La conocida sentencia orteguiana que recomienda conocer el estado de las corridas de toros para comprender mejor a la sociedad española de cada momento histórico, se cumple en esta feria de manera exacta. El hedonismo que domina al público que acude a las Ventas cada tarde es un trasunto del estado de ánimo de la sociedad, que tras las privaciones de la pandemia, persigue el ansia de disfrute por encima de cualquier cosa, y pone en entredicho la exigencia que siempre fue el toque de distinción de esta plaza, arrinconando su condición de faro de referencia del resto de la temporada taurina que ahora parece definitivamente perdida.
Siendo preocupante el desnortamiento de los tendidos, no es tan grave como lo que pasa en el ruedo. Llevamos toda la feria soportando la disposición anodina de la mayoría de los diestros, matadores sin torería que comparecen cada tarde como si hubieran perdido el alma camino de la plaza, sin conciencia de la importancia del escenario y de su fortuna por estar anunciados en el ciclo más importante del mundo, sin idea de su función en la sucesión de normas y tradiciones que conforman la liturgia de una corrida, de su papel en la lidia, de la importancia de situar al toro en la posición idónea para el tercio de varas y salir de esa suerte por el lado correcto, de la trascendencia de estar siempre bien colocado en el segundo tercio para hacer el quite al banderillero, de la necesidad de ayudar en la plaza al compañero de terna y sin embargo, competir con él en cada envite.
Morante se pasea por la feria perdido en una sucesión de gestos añejos a los que no siempre acompaña la disposición para hacer el toreo. Ojalá las vueltas pistacho del capote, la llegada a la plaza en la jardinera de la Chata, el botijo para mojar la muleta y la parpusa en la cabeza del mozo de estoques vinieran acompañados del compromiso con la expectación que genera. De momento, iniciar la faena de muleta con la espada de verdad no es un homenaje a los tiempos en que se paseaba por el callejón el cartel con la leyenda “se autoriza el uso del estoque simulado”, sino un indisimulado deseo de tirar por la calle de en medio. Después de cinco toros navegando por la frustración, en la Beneficencia, salta la sorpresa. Cuando su feria ya se iba por la gatera, y nadie daba un duro por un colorao de Alcurrucén de casi seiscientos kilos y a tres meses de cumplir seis años, Morante parece que le ha visto algo y lo pasa entre barreras en ayudados por alto preñados de torería que resuelve sin solución de continuidad en un cambio de mano bellísimo que hace romper la embestida por naturales. A continuación, le enjareta la mejor serie de redondos de la faena, ligada en un palmo de terreno, muy reunido con el toro, con su particular empaque y lentitud que hace presagiar el triunfo de la hondura. Sin embargo, lo que sigue es toreo de menor enjundia, detalles pintureros y remates de su particular personalidad, el molinete arrebujado y el molinete invertido, el pase de la firma garboso y unos naturales de frente más aclamados que logrados. El impacto de la faena anticipa la puerta grande, el émulo de Gallito lo sabe, cierra la faena con el muletazo de castigo de José y se entrega en la rectitud de la suerte suprema pero se queda en la cara del toro, sale trompicado y el defecto de colocación de la espada conduce a dos descabellos que dejan la cosa en una oreja pedida por casi todos y en una vuelta al ruedo de clamor.
Antes de eso, el Juli ofreció una nueva versión de su incapacidad para triunfar en esta plaza pasando de muleta al segundo desde la ventaja en la colocación, la celeridad en el trazo y la estética deplorable que sin embargo gustaron a las masas sobremanera por el modo en que aclamaban los telonazos del poderoso. Todo ese espejismo se diluyó otra vez a la hora de matar y es que Julián anda tan perdido con la técnica de su clásico “julipié” que ni siquiera acierta a repentizar los tiempos de aquel prodigio de la mentira que antes era un salvoconducto seguro para el triunfo. Al quinto, le planteó una faena de parecidas trazas pero ahora las gentes ya no le aclamaban, acaso porque tras contemplar a Morante, el rey de los despachos quedó desnudo y en la comparación de ambas estéticas, la de Julián ya no podía enmascarar más su feísmo.
Ginés Marín anduvo por la tarde a ver si cogía los restos del fervor defraudado de los públicos que van a la plaza a ver triunfar a otros toreros y acaban entregándose a un tapado. Ginés tiene gusto a la hora de torear y lo demostró en el recibo a la verónica del tercero y en la bonita apertura de faena posterior, pero cuando hay que pasar al toro en redondo, colocarse, mandar y ligar, no llega a pisar el terreno de la verdad, y prefiere interpretar una partitura que no molesta pero no emociona, algo así como si Mozart se hubiera dedicado a componer melodías para el hilo musical.
