miércoles, 6 de noviembre de 2024

RÉQUIEM POR VALENCIA



El primer día de noviembre, el Ensemble Vocal de la Ópera de Cámara de Cuenca volvió a interpretar el Réquiem de Mozart, esta vez en la Fundación Antonio Pérez como ya hizo hace tres años en la Iglesia de San Pedro, creando acaso, tal y como sucede con el Tenorio en el ámbito teatral, la inesperada tradición de interpretar por estas fechas la más bella misa de difuntos compuesta en la historia de la música. Las riadas otoñales son también tradición en nuestra sufrida geografía para desgracia de la gente que pone los muertos y vergüenza de unos gobernantes incapaces de prever el peligro y allegar después los medios necesarios para mitigar la catástrofe.


El empaste perfecto del coro de Carlos Lozano parecía clamar por la coordinación deseable de las administraciones en estos casos en los que el pueblo perece víctima de la incuria y después es desamparado por sus representantes políticos, entregados a la ceremonia de la huida y la elusión de responsabilidades. De nada nos sirven los lutos impostados si al duelo por las pérdidas le acompaña el abandono de ahora mismo y la inacción de décadas asistiendo al mismo panorama de la naturaleza eterna estrellándose contra un urbanismo idiota.


Atacaba la coral el “Lacrimosa” como si todo el dolor de Valencia se hubiera filtrado por las paredes del antiguo templo carmelita hasta llegar a las gargantas vicarias de nuestra tristeza. El estremecimiento del “Dies Irae” parecía ilustrar el sentir de los damnificados voceando su desvalimiento en las ventanas desde las que habían contemplado a la muerte pasar buscando candidatos. Amarrados pese a todo a la fortuna de estar vivos, conteniendo la rabia con vistas al barro, desmenuzaban las horas a la espera de ser atendidos por el Estado, una vez que sus múltiples terminales se pusieron de acuerdo sobre quién asumía las competencias y el coste político de contar a los cadáveres. Junto a los coches amontonados en las aceras y los electrodomésticos varados en las esquinas, el agua se ha llevado por delante la confianza en las instituciones, el concepto de servidor público suplantado por el pueblo que compareció en el puente festivo como un ejército cuya movilización no dependía de estrategia política alguna.


Como la pieza maestra de Mozart, España es un país inacabado más preparado para afrontar la desdicha que para prevenirla, experto en solidaridades y amnésico para exigir justicia, el fracaso frente a la pandemia no nos ha enseñado nada. La estructura administrativa cuya descentralización fue diseñada para ser garantía de eficacia se ha convertido en una maquinaria apta para la colocación de los afines pero incapaz de gestionar las situaciones de crisis, por donde medran sin cesar los aprovechados. Allí donde aparece la tragedia, se hace presente el trepa, el fraude de entonces con las mascarillas es el pillaje de ahora sobre un fondo de lodo que todo lo cubre. 


La máquina del fango era en realidad esta querencia de nuestras autoridades por culpar al adversario y esgrimir la cogobernanza como coartada de las negligencias propias y ajenas conformando un panorama de absoluta inoperancia política, en el que los jerifaltes del sistema se pasean por el escenario del cieno como si el sufrimiento del pueblo fuera también el suyo. Su única preocupación en este tiempo de infortunios es ocultar su falta de aptitud para la gestión del desastre y seguir en el poder hasta que la indignación escampe. El limo que quedará cuando todo haya pasado fertilizará de nuevo la codicia cuando se apague el hedor, antes de la próxima riada.




