martes, 7 de junio de 2022

CATORCE


Cuando en las postrimerías del Madrid de los galácticos, un equipo en descomposición quedaba segundo en la liga a las órdenes de López-Caro, asistir a las evoluciones de Zidane era divisar el último estandarte erguido de un ejército decadente. Contemplar su elegancia todavía justificaba el precio de la entrada, aunque uno tuviera que aguantar al pipero de la localidad vecina motejando al mito de abuelo, unos minutos antes de que aplaudiera a rabiar las furiosas arrancadas de Gravesen. Atrás quedaba en la corta memoria del aficionado el brillo de la novena, el fogonazo de la volea mítica de Glasgow de la que ahora se han cumplido veinte años, aquella foto para la historia de la Copa de Europa que sólo el Real Madrid pudo añadir al palmarés de un jugador que hasta entonces ya lo había ganado casi todo. 


El Real Madrid encaró la temporada que ahora agoniza entregado a la incertidumbre. Decía el gran García, al que hace poco machacó injustamente una serie abyecta de televisión, que él se había ido siempre de los sitios cinco minutos antes de que lo echaran y ésa debió ser la máxima de Zizou para marcharse de un equipo en el que un curso sin títulos no te exime del despido a pesar de haber cosechado tres Champions seguidas. Tal vez en esa exigencia, resida el secreto para conseguir la siguiente. Tras el primer gatillazo en el fichaje de Mbappé y el finiquito sorprendente a los centrales, la plantilla era una ruina apuntalada por los brazos de Courtois y la mano vendada de Karim, y entre el amasijo de andamios reapareció Ancelotti para encargar la reconstrucción a tipos tan animosos como Hazard y Bale, y a un Vinicius pasto de los chistes que lo elegían como ejecutor de un pelotón de fusilamiento porque disparaba más veces al córner que a la portería contraria. El antimadridismo se las prometía felices y cuando llegó la derrota ante el Sheriff, salieron a relucir los expertos acreditados en certificar la imposibilidad de que un once dirigido por la decadencia de Casemiro, Kross y Modric pudiera competir contra los grandes trasatlánticos europeos.

A medida que el equipo iba superando eliminatorias, en la opinión publicada se instaló una suerte de alabanza displicente que en realidad minusvaloraba cada remontada, con el argumento según el cual, aunque el contrario jugara mejor, el Madrid acababa ganando por un sortilegio inexplicable que unos atribuían a la suerte, otros a la historia y los demás a la magia del Bernabéu. Casi nadie hablaba de la calidad de los jugadores, de su capacidad para encadenar combinaciones magistrales en los momentos decisivos de los partidos. En el territorio de la verdad, donde sus rivales claudicaban sorprendidos por el vendaval, los chicos de Pintus apuraban una marcha más para colarse entre las rendijas de las defensas más aguerridas de Europa, Vinicius filtraba pases para que Benzema los hermoseara camino de la red contraria y Rodrygo aparecía entre gigantes para tomar el testigo del Buitre, de Raúl y Santillana, de Hugo Sánchez y Cristiano, inventándose remates de homenaje a todos los arietes que en el Madrid han sido.

Llegado el momento de la verdad, el Madrid comparecía ante su decimoséptima final de la Copa de Europa asumiendo su papel de víctima con una sonrisa en los labios. Los que recordamos la derrota de París del año 81, cuando la humildad de los García sucumbió ante los diablos rojos de Kenny Dalglish, rejuvenecimos cuarenta años de golpe contemplando los análisis previos al partido, en los que esta vez sí, el trece veces campeón sucumbiría ante el mejor equipo del momento, y los sucesores de los ídolos de mi adolescencia no aguantarían la pujanza del temible Liverpool de Klopp. 

Como Nadal, presente en el palco, el Madrid ganó la final sublimando el juego defensivo. Como Nadal sobre la arcilla roja de París cuando desentierra pelotas imposibles en todos los rincones de la pista, el Madrid se agarró al verde sostenido por las estiradas increíbles de su portero, mientras Carvajal firmaba su mejor partido de la temporada, Militao celebraba cada corte como un gol y Casemiro volvía a su costumbre de valladar. El equipo se dio cuenta de que el triunfo era posible cuando al borde del descanso, el VAR dictaminó que el gol de Benzema era ilegal y en la segunda parte, la galopada de Valverde resuelta en el gol de la victoria fue como un revés cruzado de Rafa con aroma de “match ball”. Aún tendríamos que soportar los últimos desmarques de Salah, temerosos de que el destino le reservara la revancha en el tiempo de descuento, pero un muro belga se oponía una y otra vez a su sed de venganza y cada mano a mano con el triunfo se convirtió para el egipcio, en un jeroglífico indescifrable.

Y después, la gloria. Catorce copas no son suficientes para que los rapsodas del juego bonito valoren la gesta legendaria de este equipo con la justicia que merece, como si no hubiera belleza en la resistencia, en la fe en la victoria y la determinación. También Nadal tuvo que convivir demasiado tiempo con las críticas que le acusaban de pasabolas luchador sin la clase de sus rivales. Ahora por fin, ya reina sin oposición. En cambio, el Real Madrid tendrá que seguir ganando Champions para poner a todos de acuerdo.



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