EL TEMPLO PROFANADO
Definitivamente,
la plaza de toros de Madrid ha devenido en patético centro comercial en el que
el toro y el toreo son sólo la excusa del tinglado. Antes de que la techen y
cierren el círculo de oprobio al que la conducen, la están llenando de bares y
tiendas de souvenirs y en el paroxismo del negocio, han montado un chiringuito
en el diez, que nos expulsa de la plaza cada tarde entre olores a fritanga y el
chunda chunda del desaliento.
Tal es
la degeneración de la fiesta y la decadencia del rito, que la gente viene a los
toros como el que va a la verbena a echar la tarde y a falta de verdadera
emoción procedente del ruedo, se refugia en el espectáculo colorista de los
tendidos, cambiando la pasión por el mero entretenimiento sin pretensiones. Sin
alimento posible para el espíritu que surja de la lidia, el público se conforma
con la merienda pueblerina del entreacto y no se va contento a su casa si no
remata la bacanal con la guinda de unas orejitas de regalo que permitan después
relatar un triunfo imaginario a los amigos.
Los que
creíamos que este panorama deprimente se iba a quebrar en esta última semana
con la llegada del toro, íbamos dados. De lunes a jueves, cuatro ganaderías de
prestigio, cuatro encastes diferentes, desmintieron la ilusión de que la
alternativa se encontraba más allá del paraíso juampedrero. Fiasco de Cuadri,
Adolfos domecquizados, Alcurrucenes infumables y en su línea los del Puerto de
San Lorenzo, toros criados para el último tercio, cuya manejabilidad venía
pidiendo toreros y solamente halló adocenamiento y formas huecas.
Los
tiempos están cambiando y el público prefiere entronizar ídolos vacíos para
darse el gusto de montar un circo camino de la puerta grande en el que complacerse zarandeando como a un pelele al dios que ha creado hace diez minutos
para su efímero divertimento. Es lo que ocurrió con el fenómeno Luque, del que
nadie recuerda gran cosa días después de su advenimiento, salvo que sorteó dos
toros del Puerto para soñar el toreo y les administró una sucesión de mantazos
a prudencial distancia, desplegando el velamen de sus trastos desde la ventaja
innecesaria, dada la boyantía de su lote. Resulta descorazonador ver el templo
convertido en talanquera que vibra con el adefesio de las luquesinas y se
enardece ante el trallazo forzado e insustancial.
También
vibró lo suyo la gente con Perera, triunfador máximo de la Feria, cinco orejas
en el esportón y pocos pases para el recuerdo en su segunda faena de dos orejas
del serial, esta vez frente a un Adolfo que cambió la fiereza por eso que los
taurinos llaman calidad. Pronto veremos cómo las figuras se anuncian con este
hierro si les sigue permitiendo vender como gesta el paripé de todas las
tardes. Parece que ha nacido el pererismo, una decantación más digerible del
julianismo, entre cuyos postulados tampoco se haya el de cargar la suerte ni el
de meterse en el terreno del toro, restando con ello verdad a faenas que sin
embargo calan en el público por su irreprochable temple y la evidente ligazón.
Esa tarde, la gente aclamó a Perera e ignoró a Urdiales que sólo recogió tibias
palmas para su clasicismo de torero serio, sobrio, castellano. El de Arnedo esculpió
naturales de cartel de toros, pero de uno en uno, sin ligar. Le faltó la
inteligencia de Perera para dar ese pasito más que permite conectar con las
masas y pareció no querer traspasar la peligrosa línea que separa la corrección
del compromiso.
Todo lo
contrario que José Carlos Venegas la tarde de los Cuadri, un extraterrestre en
las Ventas, uno que se queda en el sitio y no aprieta a correr tras cada pase,
y además con un toro, el geniudo sexto, desastrosamente picado por Rosales, que
le sirvió a su matador un vendaval de violentas embestidas que Venegas, ayuno
de la técnica necesaria para vaciarlas con profundidad, no supo domeñar hasta
que fue aparatosamente cogido. Después se levantó el diestro jienense algo
conmocionado, volvió a la cara del toro y de nuevo sorteó como pudo los viajes
del Cuadri sin rectificar terrenos, con la exigua muletilla en la izquierda
ofrecida al viento de la tarde, intentando dar esos cuatro o cinco muletazos
limpios que no llegaron y que le hubieran proporcionado un triunfo épico. Momentos únicos en los que saltamos de nuestros asientos imaginando este mundo extraño puesto del revés por un torerillo sin
contratos, que tiene la osadía de proponer ante el toro poderoso el planteamiento
del que los instalados huyen ante el medio toro de cada tarde.
