viernes, 10 de octubre de 2014

DOS SERIES DE NATURALES
                               
         El otoño taurino madrileño es el momento definitivo en el que el aficionado se da cuenta de que el tiempo disipado de la vacación ya es historia y que arrastrado el último toro de la feria, comienza el abismo de la rutina invernal, en donde no existirá la excusa taurófila de la corrida para sobrellevar la propia existencia. Y ello a pesar de que los carteles de la feria de otoño de este año estaban diseñados como para que cada tarde se entablara en la mente adormilada del abonado una sórdida pelea entre la incómoda expedición hacia la plaza y la plácida siesta en el sofá. Finalmente se impuso el deseo de respirar otra vez el ambiente mágico de las Ventas para encontrarse de nuevo con los compañeros de abono a fin de comprobar si habían sobrevivido intactos al azaroso verano.

         Sobrevivir al saldo ganadero que nos tenía preparada la empresa en los dos primeros festejos de la feria era empeño más complicado, y ésta es la hora en la que aún no sabemos por qué se contrataron dos ganaderías como Fuente Ymbro y Núñez del Cuvillo, que andan en franca decadencia y que han fracasado sin excepción en sus últimas comparecencias en Madrid. Frente a este destartalado género, ni los novilleros punteros acartelados ilusionaron ni las supuestas figuras que Taurodelta consiguió convencer para pasar el trago madrileño del otoño terrible, justificaron su condición de tales, y eso que se trataba de dos matadores que habían descerrajado la puerta grande en San Isidro y otro que había consentido hacerse llamar “the maestro” en la pantomima para novillo y orquesta organizada en Carabanchel días antes. En medio del escándalo en el que se convirtió la tarde de los Cuvillos, en donde a pesar de la resistencia de un presidente inepto vimos desfilar diez toros de cuatro ganaderías distintas, emergió un bravo sobrero de el Torero, de alegre y encastada embestida, que se comió la muleta de Iván Fandiño, sin que éste acertara a imponerle al toro su terreno, lo que desembocó en un trasteo rápido e insustancial que se diluyó entre la indiferencia del público que sí había vibrado de verdad momentos antes con la buena lidia de Pedro Lara y un soberbio tercio de banderillas a cargo de Miguel Martín y Jesús Arruga.

         El cartel estrella de la feria resultó al final un guiso indigesto que tenía como ingredientes el exceso de autoestima de Miguel Abellán y la inconsciencia de la empresa que volvió a cometer con el madrileño el error en que ya incurrió con Luque y Talavante. Quizá no haya ahora mismo en el escalafón un torero que reúna suficiente variedad con el capote, verdadero conocimiento de la lidia y una espada solvente para afrontar con garantías el reto de encerrarse en solitario con seis toros. Sobran en cambio diestros que gustan de adornar su temporada con apuestas de este tipo bien porque sobrevaloran sus cualidades, bien porque tienen a su lado edecanes que jalean en exceso sus bravatas en vez de llevar a sus jefes por el buen camino. Si además se completa la gesta con la enésima comparecencia de la vacada del Puerto de San Lorenzo en la temporada venteña, con su habitual repertorio de elefantiásico tipo, ausencia de casta y mansedumbre, el resultado es bastante previsible. Con semejante material humano y bovino, los primeros tercios transcurrieron de manera anodina, hasta tal punto que Tito Sandoval se tuvo que marchar de la plaza sin dar un solo puyazo, porque no hubo en el ruedo lidiador capaz de evitar que el toro se escapara hacia la jurisdicción del picador que guardaba la puerta. Hubo sin embargo algún ejemplar que llegó a la muleta con la boyantía necesaria para que un torero con la hierba en la boca le hubiera soplado quince o veinte muletazos para poner el orbe taurino a sus pies. Sucedió en el primero, e incluso en el quinto, pero sobre todo en el tercero al que Abellán le recetó la consabida faena ligada y templadita sin comprometerse, toreando hacia afuera y acompañando el noble ir y venir del lisarnasio, pues qué necesidad había de hacer el toreo verdadero si los tendidos estaban vibrando a su manera la mar de satisfechos. Ya se veía Miguelito con las orejas en la mano cuando su deficiente manejo de la espada frustró el triunfo que había soñado, y su desconsuelo fue tal que el torero ya no levantó cabeza en toda la tarde, sabedor de que acababa de llegar a su techo muletero y de que no encontraría ya otro toro que le brindara un éxito tan claro.


         Se iba la feria y la temporada sin toreo para el recuerdo con el que calentarnos en el invierno cuando apareció en el ruedo “Sevillanito”, bien hecho, cárdeno y cornipaso, para reivindicar la casta algo olvidada de los Adolfos, y cruzarse en su destino con Diego Urdiales, que le enjaretó dos extraordinarias series de naturales sin enmendarse, encajadísimo y mandando, el medio pecho airoso, el  muletazo hacia adentro, el cite en la rectitud. Dos series irreprochables de toreo de verdad y una estocada en su sitio entrando muy recto y marcando los tiempos a la perfección, es decir, lo que siempre ha bastado para cortar una oreja de ley en Madrid. Dos series como dos oasis en el desierto del destoreo al que nos tienen acostumbrados, que dejaron conmocionada a la plaza para poner en entredicho la teoría de que las buenas gentes no saben diferenciar el grano de la paja, pues no sonaron igual los olés roncos dedicados a Urdiales que los oles de otras tardes que se prodigan a los triunfadores de pega de los que, una vez diluida la multitud tras el trámite de la puerta grande, no se recuerda pase alguno. Me temo que ese será el destino de la oreja cortada por Serafín Marín para cerrar el ciclo, de la que una parte se debió al cariño con que su estigma de torero proscrito es acogido por estos lares, y otra parte, a un tantarantán que le dio el Adolfo y que resolvió volviendo a la cara del toro sin mirarse pero con más coraje que acierto. En cambio, los naturales de Diego Urdiales permanecerán para siempre esculpidos en el aire de este otoño madrileño, para desmentir que el toreo eterno haya muerto, para repetirnos una vez más que aún debemos esperar otro invierno antes de abandonarnos por completo al desaliento.    

1 comentario:

  1. La conjugación de un toro de verdad y del toreo clásico convierte a la tauromaquia en un espectáculo único e insuperable.

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