miércoles, 11 de septiembre de 2024

LA BUENA EDUCACIÓN





Mi infancia son recuerdos de un patio de colegio donde los maestros daban palmas para llamar a formar. De esta manera, aquéllos que nos libraríamos de la mili por inútiles, adquiríamos una mínima instrucción cuartelaria que culminaba cantando la letra franquista del himno nacional, mientras el profesor de turno izaba bandera en el largo pasillo de la derribada Normal. Eran los tiempos en los que convivíamos en las aulas con los pósteres gemelos del último mensaje de Franco y el primer mensaje del Rey, y con su caligrafía ambigua. El ambiente de libertad de la transición llegaba a los chicos de entonces sólo a ráfagas, en una época en la que pegaban hasta los maestros de prácticas y las familias hacían la vista gorda sobre tales excesos, cuando no animaban directamente al profesor a emplear la mano dura sobre los chicos a los que en casa ya no podían sujetar. La clase del colegio público reunía a más de cuarenta proyectos de “boomer” de todas las capas sociales, conviviendo sin traumas aparentes, sin acosos excesivos, el universo femenino separado en otro edificio del mismo recinto, apenas accesible para las miradas furtivas a la salida de la jornada escolar, por donde asomaba el rostro perfecto de Clara Nuria, la niña más guapa de la ciudad.

Esos locos bajitos disfrutábamos sin saberlo de la mejor educación que íbamos a recibir a lo largo de nuestra trayectoria académica. La desmontada “egebé” nos otorgaba una base que ahora permite a un electricista de mi generación tener más cultura general que la de un graduado actual con varios másteres en su haber. Los maestros responsables de esta fortuna aplicaban la pedagogía del sentido común a manadas de alumnos por encima de todas las ratios que hoy son consideradas adecuadas para que un docente pueda lidiar con sus educandos sin pedir la baja psicológica. En esas condiciones, Don Ignacio nos aficionaba a la historia rimándola en un cómic que memorizábamos en los murales con los que empapelaba el aula, Don Eduardo impartía un nivel de inglés capaz de perdurar hasta las brumas del bachillerato y Don Mariano hacía de las matemáticas una asignatura inteligible hasta para un zote de letras como un servidor.  

La ausencia de pantallas convertía la pizarra en un tótem temible ante el que comparecíamos para rendir cuentas a Don Francisco, en la tarima desde la que después dictaba su lección magistral, intentando sacarnos de Babia, país de los tontos, donde hacían los pucheros sin culo. Mientras Doña Mari Luz encendía la luz de mi primera vocación literaria, la catequesis de Don Gerardo extendía un barniz de tolerancia sobre el catolicismo obligatorio y el deporte ocupaba todo lo demás, la competición oficial en los juegos escolares permitía que la gimnasia fuera un divertimento vestido de chándal verde, desde el que eludíamos instrumentos de tortura tan sofisticados como el plinto.

El colegio vertebraba nuestra existencia y en torno a su influencia organizábamos la vida cuando las actividades extraescolares consistían en volar el trompo con la destreza de un malabarista, forrar las chapas de Cinzano con maillots de ciclista y atesorar canicas triunfando en el gua. Alrededor de la escuela esperábamos al futuro leyendo tebeos en la Casa de la Cultura y gastando la paga en las máquinas de los recreativos, pero la plenitud llegaba imaginando porterías entre las carteras, cuando nos abandonábamos al fútbol de descampado y rodillas peladas hasta que la oscuridad tocaba el silbato y los más osados continuaban la fiesta jugando a ser funámbulos bajo la pasarela del “poli”, con la red del Júcar a nuestros pies.

Montados en los bocatas de mortadela del colmado de Pablo y abrigados por las tortas recién hechas del horno de los Moralejos, atravesamos la pubertad con la inconsciencia de la niñez vibrando en nuestras mejillas que aún no presentían las dudas de la adolescencia. Ahora que el fragor de la muchachada vuelve a musicar la hora del recreo, el comienzo del nuevo curso trae a mi memoria la nostalgia de lo perdido, la añoranza de aquel tiempo en el que todo era posible todavía. 






viernes, 19 de julio de 2024

REYES DE EUROPA



Es curioso pero ahora parece que todo el mundo sabía que la selección española de fútbol sería campeona de Europa el pasado catorce de julio. Y no. Entre la indiferencia con la que se inició el campeonato y el terremoto que registraron los sismógrafos en la final, tuvo lugar el típico proceso de identificación que suele protagonizar el españolito cuando infravalora lo suyo hasta darse cuenta de que es mejor que lo ajeno. Siempre nos parece más verde la hierba en el jardín del vecino. 

