DOS SERIES DE NATURALES
El otoño
taurino madrileño es el momento definitivo en el que el aficionado se da cuenta
de que el tiempo disipado de la vacación ya es historia y que arrastrado el
último toro de la feria, comienza el abismo de la rutina invernal, en donde no
existirá la excusa taurófila de la corrida para sobrellevar la propia
existencia. Y ello a pesar de que los carteles de la feria de otoño de este año
estaban diseñados como para que cada tarde se entablara en la mente adormilada
del abonado una sórdida pelea entre la incómoda expedición hacia la
plaza y la plácida siesta en el sofá. Finalmente se impuso el deseo de respirar
otra vez el ambiente mágico de las Ventas para encontrarse de nuevo con los
compañeros de abono a fin de comprobar si habían sobrevivido intactos al
azaroso verano.
Sobrevivir
al saldo ganadero que nos tenía preparada la empresa en los dos primeros
festejos de la feria era empeño más complicado, y ésta es la hora en la que aún
no sabemos por qué se contrataron dos ganaderías como Fuente Ymbro y Núñez del
Cuvillo, que andan en franca decadencia y que han fracasado sin excepción en
sus últimas comparecencias en Madrid. Frente a este destartalado género, ni los
novilleros punteros acartelados ilusionaron ni las supuestas figuras que Taurodelta
consiguió convencer para pasar el trago madrileño del otoño terrible, justificaron
su condición de tales, y eso que se trataba de dos matadores que habían
descerrajado la puerta grande en San Isidro y otro que había consentido hacerse
llamar “the maestro” en la pantomima para novillo y orquesta organizada en
Carabanchel días antes. En medio del escándalo en el que se convirtió la tarde
de los Cuvillos, en donde a pesar de la resistencia de un presidente inepto
vimos desfilar diez toros de cuatro ganaderías distintas, emergió un bravo
sobrero de el Torero, de alegre y encastada embestida, que se comió la muleta
de Iván Fandiño, sin que éste acertara a imponerle al toro su terreno, lo que
desembocó en un trasteo rápido e insustancial que se diluyó entre la
indiferencia del público que sí había vibrado de verdad momentos antes con la buena lidia de
Pedro Lara y un soberbio tercio de banderillas a cargo de Miguel Martín y Jesús
Arruga.
El
cartel estrella de la feria resultó al final un guiso indigesto que tenía como
ingredientes el exceso de autoestima de Miguel Abellán y la inconsciencia de la
empresa que volvió a cometer con el madrileño el error en que ya incurrió con
Luque y Talavante. Quizá no haya ahora mismo en el escalafón un torero que
reúna suficiente variedad con el capote, verdadero conocimiento de la lidia y
una espada solvente para afrontar con garantías el reto de encerrarse en
solitario con seis toros. Sobran en cambio diestros que gustan de adornar su
temporada con apuestas de este tipo bien porque sobrevaloran sus cualidades,
bien porque tienen a su lado edecanes que jalean en exceso sus bravatas en vez
de llevar a sus jefes por el buen camino. Si además se completa la gesta con la
enésima comparecencia de la vacada del Puerto de San Lorenzo en la temporada
venteña, con su habitual repertorio de elefantiásico tipo, ausencia de casta y
mansedumbre, el resultado es bastante previsible. Con semejante material humano
y bovino, los primeros tercios transcurrieron de manera anodina, hasta tal
punto que Tito Sandoval se tuvo que marchar de la plaza sin dar un solo puyazo,
porque no hubo en el ruedo lidiador capaz de evitar que el toro se escapara
hacia la jurisdicción del picador que guardaba la puerta. Hubo sin embargo
algún ejemplar que llegó a la muleta con la boyantía necesaria para que un
torero con la hierba en la boca le hubiera soplado quince o veinte muletazos
para poner el orbe taurino a sus pies. Sucedió en el primero, e incluso en el
quinto, pero sobre todo en el tercero al que Abellán le recetó la consabida
faena ligada y templadita sin comprometerse, toreando hacia afuera y
acompañando el noble ir y venir del lisarnasio, pues qué necesidad había de
hacer el toreo verdadero si los tendidos estaban vibrando a su manera la mar de
satisfechos. Ya se veía Miguelito con las orejas en la mano cuando su
deficiente manejo de la espada frustró el triunfo que había soñado, y su desconsuelo fue tal que el torero ya no levantó cabeza en toda la tarde,
sabedor de que acababa de llegar a su techo muletero y de que no encontraría ya
otro toro que le brindara un éxito tan claro.
Se iba
la feria y la temporada sin toreo para el recuerdo con el que calentarnos en el
invierno cuando apareció en el ruedo “Sevillanito”, bien hecho, cárdeno y
cornipaso, para reivindicar la casta algo olvidada de los Adolfos, y cruzarse
en su destino con Diego Urdiales, que le enjaretó dos extraordinarias series de
naturales sin enmendarse, encajadísimo y mandando, el medio pecho airoso,
el muletazo hacia adentro, el cite en la
rectitud. Dos series irreprochables de toreo de verdad y una estocada en su
sitio entrando muy recto y marcando los tiempos a la perfección, es decir, lo
que siempre ha bastado para cortar una oreja de ley en Madrid. Dos series como
dos oasis en el desierto del destoreo al que nos tienen acostumbrados, que
dejaron conmocionada a la plaza para poner en entredicho la teoría de que las buenas
gentes no saben diferenciar el grano de la paja, pues no sonaron igual los olés
roncos dedicados a Urdiales que los oles de otras tardes que se prodigan a los
triunfadores de pega de los que, una vez diluida la multitud tras el trámite de
la puerta grande, no se recuerda pase alguno. Me temo que ese será el destino de
la oreja cortada por Serafín Marín para cerrar el ciclo, de la que una
parte se debió al cariño con que su estigma de torero proscrito es acogido por estos
lares, y otra parte, a un tantarantán que le dio el Adolfo y que resolvió
volviendo a la cara del toro sin mirarse pero con más coraje que acierto. En
cambio, los naturales de Diego Urdiales permanecerán para siempre esculpidos en
el aire de este otoño madrileño, para desmentir que el toreo eterno haya muerto,
para repetirnos una vez más que aún debemos esperar otro invierno antes de abandonarnos
por completo al desaliento.
La conjugación de un toro de verdad y del toreo clásico convierte a la tauromaquia en un espectáculo único e insuperable.
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