lunes, 30 de marzo de 2015

LA GESTA DE LA ILUSIÓN

         

        El gesto de Fandiño fue la gesta de la ilusión. La ilusión de la esperanza puesta en una tarde de llenazo fuera de abono, algo que no se veía en Las Ventas desde aquellas citas con la magia de Curro o con el vértigo del José Tomás verdadero. La ilusión de veinticuatro mil almas llegadas desde los cuatro puntos cardinales del mundo taurino al reclamo del toro de respeto del que huyen habitualmente los que mandan en las cartelerías adocenadas del monopolio. Pero también la ilusión que se da de bruces con la realidad que nos devuelve a la evidencia de que no hay en este momento en el escalafón entero, torero alguno que pueda acometer con solvencia empresa tan complicada como la que planteó el de Orduña.


         Pese a todo, la corrida fue interesante, como siempre que en el ruedo aparece un animal íntegro y de comportamiento impredecible y cambiante, nada que ver con el espectáculo uniformemente anodino que se nos presenta la mayoría de las tardes y en el que vale cualquier tipo de lidia e incluso la ausencia de ésta. Y es que tanto el bellísimo pero flojo Pablo Romero, el encastado Adolfo que hizo segundo, el decepcionante Cebada, el bravo Escolar, el vareado y difícil sobrero de Adolfo que sustituyó al prometedor quinto de Victorino e incluso el descomunal y rajado sexto de Palha, tenían su lidia, cada uno con sus matices ante los que aplicar la variada gama de recursos técnicos con que cuenta la inteligencia del hombre para imponerse a la embestida irracional de la bestia.


         Pero no pudo ser. Fandiño es un torero honesto con un gran fondo de valor, con no pocos defectos y también numerosas virtudes que no comparecieron cuando más las necesitaba en la apuesta más fuerte de su carrera. Quizá fue la tensión del compromiso, la falta de rodaje o el cambio de hora, vaya usted a saber, pero Iván atravesó la tarde con el gris de su vestido nublándole la mente, torpón con el capote excepto en un par de manojos de verónicas de recibo, correcto en el tercio de varas en donde puso de largo a los toros que se lo pedían, parco en quites, sólo unas aseadas navarras al primero y las  inevitables pero emocionantes chicuelinas en una de las cuales el de Escolar también le tropezó el percal; ofuscado con la muleta, sin allegar a sus faenas el pulso necesario para templar las embestidas, para correr la mano hasta el final en las boyantes y domeñar con firmeza las complicadas, amontonado con las distancias que no supo encontrar en toda la tarde, terminó cada uno de los actos del desafío fallando con la espada, sin corazón suficiente para volcarse de verdad en el morrillo de sus oponentes, sin duda el desánimo que se apoderaba del diestro después de los sucesivos trasteos hacía difícil olvidarse de tanta seriedad como lucían por delante.


         Si intentamos deducir el planteamiento de la corrida por el orden de lidia de los astados, vemos que Fandiño sitúa en estratégicos segundo y quinto lugar a los toros en los que tal vez más confiaba, los lidia con su cuadrilla habitual e intuyo que pensaba que ésos serían los puntos álgidos de la tarde. Ahí puede tener una explicación el decepcionante final del festejo, con un torero desnortado y desfondado, agotado sin explosión en triunfo el cartucho del Adolfo titular, con el que no le funcionó la cabeza pues inexplicablemente le ahogó la embestida tras un buen inicio en la distancia correcta, y malogrado por lesión el bravo Victorino. Tampoco anduvo lúcido ante el gran toro de Escolar, bien picado por Israel de Pedro e irreprochablemente lidiado por la cuadrilla en la que destacó la forma de andar con el capote de Javier Ambel. Sin embargo, la faena épica que exigía el toro no llegó y sí, en cambio, un mar de dudas con la muleta, desarmes, trompicones y la sensación de un torero vencido. Cuando Iván vio desfilar camino de chiqueros al quinto, no buscó más argumentos para levantar la tarde, no halló por ningún lado la fuerza y el dominio que exigía el sobrero de Adolfo, y se derrumbó definitivamente ante el postre portugués.


         Viéndole cruzar la plaza entre la división de opiniones y los almohadillazos de los que venían a ver un triunfo y no entendían quién se lo había hurtado, era sencillo imaginar la sonrisa de complacencia que se estaría dibujando en los beneficiarios del actual estado de cosas, en los taurinos que en ese momento acariciaban en sus prósperas guaridas el gato de ese espectáculo falso que nos quieren seguir colando tarde tras tarde, hasta que a nadie le queden ganas de encerrarse de nuevo con seis toros de los de verdad.  

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