martes, 14 de octubre de 2025

EL DÍA QUE ACABÓ EL TOREO



La Feria de Otoño siempre fue una cita especialmente querida en mi memoria de aficionado, la última oportunidad de asistir a la liturgia del toro de Madrid en vísperas de la elipsis invernal. Antes de esta efervescencia reciente que llena las plazas en cualquier momento de la temporada, el otoño madrileño traía a los tendidos ese aire familiar de una feria sin apreturas, sin el ajetreo de la isidrada, un ambiente casi íntimo que permitía al abonado reencontrarse con los viejos amigos de la andanada y disfrutar con la impagable oportunidad de pasar la tarde al amor del bendito fulgor que surgía del ruedo, al abrigo de los atardeceres mágicos de las Ventas que aún esmaltan el cielo madrileño de un color irreal.

El otoño era también una oportunidad más fácil para el adolescente que fui de acceder al templo atrapando como un tesoro escondido en las taquillas de la calle de la Victoria, una de las escasas entradas que dejaba libre el abono masivo que Manolo Chopera recuperó para las Ventas en los años ochenta, de la mano de la conjunción del toro íntegro y el toreo puro que trajo a la época el clasicismo de Antoñete. A través de esa fortuna, uno pudo asistir a tardes históricas como aquélla en que Rafael de Paula se volvió loco ante un sobrero de Martínez Benavides, la resurrección de Curro Romero tras ser cogido al entrar a matar a un toro de Moura para cortar su última oreja en Madrid o el tercio de quites en el que Julio Robles y Ortega Cano sublimaron el toreo de capote, encendiendo en mi aprendizaje del oficio de aficionado una llama alimentada por el toreo según el canon del cite cruzado y la suerte cargada, que caminaba en dirección contraria a la senda por la cual el ojedismo degeneró en las formas de Espartaco que fundaron las bases de la peste juliana del toreo al revés. Ese canon verdadero lo reinstauró Chenel en el lustro increíble de su primera reaparición, lo retomó Rincón ya en los noventa y lo elevó al olimpo José Tomás en las postrimerías del milenio.

Cuarenta años después, el ciclo de la vida nos permite aún conservar el abono y contemplar desde el altozano privilegiado que ocupamos la nueva eclosión de lo taurino con la perplejidad del descreído que pensaba estar asistiendo a la decadencia del rito y vuelve a atisbar para el futuro un posible esplendor que tal vez no sea efímero. En aquellos años míticos, la fiesta se puso de moda sin necesidad de justificarse y hasta un sello de prestigio transversal acompañaba a quienes se acercaban a ella en un momento en el que la sociedad recién salida de la transición aún no había mutado hacia el infantilismo hedonista que ahora intenta abortar el resurgimiento con iniciativas legislativas espurias.  

Y sin embargo, a las siete y media de la tarde del día doce de octubre de dos mil veinticinco, cuando José Antonio Morante Camacho, vestido de Chenel y oro, se dirige a los medios después de recorrer el ruedo en triunfo tras una faena imposible ante el toro Tripulante, número 102, nacido en enero de 2021, un colorao ojo de perdiz de la ganadería de Garcigrande y se lleva las manos a la cabeza para quitarse la castañeta tras el último paseíllo de su vida, en la plaza se extiende una sensación de incredulidad que debe ser parecida a la que sintió el Guerra cuando tras la muerte de Gallito, telegrafió a Rafael el Gallo, el célebre “se acabaron los toros”. Acordándose de la dinastía había recibido Morante a ese toro en el tercio, con un cambio de rodillas instrumentado con el capote, una tijerilla preñada de gracia y sabor añejo en una declaración de intenciones que quedó interrumpida por el percance que sufrió en los medios del que salió aparentemente noqueado, esfumándose así la sinfonía de suertes que esperaban a ser reveladas por el capricho de su inspiración. La lidia siguió mientras en un burladero el diestro recomponía su osamenta y recuperaba el equilibrio necesario para afrontar el último baile, la postrera faena que inició sin probaturas, como si tuviera prisa por enseñar a los jóvenes que tomarían el ruedo al final de la corrida, el arte de cortar dos orejas en Madrid con una docena de muletazos en una baldosa al límite del ceñimiento, rematados por un estoconazo en la cruz.

