Cuando el presidente Sánchez desapareció de escena después del simulacro habitual al que queda reducido en nuestro sistema el control del Gobierno por el Parlamento, se recluyó en su despacho y sin ayuda alguna de sus cuatrocientos y pico asesores, decidió dar cuenta de sus asuntos a sus administrados a través del prodigio de transparencia que es publicar una carta en el twitter. Las líneas maestras de la misiva venían a explicarnos que nuestro líder estaba pensando en tirar la toalla debido a la admisión a trámite judicial de una denuncia contra la dueña de sus pensamientos, animada por la ultraderecha política y mediática, como culminación de una campaña de acoso sustentada en bulos interesados y noticias falsas. A continuación, utilizó unos moscosos para despejar su agenda, y se fue de puente iniciando un periodo de reflexión sobre los costes personales de la vida política, en donde llegó a la conclusión de que la respuesta de las masas durante su retiro espiritual era suficiente para seguir sacrificándose al servicio de los españoles.
No es que la militancia acarreada a los “madriles” desbordara la calle Ferraz hasta llegar a la Plaza de Oriente, pero con la quedada de los adeptos resultaron al menos exorcizados los rosarios con los que la “fachosfera” contaminó durante semanas el lugar, y la Vicepresidenta Montero pudo escenificar nuevamente su euforia al borde de un ataque de nervios, mientras la Presidenta del Congreso se travestía de chica Almodóvar, derramando unas lagrimitas por la separación de poderes. El sainete guerracivilista lo terminó de condimentar Patxi López entonando el “no pasarán”, al tiempo que Óscar Puente sublimaba el servilismo reverenciando al puto amo que lo puso en el cargo.
En esos cinco días de abril, los tertulianos adictos mutaron en plañideras conmovidas por las exequias del sanchismo, convencidos de que las dudas del jefe eran sinceras, dispuestos a glosar este último trampantojo del killer de la opinión cambiante como si su palabra fuera fiable y los antecedentes del personaje no aconsejaran otra cosa que considerar la carta de marras como un nuevo acto de propaganda electoral, la primera epístola de san Pedro mártir a los catalanes, si no tengo poder, no soy nada. Por esas paradojas del escrutinio de la voluntad popular, el resultado final parece haber dado la razón a esa estrategia en donde el sentimentalismo victimista prevalece sobre el programa comprometido. Las urnas han permitido sacar pecho al visionario de la amnistía que ha logrado el repliegue del independentismo con el mérito añadido de alcanzar el triunfo de la mano de un candidato cuya hoja de servicios incluía la gestión sanitaria de la pandemia.
Si tenemos en cuenta que el otro gran vencedor de la contienda ha sido un prófugo de la justicia que prefirió cultivar el papel de mártir antes que afrontar sus responsabilidades, se entiende por qué en la campaña permanente que ahora afronta su episodio europeo, el asunto de la esposa del presidente siga coleando hasta desembocar en una crisis diplomática tan impostada como el mutis teatral de su marido. Es la comedia en que anda convertida la política española, enfangada en cuestiones accesorias que nos tienen entretenidos en si nos gusta más la fruta o el gin-tonic, las instituciones desplazadas por el tango que repentizan a dúo para sus respectivas parroquias un botarate porteño y un chulapo de “Madrí”.
Mientras tanto, todos estos cambalaches nos impiden saber qué papel jugó la mujer del César en el incesante tráfico de influencias que parece ser la administración española, en donde la confusión de intereses públicos y privados es la norma en la que medran incesantemente los adlátares del poder, incapaces de labrar su beneficio sin la sombra del nepotismo alentando su jornada. La máquina del fango se expresa en estos fuegos de artificio diseñados para distraernos de lo importante, de la parálisis legislativa y del bloqueo judicial, de la inflación incesante y de la desigualdad creciente, de la falta de oportunidades que nubla el futuro de nuestros hijos.