Aunque en cada
época, para defender su pureza, los cronistas taurinos proclamaron siempre el
declive de la fiesta que les tocó vivir, nunca como ahora la tauromaquia está
siendo reducida a la condición de simulacro entre el regocijo de sus
detractores y la condescendencia de los partidarios. El mal hunde sus raíces
mucho tiempo antes de que la pandemia pusiera patas arriba el planeta de los
toros. Esa triste decadencia que ya habían traído a la fiesta la creciente
docilidad del toro y el planteamiento ventajista del toreo, había convertido el
combate atávico entre el hombre y el animal en un espectáculo incruento y banal
en la mayoría de las lides, a tono con el infantilismo reinante en una sociedad
que tras el virus y el cambio en las costumbres que sin duda traerá, se
convertirá en un escenario poco propicio para albergar la grandeza de la lidia
de reses bravas.
Llega San Isidro y la plaza de toros más importante del mundo, la que siempre actuó como reducto último de la seriedad del rito, la cátedra del toro íntegro, el aficionado pétreo y el triunfo verdadero, permanece cerrada tras el trampantojo del dos de mayo, la gris pantomima organizada de espaldas al abono de Las Ventas, festejo menor para vestir de oropeles el reclamo electoral. Mientras tanto en Vistalegre, se desarrolla estos días otro simulacro, la isidrada de las figuras instaladas y el toro cómodo, la del cielo abolido y el público ausente, en la que no se distinguen las voces de los ecos y el toreo se asfixia ofreciendo una imagen de oficio terminal.
En un tiempo en el
que ha devenido anacrónico lo que siempre fue natural y la entronización de
principios espurios amenaza la pervivencia de este arte único, resulta imperdonable
que la lamentable gestión administrativa de los asuntos taurinos no se vea
contestada por una iniciativa empresarial valiente que abra Las Ventas de par
en par, y apurando los porcentajes de aforo permitido, eludiendo los cachés
elevados de las figuras y las ganaderías del monopolio, acartele toreros
emergentes con encastes alternativos, liderando la reconstrucción de la ruina como
espejo en el que puedan reflejarse el resto de las plazas. Por el contrario, dirigir
la mirada a los lugares señeros de la temporada taurina es un viaje sin
retorno a la desolación. La feria de abril sevillana se trasladó al incierto
territorio de septiembre, en donde sabe Dios cómo estaremos dado que la
fiabilidad de Sánchez pronostica la inmunidad de grupo para esas fechas. Valencia ni está ni se la espera. Pamplona suspende San Fermín por segundo año
consecutivo y habrá que ponerse en lo peor para afrontar la regeneración del
abono de Bilbao en el curso que viene cuando quizá ya no quede nada por
rescatar.
Con estos bueyes hay que arar y tal vez Miguel Abellán se encomendó al santo pensando que, como en el milagro, los bueyes labrarían solos la tierra prometida de la nueva normalidad taurina. En el peor de los momentos, el futuro de la fiesta en Madrid descansa en las peores manos, las de quien ha consentido la ausencia de los toros en Las Ventas durante diecinueve meses mientras se celebraban en la comunidad otros eventos bajo techo y ahora no ha sido capaz de devolver San Isidro a su escenario legítimo, contemplando indiferente cómo su versión espuria se marchita confinada en un polideportivo.
Se nos va la vida en medio de tanta incompetencia, la afición no, porque basta revisitar una película antigua para que el corazón recuerde la costumbre de vibrar cuando en el ruedo venteño se paraba el tiempo y se ponía en escena la lucha entre un animal encastado que puede matar y un hombre que se impone a la fiera embestida exponiendo su vida en el empeño. Dos ferias al limbo sin poder asistir a ese milagro.
Tiempos malos muy malos para todos y todo. Mientras tenemos los peores dirigentes posibles en todos los ámbitos, triunfa la estulticia, la desidia, el enfrentamiento por todo. Malos tiempos para la Fiesta, pero sin esos políticos “que nos hemos dado” los que permiten que una plaza se llene por el Ramadán y no para su objeto único el toreo. Así nos va.
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