Semiescondida
en la barahúnda de la feria, nos cayó encima la Beneficencia, la corrida que en
otros tiempos brillaba más que el sol, la que acartelaba a los triunfadores del
ciclo ante toros de respeto, la más importante del orbe taurino. Ahora la han
convertido en un festejo más, manipulado por las figuras y sus veedores, tan
sólo realzado este año por la presencia del Rey Juan Carlos a pocas jornadas de
su abdicación. En esa clave hay que interpretar la vergonzosa oreja concedida a
El Juli en su primer toro tras petición minoritaria, un regalito del presidente
para vestir la tarde de triunfalismo, quizá por agradar así al monarca sedente en el palco vecino, y que provocó la más
fuerte división de opiniones que se ha escuchado en la plaza en los últimos
años. El toro fue impresentable y el toreo aplicado demasiado vulgar excepto en
un quite a la verónica muy sentido y en una serie de naturales en la que Julián
hizo un esfuerzo por adaptarse a lo que parte del público le pedía y se
retorció algo menos de lo habitual. La regeneración duró poco pues el de Velilla echó pronto de menos las formas que
ha patentado y siguió dictando sus lecciones mentirosas para el necesario adoctrinamiento de los
acólitos que le siguen y pueblan el escalafón. Con todo, a pesar de que tenía
una fácil puerta grande a su alcance, desaprovechó al cuarto ante el que no
acertó a dar un solo pase bueno suficiente para justificar un nuevo regalo.
Y frente
al capo, Fandiño, que venía a esta corrida para vengar el veto al que le
sometió el mandón la temporada pasada, dispuesto a discutirle al poderoso el
cetro. Yo creo que al final se conformó con puntuar, como diría más tarde empleando
esa terminología deportiva absurda. El punto obtenido fue una oreja arrancada
en el último tramo de una faena iniciada por el camino del toreo moderno que
cambió cuando un aficionado le afeó esta circunstancia y el de Orduña recompuso
la figura, citó con rectitud y rescató dos serie de naturales toreando para
adentro. Una gran estocada haciendo muy bien la suerte justificó el premio, con
Talavante asistiendo a la pugna desde la barrera de su indolencia.
Tan sólo
un año después del gran espectáculo que brindó a la afición la cuadrilla de
Castaño, asistimos con agrado a la reposición de la película aun que esta vez la copia no
brilló con tanta fuerza, excepto en los capotazos infinitos de Marco Galán y el
garbo incomparable de Fernando Sánchez. Aunque luego su matador rematara el
trabajo de su equipo con dos trasteos fríos y superficiales, hay que agradecerle
una vez más la generosidad con que cede a su cuadrilla el protagonismo, detalles que justifican por sí solos el precio de la entrada.
EL TEMPLO RECOBRADO
Cuando
todo parecía perdido, llegó Victorino para salvar el honor del toro bravo con
una corrida dura, seria, enteriza, de las que acaparan la atención desde que el
animal aparece en el ruedo hasta que se marcha camino del desolladero. Una de
esas corridas que meten miedo al aficionado y sustentan de vez en cuando toda
la pasión encerrada en este mundo, la emoción que proporciona tener la dicha de
poder asistir todavía en el siglo XXI a un rito en el que se pone en juego la
vida a través del trance supremo que supone burlar a la muerte creando belleza.
