El toro de la noche reinando en la dehesa, su respiración cortando el aire como la banda sonora de Tiburón. La película es un duelo permanente entre el aliento del toro y el resuello del torero, porque, en realidad, “Tardes de soledad” es una película muda. Es la filmación del silencio de la muerte apenas quebrantado por las interrupciones sonoras que la vida opone a esa certeza, el ruido sordo de la lidia, el aullido estentóreo del peón, el rumor en sordina de la gente, el “Vals triste” de Sibelius en el trayecto de regreso. El siguiente plano tras la apertura nocturna es Roca Rey en su furgoneta después de torear, mostrando su rostro en la cámara fija congestionado tras la pelea, los restos del miedo resbalando por su piel sudorosa, la mención de José Tomás como referencia icónica de la épica reciente. Los ánimos banales que ofrece la cuadrilla contrastan con la seriedad del matador, obsesionado por librarse del objetivo que retrata sin censuras la tensión de la responsabilidad que pesa sobre su espíritu, eres el número uno, has estado cumbre, un figurón del toreo, “mi arma”, le regalan el oído Viruta y Chacón, esos Ray Liotta y Joe Pesci pasados por la tierra de María Santísima.
La puesta en escena solo tiene tres decorados, la furgoneta, la plaza y el hotel. En la habitación, se representa el ritual del descendimiento a la realidad. Vestido en blanco, sangre y oro, un punto antes de llegar a la desnudez, el hombre solo, a pesar del apoderado en el espejo. Un rosario por todo escudo es la ropa interior del héroe que más adelante embute de nuevo su fortuna en seda negra, mientras cruza silencios con Larita, el mozo de espadas que mantiene en vilo al maestro para enfundar el valor en un traje de luces cuyo color osa llamarse catafalco.
En la plaza, la decisión artística del director es cerrar el plano y bajar el punto de vista, el tiro de cámara a la altura de la fricción entre toro y torero, aboliendo todas las geometrías que se advierten desde el tendido y con ellas, los debates sobre el temple y las distancias, la estética y la colocación, el arte excluido por una cuestión de perspectiva que elige centrarse en el encuentro entre el hombre y la fiera tan en corto que se siente en la butaca, la mirada en el fragor de la embestida y el trazo fugitivo del lance, en la muerte temblando entre la boca del bicho y el rictus crispado del matador.
La arena de miga de las Ventas, la tierra negruzca del Norte, el albero maestrante sevillano conforman ante la cámara una piel de toro agreste y berrenda, recorrida en tardes sin espacio para el triunfo porque la ambición por afirmarse en la condición de figura lo arrasa todo. El tratamiento prodigioso del sonido dibuja el latido del público en elipsis, como decorado ausente en el que brilla el susurro de las conversaciones entre barreras pespunteando el diálogo físico entre los contendientes. El respeto del matador por el toro contrasta con la mezquindad de los peones que insultan al tótem, ajenos a la gloria que transporta, como si la obligación del animal no fuera comportarse conforme a su naturaleza salvaje.
La película se contempla en continua tensión dramática por la inminencia de la cogida que finalmente llega junto a la perplejidad del diestro por haberse salvado. Tras el paso por la enfermería se nos muestra al torero sin chaquetilla, cubierto por una bata quirúrgica que envuelve el secreto de la suerte que lo ha librado de perecer en la crucifixión que un toro de Bañuelos intenta con su cuerpo, atropellado al fin contra las tablas de la plaza de Santander. Frente a la impostura del sesgo de las retransmisiones televisivas, la película de Serra es puro cine, y logra atrapar la verdad de la muerte mostrada en primer plano, sin hurtar al espectador el estertor que va desde que dobla el toro hasta el postrero espasmo de la puntilla, sin miedo a eludir la crudeza implícita en el último rito de masas que se atreve a transgredir el infantilismo hedonista de la sociedad actual, enfrentándola con la representación de su destino.
Quizá sea la película de toros más importante de la historia. Ni la ficción ni el documental habían conseguido hasta ahora transmitir la profundidad de esta liturgia con la emoción esencial que viene convocándonos desde hace siglos en torno a su misterio. “El cisne” de Saint Saens culmina musicalmente el viaje, ilustrando el último plano de los toreros despidiéndose indemnes tras la batalla, y nos traslada a esa sensación de plenitud que hemos sentido en la plaza tantas tardes, cuando después de haber asistido a la revelación del toreo puro, emprendemos el camino de vuelta a nuestra propia soledad.