Sábado de cacerolas, domingo de placebo.
El
presidente nos cuenta una historia, repleta de ruido y furia, que no significa
nada. Mañanita de niebla, tarde de paseo. Se permitirá el deporte individual y
una horita de esparcimiento familiar para que salgamos a estirar las piernas
después de siete semanas de confinamiento. Más tarde los expertos convertirán el
anuncio en un galimatías por fases, para que el hartazgo del ciudadano se
disipe con el entretenimiento indudable que supone escoger la franja horaria en
la que el poder ha tenido a bien parcelar la libertad. De esta manera, incluso es
posible olvidar que la manumisión definitiva no llegará hasta el verano, al
contrario de lo que ocurre en otras latitudes al este y al oeste, en donde la
nueva normalidad es ahora mismo.
Abocados al horizonte de pobreza que se
nos viene encima, salgamos a pasear que es gratis. La fecha prevista para la
estampida es el dos de mayo, la rebelión de las masas se cura haciendo
“running”. Los alrededores de la plaza de toros de las Ventas presentan el
ambiente de un día de corrida, pero en el ruedo no hay bureles reviviendo el
rito atávico y las banderas de la puerta grande descansan a media asta, en
señal de duelo por los miles de muertos y por la vieja y perdida felicidad. La
vuelta al anillo se hace esta tarde en patinete y hay cretinos con raqueta que
convierten las paredes del templo en un frontón.
Al día siguiente, el cretino soy yo mismo
en pantalón corto abriéndome paso entre las multitudes, caminando “Rajoy style”
pero dentro de la legalidad. El ridículo que comporta comparecer de esta guisa
por los recorridos habituales de mi barrio se disfraza con la máscara que
oculta la identidad. A los tímidos no nos resultará difícil vivir eternamente
embozados. La acera que inauguro parece el corredor de la muerte y el eslalon
con los cuerpos que me salen al encuentro me recuerda que el distanciamiento
social que requiere la pandemia es como afrontar el abismo con una vara de
medir. Cuando salto a la calzada desierta de vehículos casi me atropella un
ciclista que surge de la nada circulando en dirección prohibida. Si no me mata
el virus, lo hará un émulo de Induráin repentizando la desescalada sobre mi
espalda.
Los que mandan han dispuesto que los
alérgicos de mediana edad sólo podamos salir de paseo en las horas en que la
polinización se manifiesta en todo su esplendor. “Piove, porco governo”. Sin
guantes con que enfrentar la vida, no puedo aliviar la irritación de mis ojos
porque no recuerdo si adopté la medida de seguridad de pulsar el botón del
ascensor con el nudillo. Los jóvenes sin miedo se arraciman en las esquinas, y se
hacen los encontradizos ensayando la rebeldía de la quedada casual, un ojo en
el móvil otro en la ronda policial que se adivina en lontananza. Acostumbrado a
que me dirijan la vida, el “spotify” me selecciona una de Sabina, pero si me
dan las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres, no podré ni
protestar cuando me esposen los municipales.
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