Antes del éxito, la selección era un equipo semidesconocido para la mayoría, por el que apenas descollaban Rodrigo y Carvajal como figuras de la Champions reciente. El resto era una banda capitaneada por un ariete voluntarioso cuya falta de puntería era pasto incesante de los memes y entrenada por un bilbaíno de adopción aplaudidor de Rubiales que se salvó de la cancelación porque las hordas del pensamiento “woke” andaban ese día despistadas. Como tuvo la suerte de ir encadenando triunfos, su natural bonhomía se convirtió en el escudo que le permitió atreverse a cometer la osadía de declararse abiertamente católico, taurino y español.

En este país acostumbrado al cainismo desde la cuna a la tumba pasando por el campo de fútbol, la selección era otra vez ese equipo poco fiable al que sólo se aferraban los desheredados de la victoria que durante la temporada regular no habían visto satisfechas sus expectativas con el club de sus amores. España fue haciendo su camino entre la displicencia del futbolero tipo que con la barriga llena de copas, se podía permitir la inapetencia frente al destino del equipo de todos, incluso la obscenidad de declararse partidario de la nación donde peleaban sus estrellas extranjeras, un minuto antes de someterlas en el verde y acabar desgañitándose cantando Gibraltar español.

Ni siquiera cuando la roja presentó su candidatura y arrasó en el grupo de la muerte, desplegando el mejor fútbol de la fase previa, abandonaron sus miedos los comentaristas agoreros que veían en Georgia, la reencarnación del Brasil del setenta, con Mamardashvili convertido en la bestia negra habitual. Algo se movía, sin embargo, en el paladar futbolístico del conocedor, sorprendido por la superación del tiqui-taca que representaba el nuevo juego de la selección, un prodigio de eficacia que cimentado en el mejor dúo de medio centros del mundo, con Rodri y Fabián a los mandos, se resolvía en un delirio de precisión y verticalidad a través de Dani Olmo, encargado de culminar la jugada mientras Morata fijaba a los centrales o de mejorarla para que Nico o Lamine, convirtieran el área en su patio de recreo. 

Y así fue como el retoño de un ghanés y el chiquillo de un marroquí nos permitieron además ventilar los demonios nacionales a propósito de la pureza de sangre de esta pareja de dibujos animados que en cada internada por los extremos, ponía patas arriba los clichés de las esencias de lo que antaño fue la furia española. El cuadro era bastante divertido porque mientras los unos cantaban con la boca pequeña los goles de dos hijos de inmigrantes, tenían además que transigir contemplando cómo la defensa de España se hallaba en manos de una collera de afrancesados. En el bando contrario, los otros se veían obligados a celebrar las paradas del hijo del picoleto y las entradas salvadoras de Carvajal, la nueva e insospechada némesis de Pedro Sánchez.

Como sucedió con la selección mítica que nos regaló la fortuna de ser campeones del mundo, este grupo parece tener la determinación necesaria para repetir el ciclo virtuoso que se prolongó entonces durante seis años. Su fútbol de ataque desprende una calidad extraña al erial de juego que se ha visto en la Eurocopa y los chavales se sobreponen a los goles en contra con la confianza del que parece ungido para encontrar la gloria. Si Merino hizo de Pujol contra Alemania y Olmo de Iniesta contra Francia, cualquier cosa es posible cuando estas figuras alcancen otra madurez dentro de dos años. 

Cuando Inglaterra empató la final, igualando la maravilla que inventaron Williams y Yamal bailando a sus defensores después del descanso, nadie hubiera sospechado que el gol definitivo lo marcaría Oyarzábal a pase de Cucurella, el primero gracias a su cuarenta y ocho de pie y el segundo a pesar de la rémora del pelo. Un vasco y un catalán unidos por España diseñando la felicidad de la nación. Que cunda el ejemplo.



sábado, 29 de junio de 2024

EL LEGADO


En tauromaquia, la forma es el fondo. Como sucede con la Justicia, la ética se asienta sobre el respeto a las normas del procedimiento, sobre los principios generales del Derecho, sobre el canon eterno de la lidia. Asistimos al tiempo de la impugnación de esos valores en la persecución de la ventaja inmediata, del ansia de poder, si bien la hipocresía del momento aconseja crear una moral de urgencia ya sea para ilustrarnos sobre las bondades de la amnistía o sobre la legitimidad del toreo moderno. 