Por entre la fronda confusa de la salida a hombros del cigarrero izado entre empujones como un santo de pueblo, de la invasión de la calle de Alcalá entre las cargas policiales, de la peregrinación al Wellington y la bendición folclórica desde el balcón, debe quedar la importancia de este genio a pesar de sus Chaves Nogales de pega. Salvando las distancias que impone la mística de la nostalgia, Morante ha revolucionado el planeta de los toros en los últimos años al modo de Antoñete en los ochenta, dejando un legado de belleza que debe canalizar a las nuevas generaciones que se acercan a la tauromaquia por el eslabón de la pureza en la forma y la verdad en el fondo. Porque hasta el último día, Morante ha querido enseñar a la afición esa historia del toreo que no se aprende en los vídeos sino en festivales como el que organizó al mediodía, trasladándonos de nuevo a las temporadas gloriosas que se cerraban o abrían con toreros retirados enseñando su magisterio ante nuestras miradas atónitas, como aquél que tuvo lugar en abril del 86 en beneficio de las víctimas del volcán colombiano de Nevado del Ruiz, con el maestro del mechón blanco en el cartel, la tarde en la que el Cordobés chico se tiró de espontáneo en el novillo del padre y Joselito Arroyo empezó a entrar en el corazón de la afición madrileña.

Cincuenta años se han cumplido del adiós de Antonio Bienvenida, pródigo en festivales, cuarenta de la muerte de El Yiyo, a quien escoltó Chenel en Colmenar. Entre el recuerdo de ambos, han colocado una estatua que apenas se parece a nuestro recuerdo del maestro pero como Dios escribe derecho entre los renglones torcidos, fue la excusa perfecta para que José Antonio Morante imaginara un milagro para la mañana en blanco y negro del día de la Hispanidad. Tantos años ironizando sobre las poses del sevillano como émulo de Gallito y resulta que escondía una devoción por Antoñete capaz de llevarle a organizar un festival de viejas glorias en su homenaje en el que se reservó el animal menos potable del festejo, sólo por regalarnos la foto de su figura unida a un toro blanco de Osborne. 

La efigie a caballo de Pablo Hermoso de Mendoza era el prólogo amable de lo que estaba por llegar, una jornada no apta para nuestros corazones débiles, demasiado acostumbrados a la liturgia vacía a la que asistimos de ordinario. Y es que ya habíamos olvidado la conmoción extraña del toreo eterno, esa sacudida que te levanta de la piedra, enronquece la garganta y te hace sentir ganas de abrazar a tu compañero de abono. El primer aldabonazo lo dio Curro Vázquez en terrenos del cinco a donde ordenó llevar al novillo del que nadie esperaba gran cosa tras haber acosado al diestro un par de veces con el percal. Después de una fase de tanteo, llegó una serie de derechazos de una naturalidad insólita, la despaciosidad enmarcada en la apostura innata del medio pecho exacto. Curro Vázquez o como resumir la vida en un trincherazo profundo y un cambio de mano del que sale andando con la torería de los elegidos. Si el festejo hubiera acabado ahí, ya nos hubiéramos dado por satisfechos, pero apareció Frascuelo para demostrar que setenta y siete años no son impedimento para seguir dibujando la media verónica sin moverse del sitio. 

