumpido, cancerbero de la Constitución, presto y dispuesto a cocinar la futura condena condimentando el trampantojo con un lejano parecido a la separación de poderes. Sería el segundo gol por la escuadra en la desvencijada portería del Estado de Derecho, el primero todavía andan celebrándolo los indultados de los “Eres”. El “hat trick” definitivo llegará cuando toque revisar la amnistía, y el “Var” de los once confirme la derrota del Tribunal Supremo, no en vano quien tira las líneas lo hace desde Waterloo. 

La democracia lo soporta todo, incluso que el partido en el poder pacte las leyes con un prófugo de la justicia española. También que su número dos colocara a sus queridas en empresas públicas y otorgara a su esbirro la categoría de asesor. El edificio constitucional no se resiente aunque se gestionen las cuentas con un presupuesto que no responde a la voluntad popular de las últimas elecciones. La encargada de presentar el proyecto en las Cortes distrae a las masas degradando el principio de presunción de inocencia a la categoría de legalismo prescindible, el franquismo sociológico que habita en su mente no concibe más derecho de defensa que el de su permanencia en el sillón.  

Las excelentes cifras macroeconómicas sirven de coartada a la familia política pero no consuelan a una cuarta parte de la población que sigue en riesgo de pobreza o exclusión social. Algo va mal en el sistema cuando el crecimiento del PIB convive con la falta de futuro de nuestros hijos, que andan buscando vivienda como terraplanistas ilusos persiguiendo el borde del horizonte. Sobrevivir al panorama requiere algo más que unas garrafas de agua, unas latas, la linterna y el transistor. La cosa pública subsiste entre las diatribas de sus gestores a la espera de la próxima catástrofe en la que seremos nuevamente abandonados por su infalible incompetencia para afrontar las pandemias, los volcanes, las riadas o la amenaza de guerra nuclear. 

Avanza la cuaresma pero sigue el carnaval.



viernes, 14 de marzo de 2025

TARDES DE SOLEDAD


Después de su estreno rutilante en el Festival de San Sebastián y los ecos de acontecimiento que desde entonces condujeron a la cinta a la Concha de Oro y a su creador, Albert Serra, a la concesión del Premio Nacional de Tauromaquia, el primer viernes de marzo se puso a mi alcance “Tardes de soledad”, el documental sobre Andrés Roca Rey, que había conmocionado los mentideros taurinos conocedores de su dimensión. A las ocho y media en punto de la tarde lluviosa, la expectación del suceso había sido derrotada quién sabe si por la competencia de los cultos cuaresmales de mi ciudad levítica o por el cañeo habitual de la jornada, el caso es que me vi convertido en espectador único de la sala tres de los Multicines Odeón. El privilegio de la sesión privada convivía con cierto aire de desolación por la decadencia del rito de la pantalla grande y la sala oscura, que se esfumó de inmediato cuando tras los interminables créditos iniciales de las productoras el
toro se hizo presente en la escena.


El toro de la noche reinando en la dehesa, su respiración cortando el aire como la banda sonora de Tiburón. La película es un duelo permanente entre el aliento del toro y el resuello del torero, porque, en realidad, “Tardes de soledad” es una película muda. Es la filmación del silencio de la muerte apenas quebrantado por las interrupciones sonoras que la vida opone a esa certeza, el ruido sordo de la lidia, el aullido estentóreo del peón, el rumor en sordina de la gente, el “Vals triste” de Sibelius en el trayecto de regreso. El siguiente plano tras la apertura nocturna es Roca Rey en su furgoneta después de torear, mostrando su rostro en la cámara fija congestionado tras la pelea, los restos del miedo resbalando por su piel sudorosa, la mención de José Tomás como referencia icónica de la épica reciente. Los ánimos banales que ofrece la cuadrilla contrastan con la seriedad del matador, obsesionado por librarse del objetivo que retrata sin censuras la tensión de la responsabilidad que pesa sobre su espíritu, eres el número uno, has estado cumbre, un figurón del toreo, “mi arma”, le regalan el oído Viruta y Chacón, esos Ray Liotta y Joe Pesci pasados por la tierra de María Santísima. 

La puesta en escena solo tiene tres decorados, la furgoneta, la plaza y el hotel. En la habitación, se representa el ritual del descendimiento a la realidad. Vestido en blanco, sangre y oro, un punto antes de llegar a la desnudez, el hombre solo, a pesar del apoderado en el espejo. Un rosario por todo escudo es la ropa interior del héroe que más adelante embute de nuevo su fortuna en seda negra, mientras cruza silencios con Larita, el mozo de espadas que mantiene en vilo al maestro para enfundar el valor en un traje de luces cuyo color osa llamarse catafalco. 

En la plaza, la decisión artística del director es cerrar el plano y bajar el punto de vista, el tiro de cámara a la altura de la fricción entre toro y torero, aboliendo todas las geometrías que se advierten desde el tendido y con ellas, los debates sobre el temple y las distancias, la estética y la colocación, el arte excluido por una cuestión de perspectiva que elige centrarse en el encuentro entre el hombre y la fiera tan en corto que se siente en la butaca, la mirada en el fragor de la embestida y el trazo fugitivo del lance, en la muerte temblando entre la boca del bicho y el rictus crispado del matador. 

La arena de miga de las Ventas, la tierra negruzca del Norte, el albero maestrante sevillano conforman ante la cámara una piel de toro agreste y berrenda, recorrida en tardes sin espacio para el triunfo porque la ambición por afirmarse en la condición de figura lo arrasa todo. El tratamiento prodigioso del sonido dibuja el latido del público en elipsis, como decorado ausente en el que brilla el susurro de las conversaciones entre barreras pespunteando el diálogo físico entre los contendientes. El respeto del matador por el toro contrasta con la mezquindad de los peones que insultan al tótem, ajenos a la gloria que transporta, como si la obligación del animal no fuera comportarse conforme a su naturaleza salvaje.

La película se contempla en continua tensión dramática por la inminencia de la cogida que finalmente llega junto a la perplejidad del diestro por haberse salvado. Tras el paso por la enfermería se nos muestra al torero sin chaquetilla, cubierto por una bata quirúrgica que envuelve el secreto de la suerte que lo ha librado de perecer en la crucifixión que un toro de Bañuelos intenta con su cuerpo, atropellado al fin contra las tablas de la plaza de Santander. Frente a la impostura del sesgo de las retransmisiones televisivas, la película de Serra es puro cine, y logra atrapar la verdad de la muerte mostrada en primer plano, sin hurtar al espectador el estertor que va desde que dobla el toro hasta el postrero espasmo de la puntilla, sin miedo a eludir la crudeza implícita en el último rito de masas que se atreve a transgredir el infantilismo hedonista de la sociedad actual, enfrentándola con la representación de su destino. 

Quizá sea la película de toros más importante de la historia. Ni la ficción ni el documental habían conseguido hasta ahora transmitir la profundidad de esta liturgia con la emoción esencial que viene convocándonos desde hace siglos en torno a su misterio. “El cisne” de Saint Saens culmina musicalmente el viaje, ilustrando el último plano de los toreros despidiéndose indemnes tras la batalla, y nos traslada a esa sensación de plenitud que hemos sentido en la plaza tantas tardes, cuando después de haber asistido a la revelación del toreo puro, emprendemos el camino de vuelta a nuestra propia soledad.