Que el enésimo torero espurio abra la puerta grande de las Ventas o el Fiscal General del Estado no respete el secreto profesional es una cuestión que, bien mirada, no debería importarnos tanto como la cesta de la compra, por ejemplo, pero introduce en nuestras vidas transeúntes entre la sala de estar y la andanada, un malestar creciente, una sensación de seguir asistiendo a la subversión permanente del sentido común. Es lo que ocurre cuando el público de toros ovaciona hasta el éxtasis la impostura, y el ritual continúa degradándose tal como lo hace la separación de poderes cuando los partidos se reparten los peones en el poder judicial.
 
La Feria de San Isidro suspende la vida del abonado durante un mes y lo convoca a la plaza para situarlo en un universo extraño en donde comparece cada primavera el planeta de los toros, un mundo anacrónico en el que el aficionado se obstina en permanecer para sustraerse de la hostilidad de estos tiempos ignaros en los que el infantilismo circundante lo agrede a cada paso. Resulta desolador, sin embargo, que el templo donde acudimos a defendernos de la pesadumbre de vivir, aligerando esa carga con la liturgia que vertebra nuestra existencia, se vea amenazado por el mercantilismo que lo transforma en taberna cada tarde, por el sistema empeñado en humillar al toro hasta convertirlo en un dócil semoviente y por la decadencia del toreo moderno, sustentado en los pilares de la ficción y la vulgaridad. 

Pese a todo, la lidia de toros en Madrid sigue siendo un espectáculo de masas, acaso como reacción a las manifestaciones del baranda del negociado, el ministro que justificó en la condición minoritaria del espectáculo, la coartada para la abolición del patrimonio que está obligado a defender. Los nuevos públicos acuden en aluvión de jóvenes subyugados por el fogonazo estético del héroe que aún es capaz de explicar en veinte pases el secreto del triunfo, ése que no aciertan a descifrar en su propio futuro preñado de incertidumbre, pero traen a la plaza costumbres ajenas al carácter de las Ventas, ignorantes de los códigos que fueron santo y seña de su afición. Y por qué habrían de entenderlos si apenas son ya cuatro iluminados, los que los enarbolan aplaudiendo a presidentes que niegan la oreja por el hecho de que la espada se haya desviado un palmo de su colocación canónica. Por qué deberían exigir el toro encastado, si la salmodia mediática que reciben les instruye en la conversión de la fiesta en un simulacro banal. Bastaría con exaltar los valores intrínsecos de la batalla en la que un héroe tuerto es capaz de imponerse a la bestia con la clavícula rota frente al ídolo deportivo que se queja por las molestias que le ocasiona jugar al fútbol con una máscara.

La culminación de la hipocresía del sistema comparece en la corrida de homenaje al maestro Antoñete, otro no hay billetes al servicio del neotoreo que hoy se practica en las antípodas de lo que fue su tauromaquia de clasicismo añejo y colocación exacta, conceptos que ahora pasan desapercibidos en su plaza si algún epígono casual se atreve a proponerlos. La mayoría del escalafón se mueve entre la indolencia y el conformismo al que conducen la respuesta de los públicos que ovacionan de igual manera la ligazón falsaria al hilo del pitón que el medio pecho ofrecido cargando la suerte, del mismo modo que el electorado se resigna a seguir votando las listas eternas de culiparlantes creyendo que así conforman la voluntad popular.

En la configuración del toro como animal colaborador concebido para la faena de muleta, la decadencia es inevitable en el resto de los tercios de la lidia y se ensaña especialmente con la suerte de varas, en ausencia de picadores que sepan largar el palo con tino y con mesura y de diestros que posean la técnica precisa para recrear el viejo estilo de llevar y colocar con majeza al toro ante el caballo, abandonando la escena por donde corresponde. La deriva por la senda de la dulcificación de las corridas de toros provoca reacciones extrañas en los nuevos públicos, habituados a vivir la tarde como un festival incruento, incapaces de digerir entre el trasiego de los gin-tonics, los contados episodios en los que la pelea entre la vida y la muerte trasciende del decorado y reclama el primer plano. Acostumbrados a la gran elipsis impuesta sobre la parca en la sociedad moderna, interpretan de forma equivocada la simbología de la agonía del toro y cualquier percance del torero queda elevado a la condición de salvoconducto para el triunfo de ocasión.