Y después, llegó Rincón. La ovación que le dedicó la cátedra hizo temblar los cimientos de la plaza mientras nos quitaba de los huesos treinta años de encima. Cuando se abrió de capote para recibir a su novillo, parecía no haber transcurrido el tiempo, como si las verónicas con las que pretendía fijar al burriciego fueran las mismas que las de sus cuatro tardes míticas del 91, la primera de ellas precisamente con Curro Vázquez de testigo. Después el novillo acusó su defecto y a punto estuvo de llevárselo por delante hasta que Morante se hizo presente y como amo del cotarro, ordenó al presidente devolver el animal. Esta fiesta tiene cosas que son incomprensibles pues tras el contratiempo salió un sobrero de Garcigrande con ciertas complicaciones pero con la movilidad necesaria para permitirle a César recrear el cite en la distancia, la muleta adelantada, el embroque perfecto, el temple intacto, el pase vaciado detrás de la cadera y la ligazón precisa para hacer de la plaza un manicomio y convertir la mañana en un clamor. 

El festival se convirtió así en una lección didáctica óptima para los miles de jóvenes que acudían al reclamo de Morante, pues Ponce actuó después de César, para explicar la radical diferencia que hay entre lo bonito y lo grandioso. Si a Rincón le correspondió un animal idóneo para desempolvar su concepto, el maestro de Chiva sorteó un novillo feble ante el que revisitó su faceta de torero enfermero al que tantos toros sirvieron a lo largo de su carrera, por el método de aplicarles la medicina del temple, esa otra tauromaquia de acompañamiento superficial y preciosista enfrentada entonces y ahora a la apuesta de Rincón por imponer su sitio al del toro y dominarlo con la receta de la profundidad.

Para nuestra desgracia, el toreo moderno que asola las plazas se acerca más a esa línea menos comprometida que manufactura toreros en las escuelas taurinas. En una de ellas se formó la novillera Olga Casado, que cerró el festival cortando dos orejas por una faena aseada que terminó remedando las poncinas del maestro bajo la mirada aprobatoria de su mentor Abellán. Eran las tres y cuarto cuando abandonábamos la plaza agotados por el cansancio extraño de la emoción verdadera, después de haber asistido a una borrachera de toreo a cargo de cinco maestros con personalidades distintas, cinco inyecciones para anestesiar la orfandad que llegaría por la tarde. 

Es cuestión de tiempo que renovemos la ilusión cuando otro torero surja para recoger el testigo del toreo clásico y nos permita seguir creyendo en las promesas insinuadas en la extraordinaria mano izquierda de Víctor Hernández o en el dominio sin trampa de Román a un Victorino indómito, por el método infalible de pisarle el terreno y aguantar en el sitio donde los toros cogen si no son sometidos por un afán de triunfo superior a la muerte. El trasteo más emocionante del año en las Ventas situó a Román de nuevo a las puertas del triunfo grande pero acostumbrado a jalear la bisutería, el público no pidió la segunda oreja para la joya que acababa de contemplar. Tampoco lo hizo con Fernando Robleño, la conmoción en que estaba sumida la plaza tras el adiós de Morante opacó su despedida y el pinchazo final que precedió a la estocada rebajó los ecos de su gran faena al quinto de Garcigrande, donde pudo mostrar al fin la clase que siempre tuvo, escondida tras veinticinco años de pelea con el toro de respeto. 

Terminaba la temporada sin que nadie recordara la primera puerta grande de la feria, consentida para Emilio de Justo tras una faena simplemente correcta que enalteció su coraje para salir de la enfermería en el sexto toro de la corrida de Victoriano del Río y superar el dolor de sus costillas quebrantadas en el primer acto de la tarde. Alternaba ese día con Borja Jiménez y Tomás Rufo, dos de los diestros que parecían llamados a tomar el relevo tras ilusionar a la afición no hace siquiera dos años. Desde entonces, su propuesta se ha deslizado por el despeñadero de la vulgaridad, siendo deseable que hayan tomado nota del impacto indeleble de los maestros antiguos, de cómo se agotaron las entradas en una hora sólo por verles hacer el paseíllo, de la huella de torería que su última lección magistral ha dejado en nuestra memoria para siempre. Ojalá no tengamos que decir como el padre de Búfalo cuando llevó a su hijo a ver torear a Juncal en el Puerto de Santa María, “¡niño, a ver si te enteras de lo que estás viendo, que lo que estás viendo no lo vas a ver en tu puta vida!”  





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