En el negociado del toreo de arte, Ortega y Aguado, grandes esperanzas blancas antes de la pandemia del estilo que nos gusta, han devenido en toreros vacíos y sin alma. Embarcados en una estrategia comercial que los acartela con Morante y que parece haberse propuesto matar entre los tres toda la camada de Juan Pedro Domecq, salen inevitablemente perdiendo en la comparación con el de la Puebla del Río. Tras los fiascos de Sevilla y Valencia, el problema es venir a Madrid con una ganadería que va a ser recibida con suspicacia por la cátedra, esperando sortear al menos esa clase de toro pastueño que buscan sus mentores para que su poderdante pueda expresarse a gusto, y cuando por fin les sale ese toro deseado, no suceda nada. Es posible que Juan Ortega sea el torero más natural del escalafón, y así lo demuestra cuando firma el toreo de capote más destacado de la feria, quizá el único digno de tal nombre, primero en la verónica pura y encajada y después bordando la chicuelina pletórica de gracia sevillana, pero anda tan corto de empuje y valor para afrontar la ligazón demandada por la faena, que todo se acaba diluyendo en retazos aislados sin vocación de unidad. En cuanto a Pablo Aguado, pasa como una sombra por la feria, ofreciendo la impresión de que ha perdido el sitio, el empaque y la magia que enamoraron a Madrid en la isidrada del 19. Su propuesta actual es despegada y vulgar y aunque quien tiene la moneda, siempre puede cambiarla, la ilusión que generó en el pasado parece tener fecha de caducidad.
Esa ilusión que es el motor de nuestra asistencia a tantas tardes anodinas de las que apenas esperamos un retazo que permanezca en la memoria, se halla agotada en el caso de Manzanares, qué gran torero si tuviera otra ambición. Sus hechuras de número uno se manifiestan en un cambio de mano inmenso de profundidad y compostura pero atraviesa el resto de sus faenas entre muletazos de buen trazo por las afueras, rectificando constantemente cuando se ve mínimamente apretado. Parece estar de vuelta de todo, como el rico heredero que administra con comedimiento su fortuna para vivir de las rentas sin dar un palo al agua el resto de su vida.
La feria del reencuentro deja demasiados “deja vu” negativos como la decadencia del primer tercio que corre pareja con la cría de un toro concebido casi exclusivamente para la faena de muleta. Ante esta tesitura, los actuantes desprecian el toreo de capote, por su incapacidad para sujetar al toro de salida y agavillar unas cuantas verónicas dignas de tal nombre y por su incompetencia técnica para lidiarlo con eficacia y donosura y conducirlo de manera adecuada para el desarrollo correcto del tercio de varas. La tradicional semana torista, último tramo de la feria en donde solíamos desquitarnos de la “domecquización progresiva” de la cabaña brava, ha quedado prácticamente reducida al triduo de albaserrada que por fortuna aún pervive como resistencia al toro convencional que es el que permite al gerente Abellán disfrutar de sus paseítos por el callejón.
Con la corrida de José Escolar vuelven los toros irreprochablemente presentados y con las dificultades de la casta, duros de pezuña y de boca cerrada hasta el final, toros con los que no sirve el planteamiento de otras tardes en las que vale con acompañar embestidas dóciles, toros a los que hay que dominar desde el principio y hacer el toreo en quince pases, porque al dieciséis se orientan y buscan lo que hay detrás del engaño. Gómez del Pilar le da muchos más al tercero de la tarde y le puede a base de insistir por ambos pitones hasta extraerle una serie de naturales templados de trazo imposible al principio de la faena. Para asegurar la oreja, sigue insistiendo hasta encontrar un natural extraordinario en el que se conmueven los tendidos y al siguiente, el torero no rectifica y le planta cara para continuar imponiendo su poder pero el toro no le perdona y le coge de lleno por el pecho, encontronazo terrible del que sale indemne de milagro. Cuando el héroe vuelve a la pelea, el toro no quiere más fiesta y definitivamente dominado, se raja. Estocada desprendida y oreja de ley. En el sexto se vuelve a ir a la puerta de chiqueros como ya hizo en el tercero, envite del que salió apurado porque se coloca bastante lejos de las rayas y da tiempo al toro para que se oriente y le busque. En esta ocasión, sucede lo mismo, el torero tiene que recurrir al cuerpo a tierra, pero ahora el toro lo prende y le cornea en el glúteo.
Chacón sortea el lote más convencional con el que brega muy fácil con el capote y no se atreve a dar el paso adelante con la muleta. El que torea por su compañero herido no tiene un pase pero antes de eso, Ángel Otero reaparece en las Ventas para dejar los dos pares de banderillas más emocionantes de la feria, asomándose con las facultades de siempre al balcón de incertidumbre que le presenta un toro que espera en el tercio a cazarlo como hizo con su jefe de filas. Por su parte, Lamelas, muy curtido en batallas de este tipo, aplica todo su oficio a un lote complicado, pero no lo hace sobre la base del dominio, sino del aguante de la embestida incierta, toreo de muleta retrasada y agilidad de piernas para evitar las tarascadas. Tarde muy digna, pese a todo, y una forma de coger la muleta por el centro del estaquillador que no aparece con frecuencia.