El legado de los grandes maestros que han construido el prestigio de las Ventas corre el peligro de quedar reducido al azulejo que los inmortaliza en sus pasillos. En ellos palidece la imagen de Chenel citando en la distancia, aguantando en el sitio donde los toros cogen, la efigie de Curro en el acto de abrir su capotillo y detener el tiempo en una media, el recuerdo de José Tomás templando al viento, defendiéndose del toro con sólo el arma del estaquillador. Hemos tenido que contemplar la estatua de César derribada en su tierra, tan lejanos los tiempos en los que su muleta poderosa barrió todo el toreo que mentía a su alrededor. La noticia ha ocupado un breve en los medios de información general, entre la amenaza de una nueva dana y los preparativos de la operación salida.




viernes, 24 de mayo de 2024

LA CARTA



Cuando el presidente Sánchez desapareció de escena después del simulacro habitual al que queda reducido en nuestro sistema el control del Gobierno por el Parlamento, se recluyó en su despacho y sin ayuda alguna de sus cuatrocientos y pico asesores, decidió dar cuenta de sus asuntos a sus administrados a través del prodigio de transparencia que es publicar una carta en el twitter. Las líneas maestras de la misiva venían a explicarnos que nuestro líder estaba pensando en tirar la toalla debido a la admisión a trámite judicial de una denuncia contra la dueña de sus pensamientos, animada por la ultraderecha política y mediática, como culminación de una campaña de acoso sustentada en bulos interesados y noticias falsas. A continuación, utilizó unos moscosos para despejar su agenda, y se fue de puente iniciando un periodo de reflexión sobre los costes personales de la vida política, en donde llegó a la conclusión de que la respuesta de las masas durante su retiro espiritual era suficiente para seguir sacrificándose al servicio de los españoles.


No es que la militancia acarreada a los “madriles” desbordara la calle Ferraz hasta llegar a la Plaza de Oriente, pero con la quedada de los adeptos resultaron al menos exorcizados los rosarios con los que la “fachosfera” contaminó durante semanas el lugar, y la Vicepresidenta Montero pudo escenificar nuevamente su euforia al borde de un ataque de nervios, mientras la Presidenta del Congreso se travestía de chica Almodóvar, derramando unas lagrimitas por la separación de poderes. El sainete guerracivilista lo terminó de condimentar Patxi López entonando el “no pasarán”, al tiempo que Óscar Puente sublimaba el servilismo reverenciando al puto amo que lo puso en el cargo.

En esos cinco días de abril, los tertulianos adictos mutaron en plañideras conmovidas por las exequias del sanchismo, convencidos de que las dudas del jefe eran sinceras, dispuestos a glosar este último trampantojo del killer de la opinión cambiante como si su palabra fuera fiable y los antecedentes del personaje no aconsejaran otra cosa que considerar la carta de marras como un nuevo acto de propaganda electoral, la primera epístola de san Pedro mártir a los catalanes, si no tengo poder, no soy nada. Por esas paradojas del escrutinio de la voluntad popular, el resultado final parece haber dado la razón a esa estrategia en donde el sentimentalismo victimista prevalece sobre el programa comprometido. Las urnas han permitido sacar pecho al visionario de la amnistía que ha logrado el repliegue del independentismo con el mérito añadido de alcanzar el triunfo de la mano de un candidato cuya hoja de servicios incluía la gestión sanitaria de la pandemia.

