La Feria de
Otoño es la penúltima cita del aficionado venteño con el toro de Madrid, antes
de abandonarse al letargo invernal en donde el tauroherido sobrelleva penosamente
la abstinencia de su pasión, y por ello siempre ha sido un ciclo especialmente
querido para el abonado. La corriente de afecto que surge del reencuentro con
los viejos amigos de la andanada hace el resto, y ese aire familiar presente en
una plaza sin apreturas, sin las urgencias y el ajetreo de la isidrada, nos
instala en esa impagable sensación que el otoño temprano concede, la que nos
permite pasar la tarde al abrigo de los atardeceres mágicos de las Ventas, al
amor del tibio fulgor que surge del ruedo.
El maltrato al que ha venido sometiendo
la empresa a esta feria era una más de las razones por las que los aficionados
esperábamos que el concurso sobre la administración de la plaza se resolviera a
favor de cualquier otro que no fuera el responsable de la nefasta gestión que
hemos venido soportando durante los últimos años. Ese otro resultó ser
finalmente Simón Casas y si su histrionismo le deja llevar a cabo las buenas
ideas con las que siempre ha adornado sus proyectos y se olvida de criminalizar
a los aficionados que defienden en la primera plaza del mundo la pureza de este
rito, inevitablemente saldremos ganando. En realidad, lo haremos con tal de que
al menos limpie la plaza y le dé esa mano de pintura que necesita desde hace
tiempo.
Para lo que nos queda en el convento …,
debieron pensar los choperitas porque de lo contrario, no se explica la falta
de atractivo de su última feria, fabricada con tanta desidia como falta de
imaginación, a partir de la habitual combinación de vacadas que ya habían
fracasado en su comparecencia precedente. Ni siquiera lograron que alguna de
las figuras viniera a dar la cara en una feria que siempre ha sido aprovechada
por los toreros como magno colofón a una gran temporada o como plataforma de
lanzamiento para la siguiente y prueba de ello fue ese mano a mano contra
natura que nadie pedía, diseñado sin más finalidad que la búsqueda del máximo beneficio
empresarial a base de ahorrarse los honorarios de un tercer espada.
Así las cosas, la cuota novilleril de
la feria se estrelló contra el descastamiento progresivo que acusa la ganadería
de José Miguel Arroyo y a falta de argumentos en la tarde, el público se
entretuvo en dilucidar qué novillos eran más flojos, si los del Tajo o
los de la Reina. No mejoraron mucho ese comportamiento los toros de Fuente
Ymbro, si bien los que entraron en el lote de Román sacaron las complicaciones
que aparecen cuando su matador está ayuno de técnica y presenta la muleta por
aquí y por allá, olvidándose de las más elementales normas que aconsejan
dominar la embestida para que el toro no te lleve por delante. Si a un animal
de incierto viaje se le administra una faena a base de trapazos y telonazos sin
propósito alguno, lo más probable es que el matador vaya de cogida en cogida
hasta la derrota final, y eso es lo sucedió en los dos trasteos de Román, tan
animosos como desnortados, mas con la suerte de cara que le ayudó a no ser
herido en cada revolcón y a salir, en cambio, triunfador, sin más mérito que el
de no mirarse tras las sucesivas palizas y el de sonreír a las masas sensibles
al sufrimiento del torero, cuyo “pretium doloris” indemnizaron con una de esas
orejas de saldo cuya concesión sigue desmintiendo tarde a tarde lo difícil que
es tocar pelo en Madrid.
Juan del Álamo y Morenito de Aranda
pasaron como una sombra por la feria, una sombra maltrecha el primero por la
cogida que recibió en una voltereta innecesaria, una sombra movida el segundo,
incómodo toda la tarde ante un mal lote. En cambio Rafaelillo acaparó los
mejores viajes de la corrida de Adolfo pero no acabó de creérselo debido a ese
eterno síndrome de los toreros acostumbrados a matar ganaderías duras,
incapaces sin embargo de cambiar su mentalidad guerrillera cuando encuentran embestidas bonancibles en lugar de las tarascadas habituales. Al menos dejó
en el hoyo de las agujas de su segundo Adolfo una estocada irreprochable
cobrada al segundo intento. El Cid compareció en su plaza con el aval de haber
indultado varios toros del encaste Albaserrada este verano y se le vio
dispuesto y eficaz en la lidia, ante un lote que se movió mejor en la distancia
larga que en las cercanías buscadas por el de Salteras para encontrarse más
cómodo técnicamente.