Esa pasión antigua que se nos hurta cada tarde en el afán suicida de dulcificar
la pelea entre el hombre y la bestia volvió con los astados de la A coronada,
los de la boca cerrada, la mirada torva y la embestida fiera, frente a la cual
no se atisba en el actual plantel de toreros héroe alguno capaz de salir
triunfador y subirse al carro de la gloria. Toros que no permiten un descuido
ni en el momento postrero de la puntilla, a los que sólo fue capaz de lidiar
correctamente un peón, Rafael González, de la cuadrilla de Aguilar, que dio un
curso de cómo capotear a un toro encastado con exactitud y sabiduría. Ferrera
no pudo con la corrida aunque debe apreciársele el gesto de matar en la feria
Adolfos y Victorinos. A partir de ahí vendió su mercancía como buenamente pudo,
tapando sus carencias con esa lidia nerviosa que si bien aporta diligencia en
su transcurso, se pierde luego en un exceso de aspavientos de cara a la
galería. Frenético en la suerte de banderillas, parece haber adoptado la
técnica del julipié en el embroque, pues sólo se vuelca en el morrillo cuando
el balcón de los pitones hace tiempo que ha pasado. Tuvo un primer toro que
mereció más firmeza de pies e intentó colar su movido trasteo al quinto como
una lidia a la antigua sobre las piernas que no hizo sino empeorar la difícil
condición del toro, sin conseguir con ello encubrir sus enormes ganas de tirar
por la calle de en medio. Uceda Leal se dejó marchar el Victorino más manejable
haciendo como el que hace pero sin hacer nada y nunca cruzó la línea que
hubiera permitido el dominio de la embestida de su oponente aunque sigue
demostrando que conserva una técnica irreprochable al marcar los tiempos de la
suerte suprema. Alberto Aguilar sorteó el toro de la corrida, Vengativo, un
excelentemente bien presentado cárdeno de 526 kilos, con el que sostuvo una
pelea desigual que se resolvió a favor del toro, y aunque por momentos intentó
quedarse en el sitio que lleva a la gloria o a la enfermería, pronto empezó a
correr como último refugio para salir indemne de la tormenta de casta que se le
venía encima.
Y para
postre la Miurada, corrida de no hay billetes para presenciar el retorno de la
legendaria ganadería, ausente de las Ventas desde 2005. Don Eduardo mandó a
Madrid un encierro de lujo, con tres toros de nota, completísimos en todos los
tercios, que regalaron embestidas para que alguno de los tres valientes que
aceptaron el reto se consagraran, si bien el único que lo hizo fue Marco Galán,
el mejor peor de brega que soñar pudo un matador de corridas duras. El toro más
importante de la tarde fue el segundo, Zahonero, un cárdeno bragao de 611 kilos
que no le pesaron en el galope alegre que prodigó durante toda su pelea, desde
el saludo capotero hasta la faena de muleta que le enjaretó Javier Castaño, una vez más por debajo de las expectativas creadas por la lidia de su
cuadrilla en la que David Adalid es cada vez más vistoso y menos puro y
Fernando Sánchez se supera poco a poco en cada par.
Mientras
Rafaelillo no tuvo opciones frente a un lote que desarrolló sentido demasiado
pronto, el toro más bonancible lo sorteó Serafín Marín, tan lejos ya de
aquellos tiempos en los que su hecho diferencial le permitía ser acogido en Madrid
como a una especie protegida en peligro de extinción. El toro le permitió
relajarse con gusto al natural en lo que fueron los mejores muletazos de la
tarde, pero no consiguió salir del pozo en que se encuentra, pues,
administrados de uno en uno, rehuyó quedarse en el sitio impidiendo la ligazón
que da paso a que el público pueda entrar en la faena. Hubo también falta de fuerza en
algún toro, circunstancia que aprovechó el presidente de turno para blasonar de
haber devuelto un Miura a los corrales, cuando tarde tras tarde hemos visto
cómo se aguantaba en el ruedo a toros que no merecían ese respeto.
Y así
terminó la feria, con el ánimo en alza tras asistir a este díptico torista
final, en el que dos vacadas legendarias han redimido en cierto modo a la feria
de toda la ignominia anterior. Sus espléndidas láminas nos han acompañado en la
mente en el camino de vuelta a casa, que hemos recorrido como año tras año, demorándonos en el recuerdo de los momentos vividos en el templo finalmente recobrado y preguntándonos a cada paso, a pesar de todo, y ahora, ¿qué haremos por las
tardes?