Si tenemos en cuenta que el otro gran vencedor de la contienda ha sido un prófugo de la justicia que prefirió cultivar el papel de mártir antes que afrontar sus responsabilidades, se entiende por qué en la campaña permanente que ahora afronta su episodio europeo, el asunto de la esposa del presidente siga coleando hasta desembocar en una crisis diplomática tan impostada como el mutis teatral de su marido. Es la comedia en que anda convertida la política española, enfangada en cuestiones accesorias que nos tienen entretenidos en si nos gusta más la fruta o el gin-tonic, las instituciones desplazadas por el tango que repentizan a dúo para sus respectivas parroquias un botarate porteño y un chulapo de “Madrí”. 

Mientras tanto, todos estos cambalaches nos impiden saber qué papel jugó la mujer del César en el incesante tráfico de influencias que parece ser la administración española, en donde la confusión de intereses públicos y privados es la norma en la que medran incesantemente los adlátares del poder, incapaces de labrar su beneficio sin la sombra del nepotismo alentando su jornada. La máquina del fango se expresa en estos fuegos de artificio diseñados para distraernos de lo importante, de la parálisis legislativa y del bloqueo judicial, de la inflación incesante y de la desigualdad creciente, de la falta de oportunidades que nubla el futuro de nuestros hijos.




jueves, 4 de abril de 2024

LA PROCESIÓN INTERIOR

Foto de Esteban de Dios

Cuando se anunció que la península sería barrida en Semana Santa por la borrasca Nelson, las resonancias históricas que conducían al almirante británico que murió matando en Trafalgar, ya presagiaban la derrota. La nomenclatura moderna de las borrascas que recorren nuestra geografía permite elaborar metáforas sobre la venganza meteorológica que el héroe protestante se ha cobrado este año sobre nuestras queridas procesiones establecidas a partir de Trento.


Como bien ha explicado Pedro Miguel Ibáñez en sus estudios y Julián Recuenco en su pregón magnífico, la Semana Santa de Cuenca tiene su origen probable en el segundo tercio del siglo XVI y va ligada, como en toda España, al culto de la Vera Cruz y la Pasión de Cristo. En torno a esa época, surgen en Cuenca cofradías de disciplina y penitencia que rememoran ese sufrimiento y que empezarán a tener más auge en el último tramo del siglo, estimuladas por la contrarreforma y el Concilio de Trento, cuyas sesiones favorecen la dimensión didáctica de las imágenes religiosas en oposición a la vertiente iconoclasta de la reforma protestante. Inicialmente son los franciscanos, tradicionales guardianes de los Santos Lugares, los que difunden la veneración de la Cruz y la Sangre de Cristo, a través de cofradías con hermanos de luz y hermanos de sangre, que suelen salir en procesión la noche del Jueves Santo detrás del clérigo que porta un crucifijo. Particularmente en Cuenca, el origen de la Semana Santa va ligado al consuelo espiritual de los reos de muerte que se encomienda al antiguo Cabildo de Nuestra Señora de la Misericordia, fundado en 1527, para enterrar a pobres y ajusticiados. He ahí una fecha en torno a la cual, la Junta de Cofradías podría justificar los fastos de un presunto quinto centenario de nuestra pasión más representativa, aunque el momento exacto en que a lo largo del siglo este cabildo se funde con el de la Vera Cruz y unifica su origen asistencial con el cometido penitencial de nuestros días, todavía no haya sido encontrado por las investigaciones sobre la materia.

Desconozco qué pasaría entonces si amenazaba lluvia en la tarde del Jueves Santo, cuando los conquenses se congregaban en torno a la Ermita de San Roque para saludar la salida de los pasos fundadores y qué ocurría si un chaparrón primaveral sorprendía a las imágenes camino del campo de San Francisco, sin que existiera entonces la AEMET para advertir del porcentaje de probabilidades de precipitación. Sospecho que la devoción era esencialmente la misma y que aquel primitivo Jesús con la Caña hubiera sido protegido con la misma intensidad que este año la Archicofradía de Paz y Caridad observó con las hermandades refugiadas en San Antón, donde la riada de fieles reclamados por el amor a su costumbre, no fue menor que la crecida del Júcar ofreciendo su estruendo bajo el puente.