José Garrido obtuvo un puesto de
privilegio en el abono, nadie sabe a estas alturas por qué, pero su peso en los
despachos fue notablemente superior a su puesta en escena, casi siempre fuera
de sitio, vulgarísimo con las telas, sin resolver técnicamente las dificultades
planteadas por sus toros. No dijo nada ante la boyantía del último de su lote,
aunque en ese momento de la tarde, quizá se hallaba mermado por la fuerte
paliza recibida de un manso del Puerto de San Lorenzo, que le persiguió a
favor de querencia sin que un solo capote bien colocado evitara la cogida. Y es
que la actuación general de las cuadrillas en la feria ha sido lamentable. Tan
sólo José Ney manejó con sentido su cabalgadura y apenas Antonio Chacón se
lució en las banderillas. Al menos, el hijo de Montoliú hizo honor a su estirpe
bregando con eficacia y valor sin cuento a un manso reservón emplazado en los
medios.
En ausencia de grandes acontecimientos,
la feria quedó sujeta por dos pilares, uno de forja toledana y otro de fábrica
linarense, dos toreros del gusto de la afición de Madrid. Ambos tomaron la
alternativa hace casi veinte años, en 1997, con quince días de diferencia y ya
han triunfado en esta plaza en otras ocasiones. Saben lo que es salir a la
explanada de las Ventas tras pasar bajo su puerta grande y lo que es comerse el
orgullo viendo cómo otros toreros disfrutan de temporadas fecundas en festejos
sin haberlo hecho nunca. Ambos cimientan su tauromaquia en los cánones de la
tauromaquia de siempre, el de Toledo profesa el clasicismo castellano de la
sobriedad, el de Linares practica el clasicismo florido del sur y vinieron a
Madrid para impartir dos lecciones de toreo sin necesidad de cortar oreja
alguna.
Eugenio de Mora es sin duda el torero
más puro del escalafón actual. Inicia cada serie con tal pulcritud en los
cites, la muleta planchada y sin artificio presentada desde la colocación
exacta del cuerpo entre los pitones, que el viaje posterior del toro
necesariamente transcurre ceñido y emocionante, sometido al poder del temple y
rematado como se debe, hacia adentro y detrás de la cadera. Ese planteamiento
trae Eugenio a Madrid todas las tardes últimamente y sólo es cuestión de tiempo
que el público lo refrende con el gran triunfo mediático que se merece, aunque
para los avisados del acontecimiento, el triunfo comparece cada tarde en la que
el de Mora ofrece al toro su muleta. En la corrida de Fuente Ymbro, sus dos
toros fueron los más parados así que ambas faenas fueron de más a menos y
acabaron malbaratadas por un deficiente uso de la espada.
Curro Díaz ha venido engolosinando a la
cátedra casi todas las tardes desde que su figura pinturera desplegaba la muleta en
el tercio y se entretenía en engalanar la corrida con ayudados excelsos y
trincherazos de orfebre. Después, lo normal era que el toro se acostara un poco
por aquí, o se colara un poco por allá, y a la menor complicación, el torero se
afligiera sin redondear la obra que tan elevados principios había tenido. Pero
de un tiempo a esta parte, algo ha cambiado. Curro ha echado una buena
temporada acaparando sustituciones ante ganaderías nada cómodas y ese oficio
que da el torear más que otros años o la madurez que proporciona haber llegado
a la edad en que no debe dejarse escapar el último tren de la gloria, sin duda
le han conferido un fondo de valor que le permitió componer macizas faenas a
los de su lote, y sobreponerse a dos cogidas espeluznantes cuando Curro se
abandonó al esteticismo de su sello sin tener en cuenta la encastada
mansedumbre del tercero. Para el recuerdo dejó una serie de naturales a pies
juntos que meció con la parsimonia de los elegidos, un cambio de mano
profundísimo en el que por fin aunó estética y poder y ese empaque inolvidable
con el que esperaba impávido al toro entre muletazo y muletazo, en el sitio de
torear.
Coincidiendo con la feria, mi hijo de quince años ha empezado a
estudiar filosofía en su último curso de secundaria. El primer debate propuesto
por la profesora para practicar la mayéutica socrática no ha podido ser otro
que la tauromaquia. De los quince alumnos que conforman la clase, sólo uno se
manifiesta seguidor de las corridas de toros, a otros cuatro no les gustan pero
las toleran, los demás son partidarios de su prohibición y al menos la mitad de
ellos practica un animalismo beligerante. Me temo que a la profesora, ante
semejante alumnado, le costará bastante extraer la verdad y a nosotros,
defender nuestra pasión cuando estas nuevas generaciones dominen el mundo. Me
conformo con que mi hijo, que hace tiempo dejó de interesarse por la obsesión de su padre, no se pase al otro bando.