Resulta lamentable que se nos robe esta emoción en las Ventas porque la empresa se olvide de las ganaderías más encastadas del momento que como Baltasar Ibán, Cuadri o Saltillo envían sus mejores productos a otras plazas mientras otras vacadas hacen doblete en una feria que año tras año se desliza hacia la uniformidad del monoencaste Domecq. En el último fin de semana del ciclo, la afición se preguntaba qué toros mandaría Adolfo Martín, teniendo en cuenta que había una figura en el cartel. Alejandro Talavante empieza la tarde con ganas que se van diluyendo debido a su incompetencia. Sortea un lote sin grandes complicaciones pero no se atreve a dar el paso adelante en su primero en una faena sin relieve rematada de forma vergonzosa con varios espadazos en los bajos por echarse fuera en el embroque. El sexto es un torete anovillado y flojo que nada más salir ya es candidato a volver a los corrales y el matador y su cuadrilla no ocultan ese deseo, en busca del Garcigrande reseñado como sobrero. Parece un sacrilegio parchear esta corrida con la juampedritis de todos los días y una enorme casualidad que Talavante acabe toreando esta masa de carne de más de 600 kilos, una mole escasamente ofensiva por delante que tras aquerenciarse en el caballo, llega a la muleta desvaída de Talavante sin gas. A la hora de matar, el Camaleón recuerda sus inicios de aspirante al trono estético de José Tomás y parece querer repetir la peor de sus tardes en las Ventas, cuando el monstruo de Galapagar se dejó un toro vivo de Adolfo. Deja una sucesión interminable de pinchazos indolentes, media defectuosa y descabello certero al borde del segundo aviso. La tragedia de aquel momento ha estado a punto de repetirse como farsa.
Rafaelillo y Escribano intentan sostener la dignidad de la tarde, y como sucede a los toreros con las carnes hechas a sobrellevar la dureza del toro agreste, al venir mentalizados para la batalla y sortear uno bueno y uno malo, con el primero no acaban de dar la talla y con el segundo ofrecen una extraordinaria dimensión. Rafaelillo corta una oreja al primero de la tarde que regala embestidas convencionales para el triunfo grande sin que el diestro pase de aseado como si no terminara de creerse el comportamiento bonancible del animal. Algún natural largo destaca en una faena que no acaba de romper hasta el final, con una estocada en el hoyo de las agujas de tremenda verdad por la rectitud en la acometida ante la enorme arboladura de los pitones del toro. El cuarto le propone la guerra de todos los días y a base de exponer ante el medio viaje del toro acaba firmando una faena digna y valiente. Escribano está muy serio con el quinto, un verdadero marrajo con el que se la juega sin trampa, siendo acosado en varias ocasiones y dando una lección de vergüenza torera desde que lo recibe en chiqueros hasta la estocada final.
La corrida de Victorino cierra la feria con un encierro bien presentado con más casta de la que advertimos en sus últimas comparecencias. Román pecha con el peor lote y da la impresión de no estar totalmente recuperado de su percance reciente con la corrida de Algarra, pese a lo cual hace el esfuerzo y remata su tarde con dignidad, recordando al maestro Antoñete cuando decía que los toreros reaparecen tan pronto porque la peor corrida es la que no se cobra. Antonio Ferrera y Sergio Serrano sortean un toro cada uno que les permite una relajación extraña a las complicaciones naturales de la embestida peculiar del encaste. Después de recibirlo a porta gayola con la técnica del cuerpo a tierra, Serrano pasa de muleta a su primero de manera correcta y muy templada, en naturales de tersura irreprochable pero sin el compromiso del ceñimiento que pese a todo, calan en los tendidos anunciando un triunfo que frustra la deficiente técnica estoqueadora. Ferrera está menos histrión que de costumbre si obviamos ese capote en sedas azules que por otro lado mueve con su habitual destreza, especialmente cuando encadena el quite preceptivo sin apenas solución de continuidad con el final del puyazo. Lo intenta de manera sobria y reunida con el cuarto sin que las masas reaccionen de manera receptiva, así que regresa a las andadas de la teatralidad cuando suelta la ayuda en busca del reconocimiento que no acaba de llegar.
Termina la feria inmersa en un ambiente bien distinto del inicial, la imprevisibilidad del toro encastado mantiene alerta a los tendidos, apercibidos de que la vida y la muerte se encuentran en la arena. No es imposible que alguno de los jóvenes que la ha visitado en masa atraído por la fiesta posterior haya podido llegar a conectar con el espectáculo perturbador que a veces emana del ruedo, que haya comprendido la grandeza de una vara de Bernal, que haya vibrado con un par de banderillas de Fernando Sánchez, que entre cerveza y cerveza haya alcanzado a sentir el calambrazo en el alma de los naturales de Téllez, y se haya enamorado para siempre de este rito inigualable.