Cada vez que he recorrido la Gran Vía barcelonesa
durante los años de la prohibición contemplando el cadáver de la Monumental
expuesto a los vientos de la intolerancia, me preguntaba impotente cómo era
posible que el templo de los azulejos añiles hubiera sido derrotado por los
pretextos nacionalistas cuando ni siquiera había sucumbido en su día bajo los
bombardeos de la aviación fascista italiana. Tras el saludo al coso clausurado,
la sensación de tristeza me acompañaba invariablemente calle de la Marina
arriba y al llegar a la Sagrada Familia, aprovechaba para preguntar al espíritu
de Gaudí por la desnortada deriva de una ciudad mítica a la que sus regidores
habían declarado antitaurina años atrás, empeñados como estaban en proyectar la
pugna independentista contra los despojos de una fiesta tan catalana como española,
maltratando así la historia de la ciudad que antaño fue la que más corridas
daba en España, con tres plazas en plena actividad al mismo tiempo.
De
todo aquello, ya no queda nada. Pasear hoy por la Barceloneta es enfrentarse a
una fronda de esteladas en los balcones sin que nadie recuerde el fervor
antiguo de los vecinos acudiendo en masa al viejo Torín. En la Plaza de España,
la fachada de Las Arenas es lo único que resiste como triste vestigio
decorativo tras ser entregada al furor de los mercaderes que profanaron el
templo convirtiéndolo en frívolo centro comercial. Aquellos mismos mercaderes
que malbarataron la categoría de la Monumental degradando el espectáculo hasta
convertirlo en exótico pasatiempo para turistas, se quejaban luego del
hostigamiento del enemigo, enarbolando falsas protestas contra la agresión
cuando ya era tarde para defender el negocio, cuando el rito ya había sido
despojado de las señas de identidad que lo hicieron grande y atractivo para los
barceloneses. La clase política nacionalista encontró entonces en la
tauromaquia el objetivo perfecto para vestir su huida hacia la independencia
con los falsos ropajes del buenismo animalista y se lanzó hacia una víctima en
harapos con la determinación que produce enfrentarse a una victoria segura.
Después
todo fueron fuegos de artificio, corridas extraordinarias pródigas en gestos
para la galería y multitudes foráneas clamando libertad. Cuando sin embargo
llegó la prohibición, casi nadie echó de menos en la ciudad de los prodigios el
exiguo bullicio de los domingos de temporada en torno a la Monumental, nadie
salió a la calle para exigir a los responsables del atropello un poco de
coherencia con el respeto observado hacia los correbous, una tradición
protegida porque sin duda el toro embolado no sufre mientras el fuego acaricia
su anatomía durante el encierro.
Seis
años han tenido que pasar desde entonces para que el Tribunal Constitucional
adornara con argumentos jurídicos la obviedad del desafuero competencial que
cometió el Parlamento Catalán cuando votó a favor de la prohibición. Media
docena de temporadas en las que el erial en que entre unos y otros habían
convertido a la fiesta en Cataluña se ha ido pudriendo lentamente hasta devenir
en terreno yermo para la reconquista, un
territorio propicio para que políticos lamentables ensayen la futura pugna con
el Estado, voceando bravatas de desobediencia a sabiendas de que nadie se erigirá
en defensor de la causa taurina para hacer cumplir la ley.
Siempre
que me encuentro en Barcelona, termino peregrinando a Montjuich para empaparme
de la nostalgia olímpica, intentando encontrar entre las piedras del estadio
algún rescoldo de aquel admirable esfuerzo nacional que logró confluir en la
organización de los mejores juegos de la historia. Las instalaciones permanecen
pero aquel entendimiento se halla en ruinas de la misma manera que la libertad
se desvanece tras los embates políticos y la verdad es una entelequia que se
resquebraja igual que los frescos del valle de Bohí, conservados en el museo
que habita el hermoso palacio de la montaña mágica. Desde su ábside recreado,
la imagen del Pantocrátor de Tahull parece reclamarnos un poco de sentido común
a pesar de su hieratismo románico y su serenidad aún nos acompaña para mitigar el desencanto que nos invade de nuevo cuando volvemos a encontrarnos con el esqueleto neomudéjar de una plaza de toros, de
regreso a la ciudad magnífica.
Otra nueva demostración del impar talento literario de Ramón.
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