En tauromaquia, la forma es el fondo. Como sucede con la Justicia, la ética se asienta sobre el respeto a las normas del procedimiento, sobre los principios generales del Derecho, sobre el canon eterno de la lidia. Asistimos al tiempo de la impugnación de esos valores en la persecución de la ventaja inmediata, del ansia de poder, si bien la hipocresía del momento aconseja crear una moral de urgencia ya sea para ilustrarnos sobre las bondades de la amnistía o sobre la legitimidad del toreo moderno.
Que el enésimo torero espurio abra la puerta grande de las Ventas o el Fiscal General del Estado no respete el secreto profesional es una cuestión que, bien mirada, no debería importarnos tanto como la cesta de la compra, por ejemplo, pero introduce en nuestras vidas transeúntes entre la sala de estar y la andanada, un malestar creciente, una sensación de seguir asistiendo a la subversión permanente del sentido común. Es lo que ocurre cuando el público de toros ovaciona hasta el éxtasis la impostura, y el ritual continúa degradándose tal como lo hace la separación de poderes cuando los partidos se reparten los peones en el poder judicial.
La Feria de San Isidro suspende la vida del abonado durante un mes y lo convoca a la plaza para situarlo en un universo extraño en donde comparece cada primavera el planeta de los toros, un mundo anacrónico en el que el aficionado se obstina en permanecer para sustraerse de la hostilidad de estos tiempos ignaros en los que el infantilismo circundante lo agrede a cada paso. Resulta desolador, sin embargo, que el templo donde acudimos a defendernos de la pesadumbre de vivir, aligerando esa carga con la liturgia que vertebra nuestra existencia, se vea amenazado por el mercantilismo que lo transforma en taberna cada tarde, por el sistema empeñado en humillar al toro hasta convertirlo en un dócil semoviente y por la decadencia del toreo moderno, sustentado en los pilares de la ficción y la vulgaridad.
Pese a todo, la lidia de toros en Madrid sigue siendo un espectáculo de masas, acaso como reacción a las manifestaciones del baranda del negociado, el ministro que justificó en la condición minoritaria del espectáculo, la coartada para la abolición del patrimonio que está obligado a defender. Los nuevos públicos acuden en aluvión de jóvenes subyugados por el fogonazo estético del héroe que aún es capaz de explicar en veinte pases el secreto del triunfo, ése que no aciertan a descifrar en su propio futuro preñado de incertidumbre, pero traen a la plaza costumbres ajenas al carácter de las Ventas, ignorantes de los códigos que fueron santo y seña de su afición. Y por qué habrían de entenderlos si apenas son ya cuatro iluminados, los que los enarbolan aplaudiendo a presidentes que niegan la oreja por el hecho de que la espada se haya desviado un palmo de su colocación canónica. Por qué deberían exigir el toro encastado, si la salmodia mediática que reciben les instruye en la conversión de la fiesta en un simulacro banal. Bastaría con exaltar los valores intrínsecos de la batalla en la que un héroe tuerto es capaz de imponerse a la bestia con la clavícula rota frente al ídolo deportivo que se queja por las molestias que le ocasiona jugar al fútbol con una máscara.
La culminación de la hipocresía del sistema comparece en la corrida de homenaje al maestro Antoñete, otro no hay billetes al servicio del neotoreo que hoy se practica en las antípodas de lo que fue su tauromaquia de clasicismo añejo y colocación exacta, conceptos que ahora pasan desapercibidos en su plaza si algún epígono casual se atreve a proponerlos. La mayoría del escalafón se mueve entre la indolencia y el conformismo al que conducen la respuesta de los públicos que ovacionan de igual manera la ligazón falsaria al hilo del pitón que el medio pecho ofrecido cargando la suerte, del mismo modo que el electorado se resigna a seguir votando las listas eternas de culiparlantes creyendo que así conforman la voluntad popular.
En la configuración del toro como animal colaborador concebido para la faena de muleta, la decadencia es inevitable en el resto de los tercios de la lidia y se ensaña especialmente con la suerte de varas, en ausencia de picadores que sepan largar el palo con tino y con mesura y de diestros que posean la técnica precisa para recrear el viejo estilo de llevar y colocar con majeza al toro ante el caballo, abandonando la escena por donde corresponde. La deriva por la senda de la dulcificación de las corridas de toros provoca reacciones extrañas en los nuevos públicos, habituados a vivir la tarde como un festival incruento, incapaces de digerir entre el trasiego de los gin-tonics, los contados episodios en los que la pelea entre la vida y la muerte trasciende del decorado y reclama el primer plano. Acostumbrados a la gran elipsis impuesta sobre la parca en la sociedad moderna, interpretan de forma equivocada la simbología de la agonía del toro y cualquier percance del torero queda elevado a la condición de salvoconducto para el triunfo de ocasión.
El legado de los grandes maestros que han construido el prestigio de las Ventas corre el peligro de quedar reducido al azulejo que los inmortaliza en sus pasillos. En ellos palidece la imagen de Chenel citando en la distancia, aguantando en el sitio donde los toros cogen, la efigie de Curro en el acto de abrir su capotillo y detener el tiempo en una media, el recuerdo de José Tomás templando al viento, defendiéndose del toro con sólo el arma del estaquillador. Hemos tenido que contemplar la estatua de César derribada en su tierra, tan lejanos los tiempos en los que su muleta poderosa barrió todo el toreo que mentía a su alrededor. La noticia ha ocupado un breve en los medios de información general, entre la amenaza de una nueva dana y los preparativos de la operación salida.