Antes de la
prohibición, Las Ventas era mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado
balcón desde el que me asomaba, cada tarde, a la alegría. Solía llegar a la
plaza unos veinte minutos antes de la corrida, el tiempo necesario para
degustar los ambientes dispares que se encerraban en el añorado microcosmos de
un coso taurino. Me gustaba entrar por la puerta del desolladero y demorarme en
el patio de arrastre unos momentos, consultando la tablilla donde se exponía la
relación de toros aprobados y su orden de lidia. Si el día era bueno, resultaba
una delicia dejarse acariciar un instante por el sol que se filtraba por entre
las hojas de los árboles, mientras contemplaba los azulejos que allí mismo
recordaban la gloria de las ganaderías triunfadoras en las ferias pasadas. En
ese lugar, reconvertido ahora en la terraza triste de una franquicia de
hamburguesas, se hallaban las dependencias donde los destazadores harían más
tarde su trabajo sobre las reses lidiadas, y por allí acostumbraban a llegar a
la plaza los que eran algo en el mundillo taurino, los aficionados de postín y
el último famoso televisivo que aún acudía sin complejos a las corridas, para
ser visto disfrutando del espectáculo de moda.
Después de
mezclarme con ellos en el patio, me gustaba cambiar la luz por la penumbra de
la amplia galería principal, superar los empujones de la gente que competía por
recoger el programa de mano de esa tarde y echarle un primer vistazo antes de
caminar sin prisa por los bajos del tendido diez, compartiendo espacio con los
abonados más pudientes. En la barra del bar del uno, justo donde hoy puede
usted comprar el último terminal de telefonía móvil que haya salido al mercado,
el político de turno encendía su veguero de veinte euros con la misma
displicencia con la que apenas unos años después contemplaría el asesinato de
la fiesta. Después era el momento de rendir pleitesía a Manolo Vázquez y a Pepe
Luis, a Paco Camino y a su majestad el Viti, al paso por las paredes que
guardaban su recuerdo azulejado, hoy vencido por la acción de la piqueta
insensible e incapaz de respetar el pasado, siquiera como vestigio kitsch. Si
había alguna exposición interesante en la Sala Bienvenida o en la Sala
Antoñete, allí donde ahora dos restaurantes de comida rápida ocultan la memoria
de los ídolos más queridos de la afición de Madrid, la visita era obligada no
sólo por la mayor o menor calidad de las obras allí dispuestas sino por la
oportunidad de sustraerse unos instantes al tumulto de los pasillos atestados y
a las voces estridentes de los vendedores de almohadillas y así hallar la paz,
por ejemplo, plantado frente a una fotografía en blanco y negro de Ava Gardner
hermoseando la plaza desde una localidad de barrera.
De regreso
al bullicio, tocaba ascender por la escalera hasta llegar a la claridad magnífica
de la galería que daba acceso al tendido alto y allí era inevitable salir a
contemplar desde la terraza el gentío de última hora que apretaba el paso con
la inquietud en el rostro ante la perspectiva de perderse el primer toro o
caminaba con parsimonia si se trataba de un abonado conocedor de los caminos
hacia su lugar en el olimpo. Ya en los últimos tiempos surgían en esos
miradores, chiringuitos premonitorios de la actual devastación, pero aún
confiábamos en que la esencia taurómaca del templo permanecería intacta mucho
tiempo. Después había que afrontar los últimos tramos que conducían
hacia la grada, lugar adecuado para tomar aire un momento y descansar levemente
las rodillas desgastadas por la edad. Aún no habían sido construidas las
escaleras mecánicas que hoy permiten alcanzar la cima en un par de minutos, para
acceder al inmenso hipermercado en que la convirtió la reforma ganadora del
concurso de ideas convocado a toda prisa para acabar con nuestros sueños e impedir que un posible cambio político diera marcha atrás al latrocinio perpetrado con el emblema de la fiesta. El receso era breve, pues el influjo de la localidad reservada en
el paraíso imantaba ya los pasos hacia el doble portón en cuyo dintel figuraba
la leyenda ANDANADA 9ª, hasta que aquellos muros fueron derribados por
exigencias de la construcción de la cubierta del moderno centro comercial que
desterró del lugar la lidia de reses bravas para siempre.
Antes del
cambio legislativo que provocó el desafuero, el cénit del día llegaba en el
momento exacto en el que se atravesaba la bocana de aquel gallinero excelso y
uno se dejaba cegar un instante por la inmensidad del escenario, contemplando
el panorama espléndido de la conjunción entre la arena rutilante, el público
miniado sobre la piedra y el cielo por horizonte. El último trayecto consistía
en caminar los metros restantes procurando no tropezar con las espaldas de los
habitantes de la delantera, saludar cortésmente a las caras conocidas que
salían al paso y encaramarse por fin a la localidad nº 9 de la primera fila,
tratando de encajar de la mejor manera la propia anatomía con las piernas del
espectador de atrás, en armónico y acostumbrado puzle si era el abonado de
siempre o en incómoda pugna si tocaba soportar a un visitante ocasional poco avezado.
Desde aquel trono en peligro, a despecho del frío de la primavera temprana o de
los rigores de la canícula estival, el verdadero aficionado encontraba la
felicidad sólo con paladear la ilusión encerrada en cada paseíllo, abandonado
al bienestar de comprobar que allí abajo todo estaba en orden, que su mundo
seguía intacto entre los últimos retoques de los areneros, el tiempo detenido
mientras esperaba a que los alguacilillos completaran su habitual ceremonia, y
el presidente sacara el pañuelo blanco para dar comienzo al espectáculo. Nada
era capaz de igualar aquel deleite aunque después la corrida se deslizara por
el territorio de lo anodino. Si además alguna
tarde insospechada, un hombre citaba a un toro bravo en la distancia, con
naturalidad y en el sitio, y aparecía el milagro del toreo, la conmoción era
inigualable.
De todo aquel esplendor, sólo queda la fachada. La monumentalidad neomudéjar que hace más de un siglo ideara Gallito para que accedieran al rito las clases más humildes, el mágico entorno que permitía al campo invadir la ciudad por unas horas, el coliseo único donde la vida y la muerte se citaban con la belleza y la armonía, sirve ahora exclusivamente al capital. Antes de la prohibición, Las Ventas era mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado balcón desde el que me asomaba, cada tarde, a la alegría.
De todo aquel esplendor, sólo queda la fachada. La monumentalidad neomudéjar que hace más de un siglo ideara Gallito para que accedieran al rito las clases más humildes, el mágico entorno que permitía al campo invadir la ciudad por unas horas, el coliseo único donde la vida y la muerte se citaban con la belleza y la armonía, sirve ahora exclusivamente al capital. Antes de la prohibición, Las Ventas era mi casa, su andanada, mi atalaya, el privilegiado balcón desde el que me asomaba, cada tarde, a la alegría.
Esperemos que se hagan políticas de izquierdas verdaderamente, en vez de recurrir al posrureo tremendista y acabar con la sin par tauromaquia
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