
Contemplando las acciones y omisiones de quienes rigen la cosa pública, uno se acuerda de aquella anécdota del banderillero de Belmonte que tras abandonar su cuadrilla llegó a ser gobernador civil de Huelva después de la guerra. Preguntado el maestro por cómo era posible que su peón hubiera llegado a desempeñar tan alta responsabilidad, el Pasmo de Triana contestó desde su tartamudez proverbial: “pues cómo va a ser, degenerando, degenerando”. La moraleja de la historia puede aplicarse en nuestros días a la actuación del ministro de cultura, pues parece que el titular del ramo planifica la conmemoración del próximo centenario de la generación del veintisiete con la intención de cancelar las referencias a la figura del torero Ignacio Sánchez Mejías, mecenas de la misma. El llanto de Federico por un andaluz tan claro, tan rico de aventura, se reescribe de nuevo en las maneras sectarias del ministro Urtasun, un catalán tan ignaro, tan lleno de impostura, al que su formación diplomática no le impide ser tonto en varios idiomas.
La degeneración política máxima del momento se exhibe cotidianamente en las Cortes, en un proceso de envilecimiento paulatino a través del cual cincuenta años de parlamentarismo han devenido en la paradoja de que el Anguita de esta hora se llama Yolanda y el Demóstenes del hemiciclo resulta que es Rufián. Aquellos duelos entre Suárez y Felipe baleándose con estilo como en un western crepuscular en donde en realidad amanecía la democracia, se han convertido en estas peleas de taberna en que andan enfangadas las sesiones de control, donde Feijóo y Sánchez se echan en cara su pasado entre narcos y burdeles, mientras sus edecanes serviles se acribillan a consignas bajo la complacencia de los independentistas felones y los blaspiñares de Abascal.
De aquellos polvos constitucionales que derivaron en el lodo de una ley electoral injusta, surge la escasa representatividad que la voluntad popular tiene en un parlamento al servicio de la partidocracia de listas cerradas y tributo sin disidencia al líder omnímodo. Ahora que se va a ir cumpliendo medio siglo de todos aquellos hitos de la transición democrática, podemos aprovechar para hacer un recordatorio de la esperanza que entonces parecía habitar en el futuro y enfrentarlo a lo que ahora sólo es hastío y decadencia. La trayectoria del Rey Juan Carlos es el ejemplo perfecto de la distancia infinita entre su decisión clarividente de renunciar a la inercia de la monarquía absoluta y la obscena caricatura en que ha travestido su legado.
La degradación que ha traído la colonización de las instituciones por los partidos, también se ensaña con la justicia. La reciente condena del Fiscal General del Estado ha generado tal cantidad de información sobre la estructura típica del delito de revelación de secretos, que haber estado atento a las tertulias mediáticas sobre la materia puede llegar a convalidarte los dos primeros cursos del grado de Derecho, con licencia para opinar sobre si los magistrados del Supremo han fundamentado correctamente la sentencia. En los chats de whatsapp, los memes futbolísticos han sido sustituidos por sesudos argumentos sobre la suficiencia de la prueba indiciaria para justificar la condena o la legitimidad de la nota informativa de la fiscalía para reproducir contenido confidencial. La mediatización de las altas instancias de la estructura judicial por su control político, convirtió el pronóstico del fallo en una quiniela más fácil de resolver que adivinar el resultado de un partido del Barça, aunque siempre quedará Negreira para cambiar el sesgo en el Constitucional.
A la espera del próximo informe de la UCO sobre la corrupción de todos los hombres del presidente, la pregunta es cuál es la respuesta de la ciudadanía a toda esta inmundicia, en una sociedad en la que siempre ha sido más vergonzante la posición del pardillo que la del estafador y quien más, quien menos, no renunciaría a aprovechar su propio tráfico de influencias, si se le garantizara la impunidad. La degeneración sigue su curso si la alternativa es otra cuadrilla que anda pegando petardos por las plazas de nuestra atribulada piel de toro, consejeros de emergencias que desconocen el funcionamiento de los mecanismos de alerta, responsables sanitarios que priorizan el beneficio económico a la salud de los pacientes, buscavidas insomnes que ven la oportunidad de negocio agazapada en todas las catástrofes. Mientras estábamos confinados y se protocolizaba la muerte en las residencias, cuando la economía española se desplomaba por las simas de la depresión más profunda de Europa, los mangantes aprovechaban el desconcierto para montar su tinglado en los suburbios de la contratación pública. En realidad, no es el turismo. El latrocinio es la primera industria nacional.
