Por una vez teníamos la excusa perfecta para alejarnos de todas las excrecencias que surgen alrededor de estos días tan entrañables pero nuestros gobernantes, capaces de perpetrar un semestre entero en estado de alarma, no se atrevieron con el tabú de la navidad pagana, dejando a la responsabilidad individual del transeúnte, el manejo de su propia vida, qué avance extraordinario.
De este modo, con motivo de la tregua vacacional, cada uno podrá gestionar su libertad como mejor le parezca, celebrar el solsticio o engalanar un pesebre, administrar su abundancia o disfrazar su indigencia, juntarse con los suyos como si nada ocurriese, a despecho del consenso que le tacha de insensato o cenar con mascarilla entre bocado y bocado, saludar al abuelo que sonríe desde su cuarto y escrutar los preparativos del vecino de enfrente, a través de sus ventanas, abiertas para ventilar. En este año maldito en el que apenas hay nada que celebrar, el placebo de la normalidad navideña sigue funcionando a medias como disolvente del miedo que acecha tras nueve meses preñados de incertidumbre. La década termina enfangada en la oscuridad medieval de este tiempo pandémico en el que los poderes siguen medrando entre velos de mentiras, los errores se reiteran en sucesivas oleadas y el conocimiento científico no acaba de darnos explicaciones para conjurar el azar.
Era el territorio perfecto para volverse hacia adentro y vivir la Navidad con uno mismo, recuperar la esencia perdida y enfrentar esa epifanía a las decepciones de la existencia, aprovechar el distanciamiento social para reencontrarse en soledad con la pureza del comienzo, disfrutar de la restricción del movimiento para emprender el viaje interior. El pretexto magnífico de la natividad mítica, la de los días azules y el sol de la infancia, la plenitud en el rostro helado y el calor en el alma, nos permite plantearnos cada año el renacimiento íntimo, un reinicio espiritual que nos conectara por fin con la realidad de las cosas, a menudo ocultas tras la fronda de lo cotidiano, con esa verdad que yace escondida entre el afán por ser más altos, más ricos y más listos, posponiendo inevitablemente la voluntad de ser más escuetos, más frugales, más sabios.
Afortunadamente nos pondrán la vacuna para seguir aplazando esa quimera y continuar desplegando la habitual prepotencia de creerse imbatible, la humana aspiración de no morirse nunca. La inmunidad resultante se instalará entre nosotros inaugurando de nuevo los felices veinte, y confinará en el recuerdo la libertad amenazada, la mirada empañada y los abrazos perdidos, la intolerancia y la delación, las colas del hambre, el estado fallido, los sepelios vacíos, la desolación, las ucis atestadas, la propaganda, las persianas bajadas, el desamor, los muertos sin nombre, la impotencia, la vida pendiente de un respirador, la juventud sin futuro, el negacionismo, las ayudas invisibles, la desunión, la gestión de la incuria y la torpeza, la amistad con mascarilla, el gel en la mesilla y la eterna escalada de la desigualdad.
Cuando en el escenario desierto de la Puerta del Sol, el icónico reloj nos dé las doce, tal vez como debimos hacer siempre, apenas habrá que festejar la inmensa perplejidad de seguir vivos.
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