Yo también estuve allí siguiendo la tradición de mis ancestros en torno a la veneración de aquel primer Ecce-Homo con la caña como cetro de escarnio entre las manos atadas, del inicial Huerto en oración, del Jesús Nazareno inaugural que con la Cruz a cuestas atravesó las brumas del siglo XVI como talla referencial de tantos otros nazarenos que se elaboraron en esas fechas por los Cabildos de la Vera Cruz surgidos en varios pueblos de la provincia que incorporaban además la imagen de una Virgen, que en el caso de Cuenca, se denominó Nuestra Señora de la Misericordia y de la Santa Vera Cruz, antecedente directo de la Soledad. La bendita contención con la que exhibimos nuestra fe por estos pagos no hizo surgir lágrimas en los hermanos cobijados bajo el palio de las andas sin destino, reconfortados pese a todo con la sola contemplación del rostro de la madre. 


En el ambiente húmedo de la semana, la ciudad se debatía entre el peregrinaje por los bares de los turistas desnortados sin desfiles que admirar y el aplazamiento de tantos esfuerzos e ilusiones autóctonas derrotadas por los elementos. Los adictos al calor redentor de las tulipas pudieron resarcirse en la noche santa del viernes acompañando al Yacente en la grandilocuencia de la multitud congregada en la Plaza Mayor y en la intimidad de la penumbra de la calle de los Tintes, rindiendo así homenaje al segundo de los cortejos procesionales que conformaron nuestra Semana Santa en sus orígenes a partir del Cabildo de Nuestra Señora de la Soledad, que desde 1565 desfilaba con las imágenes de una Virgen de la Soledad arrodillada ante la cruz y un crucificado sobre una peña, desde la iglesia de el Salvador hasta la Catedral.


El tríptico histórico de la primitiva Semana Santa de Cuenca se cierra con la procesión de la madrugada del Viernes Santo que recorrió las calles de la ciudad por vez primera en 1616, organizada por el Cabildo de San Nicolás de Tolentino, y se iniciaba al salir el sol con las imágenes de Nuestro Padre Jesús Nazareno, Nuestra Señora de la Soledad y San Juan Evangelista. A pesar de la cancelación del emblema de nuestra semana grande, tampoco este año callaron los tambores en la amanecida de Cuenca y los clarines hicieron temblar los charcos tan de mañana como San Juan iba buscando a María en el verso de Federico. 


Finalmente el cielo no quiso abrirse a nuestro paso, tal vez para que recuperáramos la procesión interior, la que sucede en el corazón nazareno, tan alejada de los oropeles con los que a menudo mixtificamos nuestro rito. La tradición que durante cinco siglos ha superado las hambrunas y las guerras, la impiedad y las pandemias, permitió al menos que la esperanza hiciera su estación de penitencia entre el esplendor carmesí danzando con las palmas y la gracia verdecida renovando la belleza en San Andrés. Volveremos.

Foto de Jesús Herráiz Chafé


jueves, 16 de noviembre de 2023

LA IZQUIERDA EN FUGA



Etimológicamente, amnistía procede del griego “amnestia”, que significa olvido. La palabra está formada por el prefijo de negación “a” contrapuesto a la raíz “mne”, derivada del indoeuropeo “men”, asimismo presente en mente, memoria, y mentira. La memoria de las sociedades democráticas es frágil y en las mentes más preocupadas por las cosas de comer, convive sin problemas con la costumbre inveterada de la clase política española de abandonarse a la mendacidad. Entre usar el voto para exigir el respeto a la palabra dada o emplearlo para asegurarse un salario mínimo decente, es entendible optar por lo segundo cuando la cuenta corriente no te permite partirte la cara en Ferraz por la separación de poderes. 
 
La amnistía supone el olvido por parte de la autoridad de los delitos afectados por la magnanimidad del reino, y en su adaptación al proceso catalán los tiene por no sucedidos tal si todo lo acontecido desde que Artur Mas decidió huir en helicóptero de un “parlament” cercado, hubiera sido una extraña ensoñación, como ya se encargó de aclarar Marchena en su sentencia sobre la cosa, todo un prodigio de “lawfare”. Y es que sólo aplicando la explicación onírica, puede interpretarse el espectáculo perpetrado por el gobierno en funciones, capaz de enviar a su vicepresidenta a visitar a un prófugo de la justicia del Estado al que representa, sin que tiemblen las sonrisas en los rictus de cemento ni colapsen las columnas del edificio constitucional. Aquél fue el primer acto de un teatrillo marcado por el cambio de estatus del exiliado de Waterloo que durante el recuento electoral pasó de apestado a honorable por obra y gracia de la voluntad popular, según los exégetas más avezados.

