Yo
siempre estoy en Cuenca aunque me encuentre lejos,
vivo en la misma casa de los días azules,
la morada que habitan mis mejores jornadas,
aquéllas que me abrigan cuando todo es hostil.
El enconquensado siempre se halla en Cuenca aunque
se encuentre lejos, pongamos en Manhattan, contemplando un “sky line” que no le
es del todo ajeno, acostumbrado como está a caminar bordeando abismos y a levantar
la mirada hacia sus propios rascacielos. El barrio de san Martín no es la Quinta
Avenida pero esconde joyas que embelesarían a la Audrey ensimismada frente al
escaparate de Tiffany. En el cénit de su añoranza, el enconquensado cruza el
puente de Brooklyn en busca de San Pablo y perdido en el MOMA, recuerda su
pequeño museo de las Casas Colgadas y contempla la delicadeza de los nenúfares
de Monet en Giverny, abrazado al aroma del Júcar que desprenden los lienzos de
Zóbel.
Yo sigo en mi colegio, sentado en el pupitre
que todavía guarda una esperanza antigua,
camino las miradas de mis viejos amigos
que pronuncian mi nombre desde otro lugar.
Ese otro lugar es
para el enconquensado un paréntesis raro en su enamoramiento con el escenario
de la felicidad. Estos días azules y este sol de la infancia. Si además está
desterrado en un exilio permanente, camina por la
vida extrañando el amparo de las calles de su ciudad, el ambiente único que
viste de intimidad las plazas empedradas de nostalgia, el recodo que acompañó
sus pasos en aquel tiempo sin miedo, cuando el futuro era un rumbo y la
vocación una certeza a la que abandonarse. Si alguna vez el destino le sitúa en Sevilla durante
el primer plenilunio de la primavera, no hay gran poder ni esperanza capaz de
apagar su querencia de turba y soledades. La orfandad de hallarse en casa ajena
le impidió disfrutar de París en el preciso instante en el que descubrió un
aire de familia en la fachada de Notre Dame.
Yo siempre estoy en Cuenca, jugando hasta las
tantas,
en una plaza alegre las noches de verano,
surcando en bicicleta las horas de la siesta,
subido en un peñasco, dominando la hoz.
El enconquensado no necesita horizontes lejanos que
trasciendan la hoz por la que camina sobrecogido dibujando sus propios
senderos. A pesar de todo, de cuando en cuando se deja engañar en escapadas que
la familia organiza para sacarlo de su obsesión por las paredes conocidas, pero
invariablemente se le ha visto contemplando los paisajes de la Toscana con una
extraña melancolía que no tenía tanto que ver con el síndrome de Stendhal como
con la evocación de sus paseos entre hocinos por el Huécar. En ocasiones, sus
hijos han llegado a sentirse tentados de renegar de su estirpe, como aquella
vez en Granada cuando entre la multitud de turistas congregados en el mirador
de San Nicolás al reclamo de la puesta de sol sobre la Alhambra, surgió la voz
de su padre afirmando que prefería el incendio que se proyecta en los muros del
seminario cuando se contempla el ocaso desde el puente de San Antón.
Todavía respiro la tristeza en la tarde
de un domingo de invierno con lluvia en los
cristales,
el olor de la leña por las calles angostas
con vistas al abismo de mi propia verdad.
La verdad del enconquensado es difícil de comprender
para los que han superado la huella de la infancia, y han conseguido abandonar
indemnes esa patria en pos de un cosmopolitismo salvador. Para los demás, la
herida del tiempo duele menos si cuentas con el bálsamo del recuerdo y la
posibilidad de repentizarlo a diario para atravesar las intemperies de la vida,
ésas que te hacen anteponer la Fuensanta al Bernabéu, San Mateo a San Fermín y
que pueden llevarte a proclamar que un crucero por el Caribe nunca será tan fecundo
como un paseo de otoño hasta la playa artificial. La necesidad de abrigo que atenúa
un recodo de tu río no se combate con la inmensidad del mar.
Y cuando vuelvo a Cuenca, el corazón se ensancha,
retomo los senderos que el tiempo borró en vano,
abrazo los recuerdos que esperan tras la esquina
y el mundo me sonríe, resumido en su luz.