Antes de que el “jalogüín” nos trajera la resurrección de los muertos políticos, el primer aspirante a la poltrona intentó la investidura como fuerza más votada, tras cortejar a los nacionalistas de su cuerda ideológica, ya se sabe que el apoyo de los independentistas sólo es demonizable si sirve para entronizar al rival. A fin de cuentas, el ansia de poder es una pulsión de ida y vuelta que permite a Sánchez disertar sobre mayorías progresistas conformadas con la democracia cristiana de toda la vida, y anima a Feijoo a imaginarse como legítimo primer ministro si otros cuatro “culiparlantes” del bando contrario se hubieran equivocado de botón. El sistema democrático aguanta todo lo que le echen y la prohibición constitucional del mandato imperativo de nuestros representantes descansa en el limbo de las entelequias junto a la independencia del poder judicial.

Tras estos fuegos de artificio que contemplaba divertido desde la barrera, el verdadero baranda del cotarro mandó a parar, reunió a sus acólitos y habló de hacer de la necesidad, virtud, aunque en realidad éstos interpretaron que el fin justifica los miedos a perder la colocación. Entre los que le ovacionaban atronadoramente, se destacaba la cara de circunstancias de Fernández Vara, mientras imaginaba a su jefe travestido de Groucho desmontando el tren de Extremadura y ordenando más madera en la cesión a Esquerra de las competencias sobre “rodalies”. El “killer” de los principios cambiantes habló también de la conveniencia de dar un nuevo paso en la concordia conseguida en la sociedad catalana a base de indultar a los malversadores del dinero de todos, una variante más tolerable de corrupción si el presupuesto se emplea en comprar urnas ilegales. La eliminación del delito de sedición evitará tiranteces cuando a los beneficiarios de la gracia se les ocurra desdecirse de lo firmado y llevar a los hechos la cantinela del “ho tornarem a fer”. 

Nuestro apuesto presidente, también lo ha vuelto a hacer. Como ya sucediera cuando pasó de criminalizar a Iglesias a introducirlo en el gobierno, ahora pacta con aquél a quien prometió poner a disposición de la justicia. Ambos comparten la condición de supervivientes no exentos de mérito, animales políticos obsesionados con su suerte particular y así es como Pedro es capaz de fulminar la solidaridad interterritorial ofreciendo el cupo a Cataluña y Carles abandona la unilateralidad del referéndum para no tener que pasar por la trena. La década prodigiosa que comenzó con un presidente conservador negándole a Mas el pacto fiscal, concluye con el presidente de la izquierda en fuga aniquilando la igualdad ante la ley. 
    
De este modo, el sentido conciliador de las amnistías que en España han sido abandona su sonido progresista para amparar a una casta de privilegiados cuyo supremacismo pretende imponer el relato que nos viene dibujando como dictadura durante los tres siglos que caben entre Felipe V y Felipe VI. Cualquier jurista sabe que en Derecho, todas las interpretaciones jurídicas son defendibles. El problema de la amnistía no son las dudas sobre su constitucionalidad que se encargarán de disipar los magistrados de partido y los tertulianos de guardia, sino la inmoralidad de su uso para obtener ventaja política, pactando con los afectados su propia impunidad. 

El enigma es descubrir qué políticas sociales subsistirán al avance de la desigualdad que se adivina a través de esta claudicación. El cainismo patrio que estos días reivindican los abascales y ayusos que se exhiben en la barricada, no se reproduce en la pelea cotidiana de la gente común, más preocupada por si la revalorización de las pensiones, la mejora de la atención sanitaria, o el futuro laboral de nuestros hijos, se verán comprometidos por el escaso peso político que corresponde a nuestra atribulada circunstancia de ciudadanos de la España vacía.